Elogio de la mula
No hay que pensar mal. Aunque el diccionario de la lengua española tiene para la palabra mula varias acepciones, desde la positiva “persona fuerte y vigorosa”, pasando por otra como “mentira” o delictiva, como “contrabandista de drogas en pequeñas cantidades”, el elogio va dirigido a la mula animal, hija de yegua y burro o asno.
Durante muchos siglos, el auténtico “motor” de los transportes terrestres en España fue la mula. Las recuas de mulas cargadas fueron el principal medio de transporte de mercancías por España hasta la aparición del ferrocarril y la mejora de las carreteras, ya avanzado el siglo XIX. En los escasos caminos aptos para ruedas y en las primeras carreteras, también fueron las mulas las encargadas de arrastrar galeras, carros e incluso diligencias.
¿Por qué? En general, los arrieros prefirieron siempre la mula al caballo, fundamentalmente por su tamaño, fortaleza, resistencia, facilidad de cría y su barato mantenimiento, sin desdeñar, y quizá esto sea lo más importante, la estabilidad demostrada en terrenos abruptos y con mal firme, como eran muchas de las sendas por las que tenían que transitar. Aunque nos sorprenda, entre muchas ciudades importantes no existieron caminos carreteros hasta la segunda mitad del siglo XIX, época relativamente reciente. Además, la complicada orografía de buena parte del territorio español supuso que circular por ciertas sendas fuera difícil e incluso peligroso. La mula era más estable, más segura y menos asustadiza que el caballo.
Así nos lo describió, con su característico sentido del humor, el incansable viajero Richard Ford (entre 1830 y 1833): “Los españoles, en general, prefieren las mulas y los asnos al caballo, que es más delicado y necesita más atención y es de pie menos seguro en terrenos quebrados y escarpados. La mula representa en España el mismo papel que el camello en Oriente y tiene en su moral (junto a su acomodamiento al país) algo de común con el carácter de sus dueños: es voluntariosa y terca como ellos, tiene la misma resignación para la carga y sufre con la misma estoicidad el trabajo, la fatiga y las privaciones. La mula se ha usado siempre mucho en España y la demanda de ellas es grande”.
Unos años más tarde, en 1849-1850, Joséphine de Brinckmann se sorprendía de la inexistencia de caminos entre poblaciones de cierta importancia y exponía el valor de las mulas para el transporte cuando no existía ni siquiera un camino: “Me asombra encontrar en Ronda, población de dieciocho mil almas, una ciudad sin ningún tipo de caminos que conduzcan a ella […] una ciudad situada en una comarca excesivamente fértil, sin poder enviar más que a lomos de mulos todos sus productos a Málaga, desde donde los exportan”.
La mula hereda del burro su cabeza gruesa y corta, sus largas orejas y las pezuñas pequeñas, mientras que de la yegua adquiere su altura y su cuerpo, así como algunas de sus equinas formas. El número de mulas fue enorme en España, y su crianza alcanzó incluso a las yeguadas reales, como dejó escrito el Barón de Bourgoing en 1796: “El rey concede mucha importancia a la prosperidad de la yeguada de Aranjuez […] La yeguada de Aranjuez cuenta en este momento unas cuatrocientas yeguas y una veintena de sementales […] También hay en Aranjuez una cría de mulos, pues no se prescinde por completo de tan útiles animales, nacidos allí de trescientas hermosas yeguas, que ocho asnos sementales cubren”.
Las mulas y la ingeniería
Una vez construidas las primeras carreteras modernas (la mayor parte durante la segunda mitad del siglo XIX), y siendo la mula, todavía en esa época, el auténtico motor para el transporte de mercancías por carretera, tirando de galeras y carromatos, el esfuerzo de tracción de estos animales llegó a ser estudiado en los textos de ingeniería de caminos. Como ejemplo, valgan estas referencias de Manuel Pardo en su libro Carreteras editado en 1892:
“El peso de las mulas usadas en la tracción de vehículos pesados en España está sujeto todavía a mayores divergencias: de las observaciones recogidas se desprende que se halla comprendido entre 150 y 575 kilogramos, aun cuando lo más común es que varíe de 200 a 350, excepto las mulas destinadas al arrastre de piezas de artillería, que suelen pesar de 400 á 500 kilogramos”.
