Carreteras de portazgo
La financiación para la construcción y mantenimiento de las primeras carreteras, en los siglos XVIII y XIX, se basó en fondos de los portazgos y arbitrios especiales, entre los que destacó el impuesto de dos reales por fanega de sal. Fue habitual que, coincidiendo con la finalización de tramos de carretera, se dispusieran portazgos para cobrar por el uso de la nueva carretera. Hablando en términos actuales, todas las nuevas carreteras fueron de peaje. Eso sucedió desde el principio: la primera carretera que se construyó en España en el siglo XVIII, la de Reinosa a Santander, en cuanto se puso en servicio tuvo dos portazgos, en Reinosa y en Bárcena de Pie de Concha.
Buenos ingresos para el señor
Desde la Edad Media fue común el pago de impuestos en los caminos. Algunos de estos estuvieron relacionados con servicios prestados en lugares singulares, tal es el caso de los pontazgos, vinculados al uso de un puente, o de los barcajes, relacionados con el servicio de cruce de un río mediante barca. También existieron aduanas en determinados lugares fronterizos entre reinos.
El impuesto más conocido fue el portazgo. Fue un impuesto fiscal vinculado al comercio. En una época en la que era difícil el cobro de este tipo de impuestos se aprovechó que las mercancías debían utilizar necesariamente los caminos o las entradas a determinadas poblaciones. La recaudación engrosaba las rentas del rey, de algunas Instituciones, de las órdenes militares, de monasterios o simplemente del señor del lugar. No se disponía de caminos adecuados ni correctamente mantenidos, por lo que la excusa para el cobro de los portazgos tuvo relación con la aparente “seguridad” que la monarquía o los señoríos ofrecían al viajero y con la protección de éste frente a los abusos en las ventas y mesones. El problema de los portazgos fue su proliferación, que llegó al abuso. También hubo exenciones del pago, generalmente para los habitantes de la zona.
1749: poner orden en los portazgos
Con la llegada al poder de los ilustrados, se intentó organizar el maremágnum de impuestos y portazgos existentes a lo largo de los caminos. Era tal su desconocimiento, que entre las competencias de los intendentes, según la Ordenanza de 13 de octubre de 1749, se encontraba la de averiguar los derechos de los portazgos, puentes, pesquerías y otros, y dar cuenta de ello: “los Intendentes, si hallaren en su provincia algunos derechos de portazgos, puentes, pesquerías u otros cualesquiera que me pertenezcan, están obscurecidos o usurpados, tomarán los informes conducentes y darán cuenta a los fiscales de mi Consejo de Hacienda […] No consentirán los Corregidores que por persona alguna, de cualquier calidad y clase que sea, se exijan, sin tener facultad legítima para ello, derechos de portazgo, pontazgo, peaje, barcaje ni otros de esta naturaleza”.
1780: el destino de los ingresos: la conservación del camino
Para entonces se había iniciado la construcción de carreteras por parte del Estado, pero la inmensa mayoría de los caminos seguían con su abandono secular, aunque estuvieran plagados de portazgos. Por Real Orden de 27 de julio de 1780 se quiso dejar claro que el importe de estos impuestos debía destinarse al mantenimiento de puentes y caminos, lo que significó un gran avance. La redacción de esta real orden no tiene desperdicio: “El Consejo tome las providencias más eficaces y oportunas a fin de que los Grandes y demás Señores de vasallos de estos reinos inviertan precisamente los derechos de portazgo, peazgo, barcage y otros de esta clase en el loable objeto para que fueron impuestos; previniéndoles que yo espero de su conocido amor a mi Real servicio y de su celo del bien del Estado que no incurrirán, ni permitirán que otro incurra en la más leve omisión, porque de lo contrario me veré en la sensible necesidad de poner en ejercicio la Suprema jurisdicción que Dios me ha confiado, para evitar que los medios establecidos para el bien y la felicidad de mis pueblos se conviertan en su perdición y ruina”.
Creo que quedó claro. No obstante, en 1784 se dictaron una serie de reglas, en las que se insistía en completar los inventarios de portazgos y se encargaba a intendentes y corregidores un informe sobre el estado de caminos y puentes sujetos al impuesto: “Para evitar la ruina de estos puentes y caminos sujetos a portazgos, será de precisa obligación de los portazgueros hacer todos los reparos menores, reponiendo los desgastes y quiebras que vayan acaeciendo en ellos a costa del producto del portazgo o pontazgo, cuidando los Intendentes y Corregidores de que así se cumpla por medio de un reconocimiento o visita anual”.
