De la carretera al diccionario.
El 11 de octubre se celebra el día mundial de la carretera, ese estrecho cauce por donde fluye la vida, que guarda el tesoro de las vivencias de los que nos antecedieron, ese escaparate de paisajes y película de realidades, que puesto en forma de sencillo haiku cabría definir humanamente: estrecho lazo / que quiebra el frío abismo, / como un abrazo. El abrazo, un buen símbolo para algo que nos une tanto.
Me pregunto por las palabras que la carretera ha llevado al diccionario de la lengua y encuentro sorpresas y ausencias. Voy a mostrar unas cuantas.
Del carro a la carretera.
Qué mejor manera que comenzar con la propia palabra carretera. Se define pomposamente:
Como se puede observar, siempre según el diccionario, la palabra deriva de la humilde carreta, que a su vez emana de carro, procedente de la voz latina carrus, mucho más digna… De ahí surge el carril (camino para un solo carro) y el camino carretero o camino carretil, expedito para el tránsito de carros o de otros carruajes. Por cierto, qué bonita es la palabra tránsito.
De carro deriva también carrera, una de las palabras que más acepciones registra en el diccionario oficial. Una de ellas es la de “camino real o carretero”, fiel recuerdo histórico de raíces como el prefijo “carra”, tan abundante en la denominación de caminos antiguos. Es una delicia buscarlo en los mapas, como fuente para localizar esas viejas vías. Solo en Aragón se pueden registrar hasta 131 topónimos que comienzan por “carra”.
La calzada, que contiene los carriles, ya no deriva de carro. Está relacionada con el pavimento empedrado:
¿Cómo es posible que no esté en el diccionario?
Leonhard Paul Euler (Basilea, 1707; San Petersburgo 1783) fue el mayor matemático de su siglo y uno de los más grandes de la historia. El número base de los logaritmos naturales lleva su nombre y la letra inicial de su apellido lo identifica (número e).
La belleza es subjetiva, pero la identidad de Euler me parece la fórmula más bella que existe. Una fórmula tan simple, que contiene el número imaginario, el número pi, el uno y el cero y por supuesto el número e, tiene una gran profundidad y belleza.
¿Y qué pinta el gran Euler en esto de las carreteras?
Cuando se circula por un tramo recto no hay fuerzas laterales sobre el vehículo (salvo la del viento, a veces). No obstante, cuando se circula por un tramo curvo, aparece la fuerza centrífuga, que depende de la masa del vehículo, de su velocidad y del radio de la curva. Si no se tiene la debida precaución y la ayuda de los peraltes, esta fuerza puede provocar salidas de la vía o el vuelco de determinados vehículos.
Esta fuerza aparece bruscamente al pasar de un tramo recto a uno curvo. Es necesaria una transición.
Y aquí es donde aparece nuestro protagonista. La denominada espiral de Euler tiene la propiedad de que su radio de curvatura disminuye en función de la distancia recorrida. Ofrece una transición suave desde la recta, de radio infinito, hasta la curva circular, de radio definido. Por esta razón se ha incluido como la curva de transición clásica en las carreteras, al menos desde que éstas se diseñaron para vehículos automóviles que alcanzaban ciertas velocidades.
Y no solo en carreteras. La espiral de Euler aparece en numerosas transiciones recta-curva, como son las montañas rusas y otros montajes de ocio en los parques de atracciones.
A la espiral de Euler se le denomina clotoide. Esta palabra está muy extendida en los ámbitos de la ingeniería. En la Norma de Trazado de Carreteras (Norma 3.1-IC) aparece citada nada menos que 42 veces.
Pues bien, la palabra clotoide no está incluida en el diccionario de la lengua española. Sorpresa, y gorda. No se merece esto el gran Euler.
El firme. Macadán para todos.
El firme garantiza la durabilidad de una carretera. Para conocer algo sobre su historia se puede visitar esta entrada del blog:
Los romanos afirmaron perfectamente sus calzadas. De ahí que muchas de ellas hayan llegado hasta nuestros días e incluso se sigan utilizando.