Se estudiaba la pérdida de tracción que se producía al trabajar las mulas en recua, frente a la tracción que podía ofrecer individualmente cada una: “La carga individual se reduce, en reatas que pasen de cinco mulas, a poco más de la mitad de lo que corresponderla a cada animal si tirase aisladamente” […] “Sea como fuere, el menor aprovechamiento de la fuerza, a medida que aumentan los motores, no es difícil de explicar. En primer término, cuando los animales van colocados en varias filas, tienen que vencer, no sólo las resistencias a la rodadura, sino las que oponen las guarniciones que sirven de enlace; en segundo, los motores no tiran en la misma dirección, y sus esfuerzos se destruyen parcialmente, lo que se manifiesta sobre todo en las alineaciones curvas de pequeño radio; por último, la vigilancia del mayoral o carretero no puede ser tan activa cuando ha de repartir su atención entre varios animales a la vez”.
La fuerza de tracción de las mulas, tirando de galeras y carromatos, dependía del peso de dichas mulas. En ingeniería, lo que importaba era la carga que podía arrastrar cada mula: “En España, considerando tan sólo la tracción en galeras, carros y volquetes, cabe establecer que las cargas por cada mula varían entre vez y media y cuatro veces el peso de aquella […] Como término medio general, la carga por motor viene a ser doble del peso de éste, regla usada también por el Cuerpo de Artillería”. Por su parte, el aguante de las mulas era similar al de los caballos: “A las mulas empleadas en tracción pueden aplicarse casi los mismos números que a los caballos. Cuando tiran de vehículos cargados y van al paso, trabajan sin dificultad diez horas diarias, y recorren en cada una de 3 a 4 kilómetros”.
Sus extrañas pintas.
Varios viajeros coinciden en que muchas de las mulas utilizadas para circular por sendas y caminos tenían el pelo curiosamente rapado o esquilado, ofreciendo a veces una imagen extraña, que asombraba a los extranjeros. He aquí unos testimonios de la peculiar manera de “tunear” a estos animales:
“Las mulas llevan el pelo cuidadosamente rapado o esquilado, a rayas unas veces, como las cebras y otras formando caprichosos dibujos […] La costumbre de esquilar es con objeto de que los animales estén más frescos y preservarlos de algunas afecciones cutáneas. En las provincias del Sur suelen hacer la operación los gitanos” (Richard Ford).
“Los caballos nos dejaron en Irún. En su lugar se engancharon diez mulas esquiladas hasta la mitad del cuerpo, media parte piel, media parte pelo. […] Estos animales así esquilados tienen un aspecto extraño y parecen de una delgadez horrible. Esta desnudez permite estudiar a fondo su anatomía, los huesos, los músculos y hasta las más insignificantes venas. Con su cola pelada y sus orejas puntiagudas, tienen el aspecto como si se tratase de unos ratones de un tamaño enorme” (T. Gautier, 1840).
«La mula que me habían asignado como montura estaba esquilada tan solo medio cuerpo, y eso permitía estudiar su musculatura tan cómodamente como si estuviera desollada. La silla de montar se componía de dos antas dobladas por la mitad para atenuar en la medida de lo posible el saliente de las vértebras y el corte en talud de la espina dorsal del animal. A un lado y otro de las ijadas colgaban, a manera de estribos, dos especies de cuezos de madera bastante semejantes a unas ratoneras. El arnés de la cabeza estaba tan recargado de pompones, flecos y perendengues que apenas era posible separar a través de sus mechones esparcidos el perfil arisco y ceñudo del caprichoso animal” (T. Gautier, 1840).
