La construcción de carreteras con trabajadores forzados.
Presidios de obras públicas en los siglos XIX y XX.
El 30 de diciembre de 1803 se suprimió la Escuadra de Galeras. Para ocupar a los presos en trabajos forzados, aquellos fueron destinados a arsenales y a presidios del norte de África y a partir de 1807 también a la construcción de obras públicas.
La condena de privación de libertad mediante el ingreso en una prisión es relativamente reciente.
Hasta bien entrado el siglo XIX, las condenas habituales eran la pena de muerte, los castigos corporales y la pena de galeras o de trabajo en las minas. En España fue habitual conmutar la pena de muerte por la de galeras, ya que la utilidad de los presos remando era mucho más alta que su eliminación.
Tradicionalmente, las pequeñas cárceles municipales retenían a los presos hasta su juicio. Eran una especie de prisión preventiva. Sin perjuicio del tiempo que dichos presos podían pasar esperando la resolución de su caso, la pena de cárcel no era lo habitual. Hubo excepciones, como son los casos de retención de deudores, de delitos menores o de las penas de reclusión que se imponían a rivales políticos y a religiosos, si bien estos últimos solían estar recluidos en monasterios.
Durante los siglos XVII y XVIII se construyeron numerosas casas consistoriales de nueva planta. En muchos de estos edificios se incluyeron locales para diversos usos, incluyendo unos pequeños recintos, generalmente oscuros y sin ventilación, para servir como cárcel municipal donde poder encerrar, como se ha dicho, a los detenidos que esperaban su condena. Muchos de estos recintos han llegado hasta nuestros días y son expuestos como atractivo cultural o turístico. Un ejemplo de cárceles municipales muy bien conservadas son las de la comarca del Matarraña, en la provincia de Teruel.
El fin de la pena de galeras y la búsqueda de nuevos destinos para los presos.
La pena de galeras se estableció en 1530 y fue abolida por Real Orden de 30 de diciembre de 1803 (anteriormente lo había estado durante unos años, entre 1748 y 1784). El Estado se encontró con la necesidad de que esa chusma (así se denominaba al “conjunto de galeotes que servían en las galeras reales”, según el diccionario) tuviera otro destino. El simple encierro en las cárceles no era rentable, pero tampoco posible, ya que la capacidad de estos recintos era escasa.
Ya en 1749, después de suprimirse por primera vez la Escuadra de Galeras, se ordenó que los reos condenados a remar pasaran a trabajar en las minas de Almadén o en los presidios de África. En estos presidios de África, los reos se dedicaban a fortalecer murallas, baterías y reductos y a trabajos de urbanización y saneamiento.
En 1771 se añadió el trabajo forzado en los arsenales de Ferrol, Cádiz y Cartagena. Una Real Ordenanza de 1804 fue pionera en la regulación de los trabajos en los presidios de arsenales.
Con estos antecedentes, cuando se suprimió definitivamente la Escuadra de Galeras en 1803 se retomaron esos destinos.
El 1 de mayo de 1807 se aprobó el Reglamento General de Presidios Peninsulares (con castigos más duros que los de la ordenanza de 1804). Incluyó también los trabajos en carreteras y en otras obras públicas. Fue el punto de partida de los denominados “presidios de Obras Públicas”.
Conviene mencionar que el primer Código Penal español fue decretado por las Cortes el 8 de junio de 1822 y promulgado el 9 de julio del mismo año, una vez sancionado por Fernando VII (muy a su pesar). Teóricamente inició su vigencia el 1 de enero de 1823, pero ni siquiera fue publicado. Redactado durante el trienio liberal, establecía el principio de legalidad de los delitos y las penas correspondientes. Una vez restaurado el gobierno absoluto, después de la entrada en España de los “cien mil hijos de San Luis”, el rey decretó el 1 de octubre de 1823 su anulación.
Este primer Código Penal imponía para ciertos delitos la pena de trabajos forzosos en las obras públicas. A pesar del vacío legal causado por no haber sido publicado, algunos presos fueron condenados explícitamente a estos trabajos en el corto periodo de vigencia del Código y la Administración se interesó por los diseños de las casernas o edificios para albergar a estos penados.