A pesar de todo, el desorden en la materia era grande. Para poner algo de orden, el 17 de abril de 1792 se suprimieron los portazgos establecidos a beneficio de algunos particulares, eso sí, indemnizando: “Queriendo este Soberano fomentar con toda suerte de medios nuestro comercio interior, removiendo a este efecto cuantos obstáculos padece en el día, ha suprimido los derechos de portazgo, y otros que se cobraban en otras partes del reino a beneficio de algunos particulares; y a fin de subsanar el perjuicio que pueda caber a los privilegiados en fuerza del cumplimiento de dicha providencia, ha mandado S.M. que del Real Erario se les dé a todos la indemnización a que haya lugar en vista de los títulos y concesiones que presenten”. Lo anterior se completó con la Real Orden de 29 de noviembre de 1796, por la que se prohibió cobrar en las carreteras generales más derechos de portazgos que los impuestos por Su Majestad.
1794: una Instrucción que marcó la política de portazgos en el siglo XIX
El 8 de junio de 1794 se dictó la Instrucción de Portazgos. En su primer artículo dejó claro que la comodidad, seguridad y mantenimiento de los caminos debía pagarse por los usuarios: “Los portazgos, pontazgos y peazgos son un medio oportuno y necesario para la conservación de los caminos, puentes y calzadas, y el de justicia más evidente; porque es muy debido, que la comodidad y seguridad que disfrutan los vasallos, además de las otras ventajas que traen consigo, las recompensen con alguna contribución, como recompensan el albergue y sustento de sus personas, bestias y carruajes en las posadas, de que nadie se queja sino cuando son incómodas o excesivos o tiránicos sus precios”.
La instrucción dio un paso importantísimo: los portazgos debían arrendarse en subasta pública al mejor postor y “el producto de los portazgos, pontazgos y peazgos debe invertirse en la conservación del camino de que es parte aquel puerto, paraje o puente donde se cobre, y para ello convendrá […] que el arrendador del mismo derecho sea el asentista que se encargue de la conservación de aquel trozo de camino”. Para ello, los trozos debían comprender entre 3,5 y 7 leguas (vuelve a aparecer esta mágica longitud, coincidente con el camino recorrido normalmente en una jornada), “para que las composiciones sean sólidas y tales que en un siglo no pueda deshacerse o destruirse la caja del camino, donde se hubiese construido de nueva planta”. Muy lejos lo fiaban…
El siguiente paso se dio el 29 de noviembre de 1796, cuando la anteriormente citada Real Orden dejó claro que en las carreteras generales “no se cobren más derechos de peaje, barcaje, portazgo, pontazgo ni otro alguno de esta clase que los impuestos por Su Majestad para la reparación y conservación de los respectivos trozos de caminos construidos a expensas de su Real Erario”. La vía a seguir en todas las nuevas carreteras que se iban a construir en el siglo XIX estaba clara. Todas serían de portazgo (peaje) y los fondos obtenidos estarían destinados a su mantenimiento. Por otra parte, los portazgos serían objeto de arrendamiento mediante subasta pública.
No fue nada fácil
La resistencia frente a los impuestos fue clásica en España. Ya durante la Edad Media las exenciones de pago fueron numerosas, mediante privilegios concedidos a vecinos de ciertas localidades, a la Cabaña Real de Carreteros, a militares o a los que llevaran determinadas mercancías. Miguel de Cervantes ironizó sobre estas exenciones de pago en el capítulo XLV del Quijote: ¿qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca? Hasta ahí podíamos llegar…
Ya en el siglo XVIII, la dificultad para ordenar los múltiples impuestos relacionados con los caminos quedó patente en el caso de Mogente: la construcción de la nueva carretera de Madrid a Valencia impedía cobrar un derecho tradicional de paso y el mesonero, que era el arrendador, cortó el camino en 1773 para obligar a todos los viajeros a entrar en el pueblo.
La oposición y las triquiñuelas debían ser abundantes, hasta tal punto que la Real Orden de 1 de mayo de 1824 quiso atajarlas: “Siendo muy frecuente que varias autoridades, empleados civiles y militares y personas de distinción, se rehúsan a pagar los derechos establecidos en los Reales Portazgos, según lo previenen los Reales Aranceles, ha resuelto S.M. […] que nadie se excuse del pago de los derechos establecidos en ellos, con pretexto de fuero, grado, título, ni excepción alguna, por particular o privilegiada que sea”.