Los ruidosos cascabeles
Si algo caracterizaba a las recuas de mulas es que, al menos la primera del equipo, llevaba unos sonoros cascabeles, para señalar su presencia y para orientar a las que podían quedar rezagadas. Esta sonoridad, añadida a las constantes voces de los arrieros, debía producir un alboroto al paso de la recua. He aquí algunos testimonios:
“Estas acémilas van vistosamente adornadas con arreos llenos de colorines y flecos. La cabezada es de estambre, de varios colores y en ella van sujetos varios cascabeles y campanillas”. “El primero lleva una campanilla de cobre, con badajo de madera, para ir anunciando su marcha […] El portador de este sonoro instrumento es elegido por su docilidad y su destreza para escoger el camino. Los demás le siguen si le ven y si no, por el ruido de su cencerro” (R. Ford, 1830-1833).
“Abandoné estas primeras incomodidades para entrar en otras de una especie diferente, tales como la polvareda y el calor sofocante. Añádase a esto el ejército de moscas que nos perseguía y ponía a prueba nuestra paciencia. Los desniveles del terreno y el traqueteo del carro, hicieron que desease apearme en numerosas ocasiones. Tuve tiempo de aprenderme el nombre de cada mula, que nuestros muleros pronunciaban a cada instante. Sus voces, mezcladas con el sonido de una prodigiosa cantidad de campanillas y cascabeles, me causaron un dolor de cabeza espantoso” (Joseph Branet, camino de Valencia a Sagunto, 1797).
“A las nueve y media me presento en la oficina de la diligencia. La gente que allí espera, entre los bultos, tiene un aire tristón. La perspectiva de la noche que nos espera no es nada halagadora. Llega la diligencia, enganchada a sus ocho mulas cascabeleras. Una gran linterna situada sobre la cabeza del cochero hace resplandecer los collares de las mulas” (Lyonet, 1896).
Cada una con su nombre. De anónimas, nada.
Para el arriero o el mayoral de un coche de colleras, cada mula tenía su nombre propio, siempre rimbombante, faltaría más. Curiosamente, en muchas diligencias se incorporaba además un caballo, al que se despreciaba sistemáticamente. Richard Ford, hacia 1830, lo describió con mucha gracia:
“Cuando hay un mal paso se le advierte a los animales del tiro llamándoles por sus nombres y gritándoles ¡arre, arre!, alternando con ¡firme, firme! Los nombres de las mulas o caballos son siempre sonoros y de varias sílabas, acentuando la última, que siempre se alarga y se pronuncia con un énfasis particular: ¡Capitanaaa, Bandoleraaa, Generalaaaa, Valerosaaaa!, todos estos nombres los gritan a voz en cuello y, seguramente, debe ser un magnífico ejercicio para los pulmones, al mismo tiempo que útil para ahuyentar a los cuervos del campo. El tiro lleva muchas veces más de seis animales y nunca menos, predominando las hembras; generalmente suele ir un macho que hace el número siete y que se llama ‘el macho’ por antonomasia; […] invariablemente se le coloca en el sitio de más trabajo y de peor trato, lo cual merece, pues el macho es infinitamente más torpe y más vicioso que la mula”.
En los casos de un carro tirado por una sola mula, ya no era necesario distinguirla por su nombre. Eso sí, los gritos y la conversación del arriero con la mula no cesaban: “La mula de refresco ya estaba enganchada, y había que ponerse de nuevo en marcha. Gracias a los discursos elocuentes que nuestro calesero no paraba de dirigir a la mula y a las pequeñas piedras que con suma destreza le lanzaba a las orejas, íbamos a bastante buen paso. En las circunstancias difíciles la llamaba ¡vieja, revieja!, insulto que a las mulas les debe resultar particularmente sensible, sea porque siempre va acompañado de un golpe con el mango del látigo en el lomo, o porque a la mula le resultaba muy humillante ese insulto. Este epíteto, aplicado en repetidas ocasiones, nos permitió llegar a las puertas de Madrid a las cinco de la tarde” (Gautier, 1840).
Recuas de mulas y serones.
Sin apenas caminos carreteros, cuando lo único disponible era una simple senda (y a veces ni eso), los arrieros recorrían España y llegaban hasta el último lugar donde transportar mercancías gracias a sus recuas de mulas. Por otra parte, viajar con arrieros suponía cierta seguridad, motivo por el cual se buscaba su compañía o se alquilaban algunas de sus mulas. El serón, compuesto por dos cestos colgados en los laterales de la mula, fue el sistema mayoritariamente utilizado para la carga de mercancías; fue el maletero histórico, e incluso un buen recinto para llevar a menores de edad.