En 1848 fue aprobado (y publicado) un nuevo Código Civil, que fue modificado en 1850 pero sin variar lo relativo a los trabajos en obras públicas. El artículo 95 establecía que “la pena temporal se sufrirá en uno de los arsenales de marina o en obras de fortificación, caminos y canales, dentro de la península o islas adyacentes”. En realidad, el Código bendijo una vez más este tipo de trabajos para los reos.
La disparidad de normas relacionadas con los presidios se intentó remediar por la Real Ordenanza General de los Presidios del Reino, de 14 de abril de 1834. Se trató de un texto muy extenso, en el que se organizó el sistema y se establecieron competencias y normas del régimen económico y penitenciario.
La ordenanza definió tres clases de presidios, en función de la condena: los depósitos correccionales, para condenados a dos años o menos por vía de corrección; los presidios peninsulares, para los condenados a penas de más de dos años y hasta ocho inclusive, y los presidios de África, para los condenados a más de ocho años.
La vida de los presos destinados a la construcción de carreteras en el siglo XIX.
La ordenanza de 1834 (completada por una Real Orden de 2 de marzo de 1843) es muy interesante y permite analizar la vida diaria y el trabajo de los condenados a construir carreteras.
Los trabajos en los caminos, canales y arsenales se destinaban a los confinados a los presidios peninsulares, es decir, a los condenados a penas de más de dos años, hasta ocho inclusive.
Los presidios dependían de la Secretaría de Estado y del Despacho de Fomento. No obstante, en su régimen interior estaban sujetos a la disciplina militar. La mezcla entre lo civil y lo militar en los trabajos en carreteras provocó el descontento de algún ingeniero de la época.
La mala vida de los condenados comenzaba con su conducción hasta su destino. “Las conducciones se harán por tránsitos de Justicia en Justicia”. Cada tránsito regular era de unas tres leguas, hasta llegar al pueblo que estuviera más próximo al final de la jornada.
Una vez en el establecimiento presidial, los penados se dividían en brigadas de cien hombres, mandados por un capataz, que normalmente era un sargento retirado del Ejército o de la Armada. Cada brigada se subdividía en cuatro escuadras de 25 reos cada una, mandadas por un cabo de vara que a su vez tenía otro auxiliar. Los cabos de vara, o de varas, eran presos con buen comportamiento, elegidos para controlar el trabajo de otros; se denominaban así porque llevaban una vara.
El vestuario de cada presidiario se componía de chaqueta, pantalón, gorro de paño, dos camisas y alpargatas. Los cabos de vara vestían igual, pero llevaban dos galones de estambre encarnado en el brazo derecho. La ordenanza indicaba que “los vestidos se harán anchos para que los confinados puedan trabajar con desahogo”. A pesar del trabajo forzado diario en condiciones muy duras, bajo el sol y en determinadas zonas con altas temperaturas, la muda de las camisas de los penados se efectuaba cada domingo.
Todas las mañanas, los capataces abrían los dormitorios y ordenaban salir al patio a los presidiarios. Los cabos de vara procedían entonces a “reconocer las chavetas, cadenas, grilletes, ramales y demás hierros de cada individuo para cerciorarse de su seguridad”. Una vez contados por el capataz, se pasaba revista “con riguroso registro personal, cuidando de que se laven las manos y la cara y que se peinen y aseen diariamente”, mientras los cabos de vara revisaban “las camas, petates, líos de ropa y demás efectos que hubiere, así como todos los puntos en que pueda ocultarse algún arma o herramienta”. Concluido esto, los presos entraban al dormitorio, levantaban las camas y sacaban los petates al patio. Ya estaban listos para desplazarse al lugar de trabajo.
A pesar de esa preocupación por la higiene personal, la “cuadra” (así se denominaba al dormitorio común) debía tener unas condiciones poco saludables al estar habitada por tantos reclusos.
“Los dormitorios deberán ser unas cuadras largas, espaciosas, elevadas, y si es posible de bóveda con ventanas altas y rejas, que den luz y ventilación. Los tablados estarán corridos a derecha e izquierda, y con las tablas encajadas de modo que solo puedan sacarse cuando se disponga para limpiarlos […] Serán bastante anchos para que los confinados puedan acostarse con comodidad, y en el centro de la cuadra quedará entre uno y otro orden de tablados una calle para el cómodo y libre tránsito. A la altura de vara y media sobre los tablados habrá en la pared una línea de estacas bien clavadas, para que los presidiarios cuelguen sus petates los días que no permita el tiempo tenerlos en el patio”.