A los que intentaban rehuir el pago del portazgo, circulando a veces por campo a través, se les otorgó un nombre: descaminados. La legislación estaba contra ellos: “A todos los que, después de haber disfrutado la parte del camino que les ha acomodado, se extravíen maliciosamente de él con carruajes o caballerías por no pagar los derechos que están señalados, se les exigirán derechos dobles, con arreglo a Arancel, en el sitio donde se les alcance” (muy acertada esta frase final). Se dio algún caso curioso, como el que relató el periódico El Español en 1845, relativo a las aventuras para eludir el portazgo de Vallecas: “No podemos menos de llamar la atención de la autoridad competente hacia el estado lastimoso en que se halla el camino conocido con el nombre de Bajo, que conduce desde Madrid a Vicálvaro. Este camino, destinado únicamente por su construcción y posición para servir de tránsito a los lugareños de Vallecas, Vicálvaro y algún otro pueblo de aquellos contornos, se ve continuamente embarazado por carros y carretas que, huyendo del portazgo que se les exige en el camino real, no temen precipitarse con sus reses y cargamento por entre los innumerables despeñaderos que le costean. Esto ha producido, como era natural, un desmoronamiento tal en el camino, que hay parajes, particularmente hacia el Caño Gordo, por donde apenas pueden pasar los cascos de las caballerías menores. En más de dos ocasiones han rodado por aquellos barrancos el arriero, la caballería y la carga, y para evitar estos males, sería bastante impedir el abuso cometido por los carreteros, colocando un guarda en el camino que les prohibiese el paso, y recomponer los desmoronamientos, que comprometen la vida y hacienda de los transeúntes”.
Fueron muchas las voces críticas contra los portazgos, argumentando que encarecía excesivamente el transporte de mercancías y que perjudicaba especialmente a la agricultura, principal fuente de la economía española en el siglo XIX. En 1849, el ingeniero Lucio del Valle publicó unas “reflexiones sobre el impuesto de portazgos”, intentando demostrar que una vez construidas las carreteras y eliminados los malos caminos anteriores, llenos de peligros y sin mantenimiento alguno, el pago del impuesto del portazgo favorecía, más que entorpecía, a la economía nacional y al transporte de los productos agrícolas en particular. Para hacernos una idea, cita Manuel López-Calderón que entre Valladolid y Santander había nueve portazgos, lo que suponía un encarecimiento del coste del transporte de un 7%.
La sucesiva implantación de los portazgos
En 1830, Cabanes publicó la Guía General de Correos, Postas y Caminos del Reino de España, y relacionó los portazgos existentes entonces. El listado de portazgos de la Guía de Cabanes ofrece una idea del estado de construcción de los caminos en 1830. Por ejemplo, en la carretera de Madrid a Barcelona había portazgos en la salida de Madrid (Ventas del Espíritu Santo), en el puente de Viveros (dependiente del anterior), en Guadalajara y en Torija, lo que indica que no estaba finalizada la construcción de la carretera mucho más allá de este pueblo de Guadalajara. En 1854 ya tenía esta carretera de Madrid a Barcelona por Zaragoza un total de 19 portazgos de tramo, más dos portazgos singulares: el del puente sobre el río Gállego en Zaragoza (Santa Isabel) y el del puente sobre el río Cinca en Fraga (Huesca).
De acuerdo con lo legislado, conforme se fueron construyendo trozos de nuevas carreteras se fueron imponiendo portazgos. En la Gazeta de Madrid aparece buen número de anuncios de subastas para el arrendamiento de los portazgos durante el siglo XIX. Por su parte, en la Instrucción para los empleados del ramo de Caminos, de 31 de enero de 1815, se les encargaba comprobar que los portazgos establecidos estaban bien situados o si convenía mudar alguno de ellos. El 14 noviembre 1840 se aprobó el pliego para arrendamientos portazgos (actualizado en 1854) y el 1 de julio 1842 la Instrucción para su arrendamiento.
Algunos portazgos eran anteriores a la reforma o construcción de la nueva carretera. Uno de estos casos fue el portazgo del puente de Viveros, sobre el río Jarama, en la carretera de Madrid a Barcelona. Este puente fue reformado por Marcos Vierna entre 1772 y 1774 y en 1777 se acometió la construcción de una nueva casa para el portazgo, cuyo proyecto fue de Ventura Rodríguez, nada menos. Queda constancia de la existencia de una casa de portazgo anterior, que en 1777 se encontraba en muy mal estado y resultaba insalubre para sus ocupantes (tanto que constan fallecimientos por tuberculosis). A pesar de las reformas de la casa, el portazgo fue trasladado en 1857 a Torrejón de Ardoz, según parece por las mismas razones de salud, o al menos así lo expuso la Gazeta de Madrid: “teniendo en cuenta las constantes enfermedades que sufren los empleados del portazgo del puente de Viveros, las cuales han originado algunas defunciones, unas y otras debidas a la insalubridad del terreno en que está situado dicho establecimiento”. Por cierto, de este portazgo se conservan los aranceles existentes en el año 1777.