“Los muleros de España gozan de justo renombre. El término genérico es arriero, de su ¡arre, arre! completamente árabe, como lo son casi todos los vocablos relacionados con su arte, pues los moriscos fueron durante mucho tiempo los trajinantes en España. Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato; además, muchos de los rincones más pintorescos del país, Ronda o Granada, por ejemplo, difícilmente pueden visitarse sino a pie o a caballo. Estos hombres, que están siempre por las carreteras, arriba y abajo, son las personas que pueden proporcionar más lujo de detalles; sus animales pueden alquilarse todos, pero una reata entera no es cosa cómoda para viajar, pues siempre van uno detrás de otro” (R. Ford, 1830-1833).
A los viajeros extranjeros que llegaron a España a partir del siglo XIX les asombraba la habilidad de los arrieros para cargar las mulas, manteniendo siempre el debido equilibrio de cargas. No les faltaba ni la guitarra, antecedente de los actuales autorradios…
“El arriero va a pie junto a sus burros o montado en uno encima de la carga, con las piernas colgando junto al cuello, postura que no es tan incómoda como a primera vista puede creerse. Una escopeta vieja, pero que aún sirve, va colgada junto a él y con ella, muchas veces, una guitarra […] Van muy cargados, pero científicamente, si así puede decirse. La carga de cada uno se divide en tres partes; una colgando a cada lado del lomo y otra en medio. Si no está bien equilibrado el peso, el arriero lo descarga o lo arregla, añadiendo una piedra a la parte más ligera, compensándose el aumento de peso que esto supone con la comodidad que representa el llevar una carga igual” (R. Ford, 1830-1833).
Los arrieros más conocidos fueron los maragatos, que dominaron el transporte de mercancías en el centro y el oeste de la Península. Eran conocidos por sus peculiares trajes, su profesionalidad y sus excelentes mulas. Eran los más caros, pero a veces compensaba pagar más con tal de tener la seguridad de que la mercancía llegaría a su destino, cuestión nada baladí en aquellos tiempos.
“Los maragatos ocupan un lugar preferente en los caminos: son los dueños de la carretera por ser el alma del comercio en un país donde las mulas y los burros constituyen los trenes de mercancías. Saben su importancia, y que ellos son la regla general, y la excepción, los viajeros por placer. Los arrieros españoles no son mucho más corteses que sus caballerías, y aunque resulta pintoresco, no es muy divertido encontrarse con una recua de éstas en un camino estrecho, especialmente si se tiene un precipicio a un lado. Los maragatos no ceden el camino; sus caballerías no se mueven de su sitio y como la carga sobresale a uno y otro lado, igual que los remos de un barco, ocupan toda la vereda” (R. Ford, 1830-1833).
En los viajes largos era necesario descansar de vez en cuando, para no sobrecargar a las mulas con tanto esfuerzo. Así nos lo contó Townsend en 1786: “Es costumbre, en los largos viajes, el dar a las mulas un día de descanso en medio del camino. Felizmente para mí, el que ese día de parada fue en Zaragoza, que se encuentra a cincuenta leguas del camino de Barcelona y a cincuenta y dos de Madrid”.
En litera, también gracias a las mulas.
Una modalidad para viajar sentado o acostado por sendas o caminos de herradura fue la litera de viaje, que era una cabina o caja de coche apoyada en sendos largueros que colgaban de dos mulas ubicadas una delante y otra detrás. La litera de viaje solamente era asequible para las clases pudientes. En el recuerdo queda el viaje de Carlos I al monasterio de Yuste.
Las mulas también tiraban de las diligencias.
Tiradas las de mayor tamaño por ocho o más mulas, las diligencias ofrecían un servicio regular entre poblaciones, aunque hubo que esperar hasta el siglo XIX, cuando por fin se dispuso de carreteras modernas.