Bajo las órdenes del capataz, la cuerda de presos se ponía en camino. “El capataz se colocará a la inmediación de los que parezcan más díscolos, para estar pronto a cortar todo exceso” y procurará “conocer las relaciones de los presidiarios en el país, los sujetos que los visitan o salen al encuentro con frecuencia y demás datos que puedan indicar sus intenciones y conducta”.
De la manutención diaria se hacía cargo el Estado, cuyo coste se descontaba de la cuantía diaria que se asignaba a los presos: “Desde que un presidiario entra en presidio disfrutará una ración de veinticuatro onzas de pan de munición, y treinta y dos maravedís diarios de socorro, de los cuales pondrá seis cuartos en rancho, y le quedarán dos para sobras, que percibirá los domingos y jueves de cada semana”. En algunas obras, como por ejemplo en la carretera de las Cabrillas, se les suministraba también una sopa al comenzar cada día de trabajo.
Los presos trabajaban prácticamente de sol a sol, si bien se tenía en cuenta la necesidad de terminar antes de que se hiciera de noche, para poder regresar a sus dormitorios desde el lugar de las obras. Llevaban siempre una cadena al pie pendiente de la cintura o asida a la de otro penado y se les encargaban los trabajos más duros y penosos.
Los castigos aplicados en casos de falta de disciplina iban desde el encierro en el calabozo, la privación de comida temporal (no interesaba que los presos se debilitaran mucho) y los palos y azotes. “Para los que abusen con palabras o gestos indecentes se podrá usar de la mordaza o argolla en público en el patio del cuartel, de modo que sea visto, pero no mofado, por los demás de su clase”. Finalmente, en los casos de faltas muy graves, se amenazaba con trasladarlos a presidios de África, donde iban destinados los presos con mayores condenas.
Carreteras.
Los presidios de obras públicas se dedicaron a múltiples tareas de construcción. Como ejemplo, cabe destacar las obras de las fortificaciones de Santoña, el Canal de Isabel II, el puerto de Tarragona y, por supuesto, muchos tramos de carreteras.
En varios tramos de carreteras que se estaban construyendo a mediados del siglo XIX trabajaron penados. Es el ejemplo de los tramos de las Cabrillas, Ávila-Salamanca, Bonanza-Puerto de Santa María, Córdoba-Antequera, Granada-Motril, Logroño-Calahorra, Palencia-Magaz de Pisuerga, Soria-Logroño y Valladolid-Olmedo.
De todos estos tramos, los trabajos en la carretera de las Cabrillas y en la de Granada a Motril están muy bien descritos en diversos textos, que detallan los problemas habituales que se sufrían por falta de fondos para mantener a los presidiarios y los derivados de la situación política española, en especial durante las guerras carlistas y otros periodos de inestabilidad.
“Nada de particular aconteció en el año de 1848; el presidio constaba de 185 plazas útiles, y si se exceptúa el que no salió a los trabajos en 4 de septiembre por haber aparecido en la inmediación de la carretera una partida de latro-facciosos, todo lo demás se sujetó a la marcha habitual e invariable” (José María Aguirre, Revista de Obras Públicas, 1853). Por el contrario, Lucio del Valle destacó el escaso número de fugas en la construcción de la carretera de las Cabrillas y que no hubo ningún motín, a pesar de acercarse a las casernas «grupos facciosos».
El número de penados varió mucho, incluso durante la construcción de una misma carretera. A título de ejemplo, en la de Granada a Motril se llegó a sobrepasar la cantidad de 1.000 presos trabajando y en el paso de las Cabrillas los 1.200 hombres en la década de 1840. No obstante, las incidencias eran numerosas: “No transcurrían quince días sin reclamar fondos, y que siquiera se reemplazasen las bajas que experimentaban las brigadas por cumplidos, enfermos y trasladados […] En 5 de marzo se mandó venir a la capital parte de la escolta, por lo que seis brigadas estuvieron paradas veinte días” (José María Aguirre, ROP. Carretera de Granada a Motril).
El principal problema era dónde alojar con seguridad a toda esta población de penados. En algunos casos se construyeron casernas, en otros muchos casos se recurrió al alquiler de locales y en alguna ocasión se pudo aprovechar la cercanía de algún castillo o establecimiento militar.