Las exenciones del pago
Inicialmente la obligación del pago fue general, como aclaró la Real Orden de 1 de mayo de 1824 anteriormente citada, pero pronto comenzaron a publicarse exenciones del pago a determinados colectivos. Estas exenciones fueron a más hasta la definitiva supresión de los portazgos en 1882.
En 1833, una Real Orden eximió del pago de portazgos a los administradores de rentas, estanqueros y verederos cuando transporten efectos y caudales de la Real Hacienda. Con ella se abrió la veda.
Por Real Orden de 9 de julio de 1842 quedaron exentos los vecinos del municipio en el que estaba instalado el portazgo y los de los municipios colindantes cuando circulaban para ir a predios de su propiedad, lo que provocó no pocos pleitos entre los administradores de los portazgos y determinados vecinos, algunos de familias de alcurnia. Por ejemplo, en la Gazeta de Madrid se publicaron varios pleitos relacionados con el portazgo de las Ventas del Espíritu Santo, próximo a la capital (la plaza de toros Monumental de las Ventas lleva ese nombre en recuerdo de ellas). En los aranceles de ese portazgo figuraban exentos de pago los vecinos del pueblo en que estuviese ubicado el portazgo y los de los limítrofes, y al parecer hubo roces con determinados terratenientes que pasaban por varios términos municipales para transportar productos de sus heredades, entre ellos el duque de Osuna y el marqués de Bedmar. Relacionado con este portazgo figura la exención de pago otorgada en 1865 y 1867 a los vecinos de las nuevas colonias que se implantaban en torno a Madrid, como por ejemplo la de la Concepción.
Las exenciones fueron en aumento, y entre los muchos beneficiarios de la exención del portazgo encontramos, como curiosidad, a la gente que huye de “bandas facciosas” (disposición de 1837, relacionada con la guerra Carlista), a los que transportan efectos militares (también de 1837), a los que transportan materiales para la construcción de carreteras y a la guardia civil (1851).
En 1856 estaban exentos del pago de portazgo, entre otros, los siguientes: los carros y caballerías que transportaran carbón a la capital del reino, las sillas-correo establecidas por el Estado, el capitán general y el jefe político de cada provincia, determinado personal de correos y de obras públicas y el personal encargado de la conservación del camino, todo carruaje de cuatro ruedas cuyas llantas pasaran de nueve pulgadas de ancho, la tropa, los monteros, rederos y ojeadores de Su Majestad o la servidumbre de la Real Familia. En 1867 se añadió la exención a las cargas y trabajadores del telégrafo y anteriormente a los del ferrocarril.
Los portazgos y la política de transporte
En el párrafo anterior se ha citado que los carruajes con llantas de ancho superior a nueve pulgadas se libraban del pago del portazgo. Es un ejemplo de la utilización de los aranceles de los portazgos para conseguir objetivos de la política de transporte y favorecer los casos en los que se deterioraba menos la carretera. Por ejemplo, a mediados de siglo XIX tenían importantes descuentos los arrieros que llevaran las caballerías apareadas frente a los que las llevaran en reata; también pagaban menos los que no llevaban clavos de resalto en las ruedas y los que las llevaban anchas, ya que no dañaban tanto al firme de los caminos; se favorecían los carros de cuatro ruedas frente a los de dos y también a los que utilizaban caballos, frente a los que llevaban las tradicionales mulas (fue importante el esfuerzo del Gobierno para fomentar la cría caballar y una forma poco digna de intentar acabar con la mula, animal que más había trabajado históricamente para facilitar el transporte de personas y de mercancías en la invertebrada España). Por el contrario, determinados productos que estaban exentos de pago debían abonar el portazgo si la llanta tenía menos de dos pulgadas de anchura.