Muchas diligencias tenían la estructura de un coche de colleras, con tiros largos, lo que a muchos viajeros les daba la impresión de cierto descontrol por estar alejado el coche de la recua de mulas o caballos. Los “tiros largos” se consideraban relacionados con coches elegantes, derivando en la actual expresión “ir de tiros largos”, que significa vestir de gala o hacerlo con lujo y esmero. Ahora bien, cuando se trataba de una diligencia o coche de colleras con seis u ocho mulas, atadas entre sí por unas simples cuerdas bastante largas, la sensación del viajero era de miedo.
“Aparejar los seis animales es una operación difícil; primeramente se colocan todos los arreos en el suelo y luego va llevándose cada mula o caballo a su sitio y poniéndole los arneses correspondientes. La salida es una cosa muy importante, y como ocurre con nuestros correos, atrae a todos los desocupados de los alrededores. Cuando el tiro está enganchado, el mayoral toma todo el manejo de riendas en sus manos, el zagal se llena de piedras la faja, y los mozos de la venta enarbolan sus estacas; a una señal convenida cae sobre el tiro una lluvia de palos, silbidos y juramentos que le hacen arrancar y, una vez en movimiento, sigue adelante balanceando el coche sobre rodadas tan profundas como los perjuicios de la rutina, con su lanza, que sube y baja como un barco en un mar revuelto, y continúa con un paso vivo, haciendo unas veinticinco o treinta millas diarias” […] El zagal “va corriendo al lado del coche, coge piedras para tirarlas a las mulas, ata y desata nudos y derrocha un caudal de resuellos y juramentos desde que emprende el trabajo hasta que lo deja […] Alguna vez se le permite que suba al pescante y se siente junto al mayoral” (R. FORD, 1830-1833).
Realmente, ver a las mulas atadas con simples cuerdas entre sí y a la lanza del coche de colleras debió asustar a cualquiera. No fue para menos el caso del Barón de Bourgoing en 1777: “Es un carruaje más sólido que cómodo, arrastrado por seis mulas que no tienen más freno ni más acicate que la voz de sus conductores. Viéndolas unidas entre sí y la lanza del coche con simples cuerdas, vagar como a la ventura por los tortuosos caminos de la Península, el viajero se cree abandonado en manos de la Providencia, pero al menos asomo de peligro un grito del mayoral basta para contener y dirigir a los dóciles animales. Si disminuyen su ardor, el zagal –lo que nosotros llamamos postillón- se apea de la vara, donde va sentado, los anima a voces y latigazos, corre a su vera durante un rato y vuelve a su sitio hasta nueva coyuntura. Esta continua vigilancia tranquiliza pronto al viajero, aun cuando persiste el asombro ante el hecho de que tan arriesgada manera de viajar no dé ocasión a más frecuentes desgracias”.
Presencia de mulas en las obras de carreteras.
Las mulas fueron muy utilizadas en las obras de carreteras, incluso hasta mediados del siglo XX, cuando la mecanización alcanzó por fin de lleno a estos trabajos. Ya lo comentaba Espinosa en 1855: “Muchas veces se emplean en el transporte de tierras las recuas de caballerías menores o mayores, bien sea para sustituir a los carros o en combinación con ellos. El empleo de recuas ofrece ciertas ventajas, particularmente las que se componen de caballerías menores, por la mayor facilidad que tienen en las obras para transitar por los desmontes y terraplenes, subir por los escarpes y vencer los obstáculos que no sería fácil con los carros”. El texto deja clara la habilidad y la fortaleza de las mulas en este tipo de trabajos.
Espinosa habla del transporte de tierras, que en cierto modo se minimizó todo lo que se pudo en el siglo XIX a base de trazar las carreteras, casi siempre que se podía, con perfiles transversales a media ladera, de modo que lo excavado en un lado se extendía en el otro y se evitaba el transporte. Dicho transporte de tierras era carísimo y se evitó siempre que fue posible, huyendo de construir terraplenes o desmontes en trinchera. Aún así, el animal para trabajar en las obras fue casi siempre la mula, pues quiérase o no, se necesitaba transportar cargas (sillares, dovelas, cargas de piedra, etc.). A título de ejemplo, en un tramo de la actual N-232a próximo a Monroyo (Teruel), trabajaban a mediados del siglo XIX un total de 1434 peones, además de siete canteros, setenta capataces y varios oficios más. Pues bien, para este ejército disponía de seis carros y nueve acémilas, obviamente para transportes auxiliares.