Por ejemplo, para la construcción del puente sobre el río Cabriel, en la carretera de las Cabrillas, se construyó una caserna próxima al lugar de las obras, pero también se alquiló una posada en Villagordo del Cabriel y una cuadra en Contreras. La construcción de esta carretera comenzó en 1825, con presos del correccional de Valencia, que en un primer momento fueron alojados en el castillo de Buñol.
“Frecuentes contrariedades venían a ocupar la atención del ingeniero. Ya se le exigían los arrendamientos de los cuarteles de la tropa, ya se paralizaba la construcción de pabellones o se presentaban obstáculos en la ocupación de edificios particulares para alojar los confinados en los puntos convenientes, ya se le entorpecía la corta de la leña para carbón, ya en fin, se le ataban las manos para obrar en todos sentidos, supuesto se le escaseaban los fondos” (José María Aguirre, ROP, carretera de Granada a Motril).
La opinión de los ingenieros.
Se discutió mucho acerca de la conveniencia o no de utilizar presos en las obras públicas, y no solo desde el aspecto moral (ya que los presos estaban expuestos a la vista de todos). En general, la visión de los ingenieros de la época fue meramente económica y giró todo en torno a la rentabilidad de este tipo de trabajos.
En la Revista de Obras Públicas aparecieron varios artículos, destacando los de Lucio del Valle y Ramón del Pino. Ambos ingenieros dirigieron en algún momento la construcción de la carretera de las Cabrillas.
Lucio del Valle llegó a calcular con detalle los costes de la construcción de una carretera con presos y los comparó con los derivados de la construcción con trabajadores libres. Gracias a su estudio podemos conocer unos detalles interesantes acerca de la organización de los trabajos.
Estimó Lucio del Valle que del 2% al 2,5% de los presos solían estar enfermos. Entre los presos restantes no se podía contar con ordenanzas, cuarteleros, aguadores, rancheros, enfermeros (en total, un 4,7%) y cabos de vara (un 8%, ya que había dos por cada escuadra). Quedaban para trabajar un 5,8% de obreros (con algún tipo de especialidad) y un 79,2% de braceros. Con estos datos de partida calculó los costes y su conclusión fue que era rentable trabajar con confinados, siempre que la obra necesitara muchos braceros y durara mucho, para poder amortizar los costes fijos.
Para Ramón del Pino el sistema tenía una serie de ventajas: por una parte, los presos garantizaban la continuidad de las obras durante todo el año. Hay que tener en cuenta que en muchas zonas poco pobladas de España era difícil encontrar semejante número de trabajadores, que además abandonaban este tipo de trabajos en la época estival, para dedicarse a las tareas del campo.
Por otra parte, consideraba que en contra de lo que pudiera parecer, el trabajo de los penados ofrecía mayor calidad, ya que cada uno de ellos ejecutaba la misma tarea durante años, de una forma repetitiva. Concluía del mismo modo que Lucio del Valle, afirmando que el sistema era ideal para trabajos duros y duraderos pero, eso sí, concentrados. De hecho, en los puentes sobre el río Cabriel y sobre el Júcar trabajaron confinados.
Sin embargo, no todo eran ventajas. Ya se ha dicho que los penados no apuraban trabajando todas las horas diurnas, pues debían regresar a sus cuarteles antes del anochecer. Por otra parte, llevaban cadenas, que limitaban la productividad y hacían más penoso el trabajo. Finalmente, no cabía la elección de los mejores braceros, como en el mercado libre, pues había que trabajar con los penados que entregaba la justicia, algunos de ellos más débiles o torpes que los jornaleros libres.
En cuanto a los presos, algunos de ellos aprendían un oficio durante el periodo de su condena. Lucio del Valle basaba todo el sistema en el orden y disciplina, la instrucción (aprendizaje de un oficio) y el trabajo.
El fin de la pena de trabajos en obras públicas en el siglo XIX.
El Código Civil de 17 de junio de 1870 sustituyó al de 1850. Ya no estableció penas de trabajos en obras públicas. Los penados debían trabajar, pero en el centro penitenciario.
Solo hubo una excepción, el trabajo en los presidios del norte de África.
Corregido y aumentado. El siglo XX.
No duró mucho el periodo sin presos trabajando en obras públicas. El 20 de noviembre de 1911 se aprobó un Real Decreto por el que se volvieron a crear destacamentos penales para trabajar en estos menesteres.