Hay que destacar que los aranceles de los portazgos del siglo XIX fueron independientes del coste que hubiera tenido la carretera (en general, mucho más cara en terrenos accidentados). El pago se calculaba por legua de carretera recorrido y, a mediados de siglo, por miriámetro. En 1870, coincidiendo con el abandono de determinadas carreteras, se suprimieron los portazgos. Fueron repuestos en 1877. Precisamente, un Real Decreto de 23 de septiembre de ese año estableció que los tramos de pago del portazgo en las carreteras fueran de dos miriámetros y fijó los aranceles en pesetas:
Las casas del portazgo
Anteriormente se ha citado la casa del portazgo del puente de Viveros. Coincidiendo con la implantación de portazgos se construyeron, donde no las había, las correspondientes casas. En la Circular de 22 de junio de 1861 se aprobaron dos modelos de casa para portazgo, siguiendo la costumbre de esa época de implantar colecciones como las de obras de fábrica y las de casillas de camineros. De hecho, los autores de la propuesta fueron los mismos que los de esas colecciones: Lucio del Valle, Víctor Martí y Ángel Mayo.
Los empleados de la exacción del portazgo debían franquear la barrera a cualquier hora del día y de la noche, cuando se presentaran viajeros. El impuesto lo debían cobrar junto a la barrera, sin obligar a desviarse al transeúnte.
Normalmente, las casas que atendían mayor tránsito debían disponer el área de trabajo y las viviendas de un administrador, un interventor, un mozo de barrera y dos ordenanzas, disponiendo además, en algunos casos, de almacenes para herramientas de mantenimiento. En las casas de portazgo ubicadas en tramos con menor tránsito se prescindía de algún ordenanza y del mozo de barrera.
En los modelos aprobados, todas las viviendas no eran iguales. Las de los dos jefes (administrador e interventor) tenían dos dormitorios y cocina, mientras que las del mozo de barrera y de los ordenanzas solo una sala dormitorio (donde cabían dos camas) y cocina. Por otra parte, el edificio tenía una parte común para todas las familias.
La década de 1860 fue la que registró mayor recaudación en los portazgos (el año 1863 registró el máximo histórico). En algunos casos fue necesario prever alojamiento para los agentes de seguridad que debían proteger el portazgo. No era una necesidad baladí en algunas zonas. En la Gazeta de Madrid se citan varios casos de robos en las casas de portazgos. Uno de ellos, por ejemplo, tuvo lugar el 17 de octubre de 1855 en la provincia de Girona: “Ayer á las diez de la noche se presentó una partida de facciosos en Mediñá, llevándose las armas de fuego y dinero del portazgo”. Anteriormente, el 6 de julio del mismo año se había dado otro episodio similar, esta vez en la provincia de Burgos: “la facción de los Hierros, compuesta de 26 hombres montados, se presentó la noche del 6 en el pueblo de Valdenoceda, robaron los fondos del portazgo llamado de la Venta de Afuera y se dirigieron por el camino de Villarcayo”.
La decadencia de los portazgos
Después de la edad de oro de los portazgos, que como se ha dicho fue la década de 1860, las recaudaciones fueron decayendo y las exenciones aumentando. En esa década de 1860 ya proliferan resoluciones por las que se suprimen portazgos en muchos lugares, a la par que el ferrocarril provoca una revolución en el transporte. Los portazgos recibieron un primer golpe de gracia con la supresión decretada en 1870, que duró hasta 1877. Su restauración duró poco tiempo: por Ley de 31 de diciembre de 1881, los portazgos se suprimieron totalmente, con efectos a partir del 1 de enero de 1882. Solo se mantuvieron los que tenían arriendo en vigor, hasta el final del mismo.
Una bella palabra
De los portazgos medievales y de los implantados en las carreteras durante los siglos XVIII y XIX queda el recuerdo en la toponimia de muchísimos lugares de España. Llevan el nombre de este secular impuesto calles, plazas, barrios, urbanizaciones, polígonos industriales, instalaciones hoteleras, etc.
En el siglo XX reapareció el pago por el derecho de tránsito en algunas autopistas, bajo la denominación de “peaje”. Me parece más bonita la palabra peazgo, recogida desde hace siglos en disposiciones sobre los impuestos del camino. No obstante, el diccionario oficial no recoge esa palabra, demostrando una vez más cierta desidia hacia el mundillo de las carreteras y de los caminos.
Sí que recoge el diccionario el verbo portazgar, que significa cobrar el portazgo. Es una bella palabra. Pues nada, si se termina imponiendo el pago por uso de nuestras carreteras para su mantenimiento, tal como se debate hoy día, no estaría mal llamarle peazgo o portazgo al impuesto que, si nos obligan, portazgarán los nuevos recaudadores.
Bonito artículo, en Alicante hay un barrio que se denomina Florida – Portazgo, Florida era el nombre de una huerta popiedad de una acaudalada señora de Alicante y Portazgo parece ser que venía de la existencia de un Portazgo Fiscal según leí en un artículo, Gracias a tu artículo ahora ya lo tengo todo claro!!!.