Desagradecidos: los portazgos del siglo XIX.
A mediados del siglo XIX, conforme se fueron construyendo las carreteras en España, se impusieron portazgos (peajes) en los tramos terminados. El Estado utilizó las tarifas de precios de los portazgos para llevar a cabo su política de transportes y se propuso aprovechar esa circunstancia para fomentar la cría caballar, de manera que la tarifa fuera más cara si se utilizaban mulas que si se llevaban caballos. Fue una forma poco digna de intentar acabar con el animal que históricamente había trabajado más para facilitar el transporte de personas y de mercancías en la invertebrada España. Fuimos muy desagradecidos…
En esa época, un ilustre ingeniero de caminos del siglo XIX, Lucio del Valle, fue un enemigo declarado de las mulas, al menos así lo expresó tratando sobre los portazgos en 1849: “De intento hemos dejado para lo último la influencia benéfica que los establecimientos que nos ocupan ejercen para que se destierre esa raza de animales, proscrita en todos los países y que existe en España para vergüenza de nuestros ganaderos. Inútil es decir que hablamos del ganado mular, casta maldita hasta por la naturaleza misma, que la ha condenado a la esterilidad, y que afortunadamente ha llamado ya la atención del gobierno, que dirige sus miras al fomento y progreso de la cría caballar, al fomento y progreso de ese importante ramo de la economía rural y política […] Con los aranceles de los portazgos por el contrario, lo que se hace no es premiar, si se quiere, pero sí castigar el uso de la proscrita raza, imponiéndola mas derechos que al ganado caballar, castigo que equivale, sin duda, a un premio para el segundo y que es a nuestro juicio de muy buenos resultados, si se atiende a la clase de gente a que principalmente se destina y a que puede dársele mucha mayor extensión, es decir, a que con él se aumenta sobremanera el número de los premiados o dejados de castigar. Este castigo, pues, en el momento en que en España se formase un criadero de caballos de tiro, criadero utilísimo en verdad, contribuiría eficazmente a que se propagase más y más tan importante casta”.
Mulas de vapor…
Quien realmente terminó con las mulas fue el desarrollo de vehículos y máquinas con motor. Curiosamente, una popular medida de potencia se denomina caballo de vapor, que se define en el sistema métrico como la potencia necesaria para levantar un peso de 75 kilogramos a 1 m de altura en 1 segundo. Equivale a 735 vatios. Ni qué decir tiene que si el desarrollo de la investigación física hubiera tenido lugar en España, hoy se denominaría “mula de vapor”.
De momento, en la imaginación popular la mula es sinónimo de terquerdad. Así rezan los dichos “Cuando la mula es mula, aunque la carguen de santos” o “es más terco que una mula”. En ese sentido queda mejor parada que sus progenitores masculinos (asnos y burros), cuya mención es directamente equiparable a un insulto cuando se aplica a alguna persona. Para remachar más, sinónimos oficiales de asno y burro son bruto y zoquete…
El español no debe olvidar el buen servicio que miles de mulas han prestado durante siglos. En el fondo se les quiere: “Quien a mula hace mal, es más bestia que el animal” o “A la mula, con halago. Al caballo, con palo”. Incluso, una de las acepciones de mula es un calzado papal, nada menos, y puestos a entrar en esos asuntos, no deja de ser simbólico que los acompañantes en el portal de Belén fueran una mula y un buey, ambos muy utilizados como animales del tiro (los bueyes solían acompañar a las mulas en el tiro de carromatos subiendo puertos de montaña).
Aunque, como siempre sucede, más vale no enfadar al animal: “Y, apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la mula, que en efeto era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dio dos coces en el aire, que a darlas en el pecho de maese Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida de don Quijote” (Miguel de Cervantes).