Coincidiendo con la construcción de carreteras durante los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX se avanzó en la concepción de los firmes. Evidentemente, encontrar una solución que aguantara el paso del tráfico, drenara bien y fuera duradera y económica era un objetivo fundamental al construir una carretera “moderna”. Durante muchos años, multitud de ingenieros propusieron su solución, muchas veces condicionada al entorno y al clima en los que trabajaban.
Un pionero en el estudio de soluciones científicas para los firmes de carretera fue Pierre Marie Jérôme Trésaguet, ingeniero francés (1716 – 1796) que trabajó en París y en Limoges. Su sistema consistía en tres capas, de mayor a menor espesor y tamaño, con piedra machacada en la parte superior del firme. Introdujo el bombeo en la carretera para mejorar el drenaje, que completaba con cunetas.
Thomas Telford (1757 – 1834) fue un ingeniero escocés que trabajó en numerosas obras de puentes, canales y otras construcciones. Durante sus últimos años se dedicó a la construcción y mejora de carreteras. De su capacidad técnica es una muestra el increíble puente colgante de Menai, de 180 m de luz, construido en 1826. Su sistema para los firmes se basó en la técnica de Trésaguet, pero variando las granulometrías en función del tráfico.
John Loudon McAdam (1756 – 1836) fue también un ingeniero escocés. Su aportación a los firmes de carreteras fue fundamental y de hecho el pavimento compuesto por piedra machacada de tamaño similar, terminado con una pequeña capa de recebo fino en superficie se denomina “macadam” o macadán, como epónimo en español. Este sistema, que ofrece un drenaje excelente, se extendió rápidamente por Europa y constituyó el firme de la mayor parte de las carreteras construidas en España a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Quizá por este motivo, McAdam haya sido el único que ha alcanzado la gloria de entrar en el diccionario oficial. Todos los ingenieros utilizaron la piedra machacada en sus propuestas de afirmado. No obstante, para el diccionario, el pavimento de piedra machacada comprimido posteriormente con un rodillo es el macadán (también admite macadam).
De los puentes a los puentecillos.
La palabra puente tiene también muchas acepciones en el diccionario, la inmensa mayoría de ellas emanada por símil desde su concepto caminero.
En la toponimia aparece frecuentemente. El puente es un hito para las comunicaciones y así lo encontramos no solo en las zonas geográficas de lengua española, sino que es muy común en otras lenguas, como en euskera (zubi) o en croata (most).
¿Y en árabe? Al-qantarah significa “el puente”. Y qué mejor que denominar de esta simple (y grandiosa) manera al puente romano hispánico por excelencia, que se encontraron los árabes en tierras cacereñas. “El puente”, sin más apellidos. Alcántara.
Curiosamente, el diccionario recoge la palabra “alcántara”, pero su definición no alude en absoluto a los puentes:
Sin embargo, sí que recoge su conocido diminutivo, alcantarilla, algo así como “el puentecillo”. Eso sí, el diccionario señala que la palabra alcantarilla deriva de alcántara, o sea, que en puridad sería algo así como “el telarcillo”. En fin…
Y ya que estamos, recordaremos al gran ingeniero del siglo XIX Lucio del Valle, coautor de la primera colección oficial de alcantarillas de España. Siguiendo sus modelos se construyeron infinidad de alcantarillas en las primeras carreteras españolas.
Los compañeros habituales de las alcantarillas son los caños y las tajeas.
Los primeros se caracterizan por la sección circular, si bien en el diccionario no recoge esa palabra como obra propia del desagüe transversal en una infraestructura lineal, limitándose a citar el tubo por el que un líquido sale al exterior. Su pariente el albañal sí que está reconocido como “conducción de aguas pluviales bajo el suelo” en algunos países americanos. Para demostrar que los académicos están muy al día, aunque no sea en materia de carreteras, el diccionario explica que el caño es una típica acción de fútbol también conocida como túnel. Planeta fútbol.
Por su parte, la tajea sí que aparece definida, como palabra relacionada con atarjea, procedente a su vez del árabe attasyi («acompañamiento»).
Y ya puestos, seguiremos con los puentes y su huella en nuestro lenguaje. Hasta bien entrado el siglo XIX, la inmensa mayoría de los puentes que sobrevivieron eran de piedra. Para ello se necesitaba que la piedra trabajara siempre a compresión y que pudiera construirse el puente manejando piezas de dimensiones “humanas”, es decir, que pudieran ser fabricadas, transportadas y colocadas por el hombre.
El gran invento estructural de la humanidad fue el arco, palabra de probable raíz indoeuropea (arqu = doblado). El diccionario lo define como “fábrica generalmente curva que cierra un vano y descarga los empujes desviándolos lateralmente”. He de confesar que me sorprende la última parte de la definición, pues describe magistralmente la necesidad de que pilas y estribos, en ocasiones con la ayuda de los arcos de las bóvedas colindantes, sean capaces de soportar los empujes horizontales que siempre aparecen.
Puede ampliar la información en esta entrada del blog:
Las piedras labradas en forma de cuña para formar arcos o bóvedas se denominan dovelas y esa palabra está perfectamente recogida en el diccionario.
La dovela de cierre, cuando se construye un arco, es la clave, palabra heredera del latín clavis, cuyo significado encaja, nunca mejor dicho, con el asunto: la llave. De hecho, si se retira o no existe esta llave se desmorona el arco.
Habitualmente, los puentes contienen sillares, “piedras labradas, por lo general en forma de paralelepípedo rectángulo, que forma parte de un muro de sillería”.
Un tipo especial de sillería es la almohadillada, clásica de los puentes romanos (les confiere un aspecto estético genial). El adjetivo deriva de almohada, cuyo origen árabe es evidente. Covarruvias recoge su significado: “Almohada; dize Diego de Urrea que en su terminación arábiga se dize mehaddetum, del nombre haddum, que significa mexilla, y por ser nombre local almohada, tiene la letra m o la partícula mo, que significa lugar, cosa sobre que está otra, y así al-mo-haddetum, corrompido, dezimos almohada.” La sillería almohadillada fue también utilizada en algunas obras del renacimiento, e incluso en muros y estribos en el siglo XX.
El diccionario recoge una acepción de la palabra “almohadilla” como la “parte del sillar que sobresale de la obra, con las aristas achaflanadas o redondeadas”.
La curva denominada catenaria guarda una estrecha relación con la directriz ideal de un arco que no soporte cargas añadidas a las de su propio peso.
Viajar adrede…
En España, la posta nació como servicio urgente de correos al servicio de la Corte. Felipe el Hermoso en 1505 y Carlos I en 1516 arrendaron el servicio a la familia Tassis. Posteriormente, este servicio de correos se extendió a las principales rutas españolas.
La posta exigía una organización complicada para la época, basada en posadas o ventas con animales de refresco (“apostados”), personal adecuado y una serie de postillones encargados de los caballos o de las mulas. Se recorrían en 10 horas hasta 200 km si el terreno no era muy montañoso y las paradas de postas solían estar cada 20 o 25 km.
Si bien era un servicio de correos, eventualmente era alquilado a particulares que necesitaban desplazarse “a posta”, con rapidez. En el siglo XIX, con el desarrollo de las carreteras, algunas carreras de posta pasaron a utilizar la silla de ruedas y se ganó en velocidad (hasta 250 km en 24 horas).
De eso de apostar los animales cada cierto tramo para efectuar los debidos relevos ha derivado la palabra posta, siempre relacionada con su origen (el correo). La derivada “postal” así nos lo demuestra.
Con el tiempo se pudo viajar por la posta, alquilando el servicio. Estuvo al alcance de viajeros potentados que consiguieron velocidades diarias inalcanzables sin el sistema de recambio de animales. En el lenguaje apareció la palabra “aposta”, viajar rápido “a posta”, es decir, adrede. Ha derivado como hacer algo a propósito, con intención deliberada, es decir, directa.
Por cierto, ya se ha dicho que para viajar por la posta había que pagar el servicio, y que la primera familia que obtuvo la concesión fue la Tassis. Sería maravilloso que la palabra taxi derivara de esa histórica concesión. El diccionario se inclina por buscar un origen menos relacionado con nuestra historia carretera, sugiriendo la palabra griega taxis, “tasa”.
… y diligentemente
La diligencia revolucionó el transporte de viajeros, al ofrecer un servicio en coche (góndola) similar a la posta, es decir, con cambio periódico de animales de tiro y aumento notable de la velocidad diaria de recorrido (unas 30 leguas al día en 1850).
Dejando al margen algunas experiencias a finales del siglo XVIII, se puede afirmar que la primera diligencia se estableció en España en 1816, entre Barcelona y Reus. La época de oro de las diligencias comprende entre 1816 y 1860, fecha a partir de la cual el ferrocarril va relegando este tipo de servicios a trayectos secundarios. El único periodo de recesión se registró entre 1833 y 1840, cuando la guerra carlista obligó a suprimir algunas de las líneas más importantes.
Es evidente que el desarrollo de las diligencias fue paralelo al de la construcción de las carreteras. Se trataba de un servicio de ruedas, que no pudo ofrecerse por los pésimos caminos existentes en España hasta el siglo XIX.
El diccionario recoge la palabra diligencia: “coche grande, dividido en dos o tres departamentos, arrastrado por caballerías y destinado al transporte de viajeros”. No cita el principal detalle: el cambio periódico de animales de tiro.
Las diligencias podían alcanzar una velocidad de 150 km/día. Fabuloso, hasta que llegó el ferrocarril. Los primeros ferrocarriles podían recorrer esa distancia 5 horas, con mayor seguridad y con la posibilidad de aumentar significativamente las cargas. La novedad fue tan impactante que ha dejado huella en nuestro diccionario:
Por otra parte, los trenes solo se detienen en las estaciones. El diccionario también se hace eco de las excepcionales cualidades que tiene alguien capaz de detenerlo fuera de aquellas:
Ir de tiros largos…
Muchas diligencias tenían la estructura de un coche de colleras, con tiros largos, lo que a muchos viajeros les daba la impresión de cierto descontrol por estar alejado el coche de la recua de mulas o caballos. “Este carruaje detrás de estas mulas era como una cacerola atada al rabo de un tigre: el ruido que hacía les excitaba más aún. Una hoguera de paja encendida en medio del camino estuvo a punto de desbocarlas. Eran tan espantadizas que había que sujetarlas por la brida y ponerles la mano delante de los ojos cuando se acercaba un coche en sentido contrario. Como regla general puede afirmarse que cuando dos coches arrastrados por mulas se encuentran frente a frente, uno de los dos termina volcando. En fin, que lo que tenía que ocurrir ocurrió” (Théophile Gautier (1840), Viaje a España, Cátedra, 1998, pp. 119-120).
Los “tiros largos” se consideraban relacionados con coches elegantes, derivando en la actual expresión “ir de tiros largos”, que significa vestir de gala o hacerlo con lujo y esmero.
… o en tartana
“Este vehículo, que no tiene suspensión, se parece a las carretas de nuestros campos, pero el interior está más cuidado; por todos los sitios está muy forrado, muy relleno, adornado con telas y los bancos están colgados a las paredes del vehículo por medio de correas de cuero. Si la tartana está cuidada, el fondo y la delantera están abiertos o cerrados a voluntad con cortinillas de seda” (Joséphine de Brinckmann. “Paseos por España”. 1849-1850).
La tartana ha llegado a nuestros días muy desprestigiada, probablemente por la incomodidad de viajar en ellas. El diccionario lo muestra diáfanamente en la segunda de las acepciones de esta palabra. Tampoco era para tanto.
Para descansar y dormir
En las ciudades, el viajero pudiente podía alojarse en fondas, establecimientos que ofrecían los servicios básicos (alojamiento, bebida y comida). Históricamente, la fonda es el establecimiento español por excelencia, antes de que el galicismo “hotel” sustituyera poco a poco su denominación, tanto que la propia Real Academia de la Lengua otorga hoy día a la fonda un grado inferior: establecimiento público, de categoría inferior a la del hotel, o de tipo más antiguo, donde se da hospedaje y se sirven comidas.
El establecimiento típico español en el interior de las poblaciones era la posada. Generalmente se ubicaban en pueblos y ciudades, y ofrecían alojamiento, fuego en el hogar, sal y utensilios para cocinar, y no estaban obligadas a servir comidas. También solían admitir animales en sus cuadras. La definición del diccionario destaca que eran económicas y también esa posibilidad de disponer de cuadras para los animales.
En las afueras de las poblaciones, y más habitualmente en descampados, se hallaban las ventas, muy abundantes en el territorio español, pero con muy mala fama. Su definición oficial es la de “casa establecida en los caminos o despoblados para hospedaje de los pasajeros”. Su soledad extiende su nombre a cualquier sitio “desamparado y expuesto a las injurias del tiempo, como lo suelen estar las ventas”. En este caso, el diccionario se adelanta a lo que, por desgracia, está sucediendo: la ruina de la mayor parte de estos edificios.
Por cierto, las primeras acepciones de esta palabra se refieren a la venta de cosas. Ciertamente, el viajero decimonónico Richard Ford ironizaba al referirse a estos establecimientos diciendo que a pesar de llamarse así, allí nunca se vendía nada.
El viaje en diligencia duraba varios días en trayectos largos e incluía la pensión completa de los viajeros, generalmente pudientes, capaces de abonar un viaje tan caro. Para ello, las compañías de diligencias se esmeraron en mejorar los servicios de restauración y hospedaje de las ventas o posadas que elegían para el descanso de sus clientes. Estos establecimientos en los que paraba la diligencia fueron denominados “paradores”, símbolo desde entonces de establecimiento de calidad en España. Fue el arranque de la mejora de los servicios hoteleros, que tanto necesitaba el país. Esta calidad no ha llegado al diccionario, que no la destaca:
Se hace camino al pagar…
Así se ha titulado una de las entradas de este blog, dedicada a los impuestos relacionados con los caminos:
De todos esos impuestos, quizá el más conocido sea el portazgo, palabra derivada de puerta: el impuesto por franquear el paso por un determinado lugar.
Este impuesto tuvo una doble vertiente.
Por una parte fue un impuesto fiscal vinculado al comercio. En una época en la que era difícil el cobro de este tipo de impuestos se aprovechó que las mercancías debían utilizar necesariamente los caminos. La recaudación engrosaba las rentas del Rey, de algunas Instituciones, de las Órdenes Militares, de Monasterios o simplemente del Señor del lugar.
Por otra, ya desde el principio, los portazgos tuvieron también una componente relacionada con el mantenimiento del camino. Esta componente se acabó imponiendo en el siglo XIX, conforme se fueron construyendo las carreteras por parte del Estado o por concesionarios. Hasta casi finales de ese siglo, todos los tramos de carretera que se fueron construyendo fueron de pago.
Lo malo es que una palabra tan sonora, como es el portazgo, se haya sustituido en el lenguaje (y en los textos oficiales) por otro galicismo, el peaje. No tenemos remedio.
Tradicionalmente se denominó “descaminado” al caminante que eludía el camino principal para evitar el pago del portazgo. El diccionario relaciona el descamino con la locura, lo que me lleva a recordar una de las inmortales frases de Don Quijote de la Mancha, que no fue un descaminado, sino que afrontaba con sus contundentes razones la exención de impuestos a caballeros como él: ¿qué caballero andante pagó pecho, alcabala, chapín de la reina, moneda forera, portazgo ni barca?
Más galicismos. El conductor que nos lleva.
De Francia han llegado muchas innovaciones de la técnica de construcción de carreteras. Eso es indudable. Ya se han expuesto varios casos en los que iniciales galicismos han cobrado valor en el diccionario, como palabras españolizadas según su sonido original.
Una de ellas se refiere al manejo de los primeros vehículos, que necesitaban que su motor fuera previamente calentado. Chauffeur es la palabra francesa para designar a este calentador. En los elegantes entornos sociales de los primeros poseedores de vehículos automóviles, sustituir la palabra conductor, o si se me apura, mayoral (heredero de quien estaba “en galeras, diligencias y otros carruajes, encargado de gobernar el tiro de mulas o caballos”) por chofer quedaba muy bien. Así nos ha llegado la palabra, siendo aplicada solamente a los profesionales.
Los peligros de los caminos.
Antes del desarrollo del ferrocarril y del automóvil, el viajero tenía que caminar largas distancias por campo abierto o atravesar zonas boscosas o montañosas, despacio e indefenso. Era fácil presa de bandoleros, salteadores, malhechores, ladrones o como se les quiera denominar. Además, hay que tener en cuenta la existencia de periodos de inestabilidad política en España, como sucedió en buena parte del siglo XIX.
Comenzaremos por el bando, como “proclama o edicto que se hace público, originariamente de modo oral, por orden superior, especialmente militar o de un alcalde”. Bandir es publicar un bando contra un reo ausente. De bandir deriva bandido, y de bando bandolero.
Cuidado con ellos.
Un cuadro es un conjunto de personas que trabajan en equipo. De ahí deriva cuadrilla, cuando el grupo de personas se unen para ciertos fines. Los bandoleros no dejaban de ser cuadrillas de malhechores. Precisamente para combatir a estas cuadrillas surgieron oficialmente otras, las cuadrillas de la Santa Hermandad, institución creada por los Reyes Católicos para mejorar la seguridad en los caminos. A los componentes de estas cuadrillas se les denominó cuadrilleros.
Las cuadrillas de la Santa Hermandad vestían un chaleco sobre una camisa verde. Sus actuaciones no eran lo eficaces que cabría pensar. De ahí ha llegado hasta hoy el dicho de ¡a buenas horas, mangas verdes!
La Santa Hermandad fue disuelta en 1834. Su heredera, en lo que se refiere a la seguridad de caminos y carreteras, fue la guardia civil (Real Decreto de 28 de marzo de 1844). Viendo estas fechas, nos damos cuenta que España estuvo, durante diez años, sin policía de carreteras. De todos modos, bastante tenía con terminar con la guerra carlista.
Por cierto, el guardia civil también puede escribirse todo seguido: guardiacivil. Así lo recoge el diccionario.
Parecidos razonables.
La palabra grúa deriva del latín grus, gruis, es decir, grulla. No había que tener mucha imaginación:
La cigüeña no se ha quedado atrás. Por imitación de su forma ha dado nombre al cigoñal, y de ésta al cigüeñal:
Cabreado por no estar el cebreado.
Al tratar sobre las marcas viales de las carreteras, raro es que no aparezca la palabra “cebreado”, clásica en zonas no transitables y en los pasos de peatones con prioridad. El propio Real Decreto Legislativo 6/2015, por el que se aprobó el texto refundido de la Ley sobre tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial incluye la palabra en su catálogo de señales.
Pues bien, la palabra no aparece en el diccionario, que remite a otras similares, entre las que se encuentra cabrear. En su defensa, para que el cabreo no vaya a más, hay que decir que sí que recoge la expresión “paso de cebra”.
Ande o no ande, caballo grande.
Al diccionario, en cambio, han llegado palabras de origen coloquial.
Un símbolo de ostentación entre los nuevos ricos de la posguerra española era conducir un haiga. ¿De dónde viene esta palabra tan singular?
Hay quien afirma que viene de la solicitud que estos nuevos ricos, de no tan alta cultura, hacían al concesionario de estos automóviles: “quiero el coche más grande que haiga”. No obstante parece más cierto que proviene de transcribir al español, tal como se pronuncia, el nombre de los modelos americanos de la época: «High Class“ o «High Auto“ (“High A.”).
El haiga español por excelencia fue el Barreiros Dodge Dart.
La palabra haiga figura en el diccionario, tal cual.
Atrevimiento final.
Sé que he omitido muchas palabras relacionadas con la carretera. No obstante, el hecho de que haiga haya logrado llegar al diccionario de la lengua Española me anima a proponer varias palabrejas de origen popular y local. Se trata de espurnear (habitualmente bolusas o bolisas de nieve), sunsida y tostarana.
Espero que esta propuesta llegue algún día a buen fin y pueda ver estas palabras en el santoral de nuestra lengua. De momento, me valdría con que recogiera la clotoide, la acepción carretera de caño y el cebreado.
Por cierto, lo que sí recoge es la palabra tostón, en su acepción número 7: tabarra, lata, así que voy a dejar de darla.
Solo pido que cada 11 de octubre alguien se acuerde de las carreteras.
Hace algún tiempo, escribí, un tanto a vuelapluma, un texto que algo tiene que ver:
https://nosolocarreteras.blogspot.com/2014/10/algunas-palabras-o-acepciones-usadas-en_22.html
Muy buen trabajo. Vale la pena leerlo, y a ver si esas palabras, con sus definiciones, terminan llegando al diccionario.
Muchas gracias por indicar el enlace.