En el preámbulo se criticó el sistema de trabajo en las propias cárceles por no haber dado los “resultados apetecidos”. Para los legisladores de la época, el trabajo forzado era consustancial con la tradición y con el espíritu legal: “tanto nuestras tradiciones, como la letra y espíritu de nuestra legislación punitiva, de antiguo se inspiraron en el pensamiento de hacer trabajar al penado; orientación acertada que en toda reforma de esta índole se debe seguir, porque no solo es beneficiosa a los que extinguen condena por la acción saludable que reciben, sino también al Estado por las ventajas económicas que obtiene y a la sociedad por las obras que la actividad de los penados realiza y por la virtud regeneradora de una labor útil y continua”. La acción saludable a la que se refiere el texto debía ser la lucha contra la tuberculosis, muy extendida en los lúgubres espacios carcelarios de los que no salían los reos ni siquiera para trabajar. De ahí que se defendiera volver a los trabajos al aire libre y el de las obras públicas era idóneo.
Volvió a surgir el problema de las instalaciones necesarias para alojar a los penados. En este caso se propugnaba por instalaciones muy baratas, sin exagerar las condiciones de seguridad, pues se trataba de presos con periodo avanzado en el cumplimiento de sus condenas.
Durante la II República se suprimió de nuevo el trabajo en obras públicas.
Tristemente, duró poco esa supresión y el renacimiento del sistema fue muy doloroso, pues los protagonistas no solo fueron los presos comunes, sino también gran número de prisioneros de guerra y de presos políticos.
Por una parte, en plena guerra civil de 1936-1939 el gobierno de la República promulgó (el 26 de diciembre de 1936) un decreto por el que se crearon campos de trabajo para los condenados por delitos de rebelión, sedición o desafección al régimen.
No se quedó a la zaga el gobierno de la denominada zona nacional. El 28 de mayo de 1937 se aprobó el Decreto nº 281, que disfrazó los trabajos forzados bajo el manto del derecho al trabajo: “se concede el derecho al trabajo a los prisioneros de guerra y presos por delitos no comunes”; “aquellos prisioneros y presos podrán trabajar como peones…”, y se implantó un régimen de remuneración similar al del siglo XIX: “Cobrarán en concepto de jornales, mientras trabajen como peones, la cantidad de dos pesetas al día, de las que se reservará una peseta con cincuenta céntimos para manutención del interesado, entregándosele los cincuenta céntimos restantes al terminar la semana. Este jornal será de cuatro pesetas diarias si el interesado tuviere mujer que viva en la zona nacional sin bienes propios o medios de vida y aumentado en una peseta más por cada hijo menor de quince años que viviere en la propia zona, sin que en ningún caso pueda exceder dicho salario del jornal medio de un bracero en la localidad”.
A partir de 1938 surgió el concepto de la “redención de las penas por el trabajo”, que sería ampliamente aplicado en la posguerra.
Terminada la guerra, por ley de 8 de septiembre de 1939 se crearon las Colonias Penitenciarias Militarizadas, cuya finalidad fundamental fue la construcción de obras hidráulicas y de regadío. Llegó hasta 1960.
Por otra parte, la Orden de 14 de noviembre de 1939 anunciaba en su justificación que “en adelante, todo penado habrá de trabajar y aprender un oficio, si no lo sabe, para redimir su culpa, adquirir mediante el trabajo hábitos de vida honesta que le preserven de ulteriores caídas, contribuir a la prosperidad de la Patria, ayudar a su familia y librar al Estado de la carga de su mantenimiento en la Prisión”.
Nacieron así los talleres penitenciarios y los destacamentos penales para la realización de trabajos agrícolas, mineros, en trabajos de reconstrucción y en obras públicas. Estos presos trabajaron para el Estado, las Diputaciones Provinciales, ayuntamientos y en muchas ocasiones para empresas. En 1944 se hizo extensivo a los presos comunes el sistema de redención de penas mediante el trabajo.
En general, los destacamentos acogieron entre 30 y 400 presos, que solían ser alojados en barracones construidos a pie de obra o en prisiones próximas.
“El proceso de creación de un destacamento podría haber sido, en muchos casos, más o menos de la siguiente manera: el Ministerio de Obras Públicas sacaba a concurso la realización de una obra; las empresas que obtenían la licencia solicitaban al Presidente del Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo la concesión de reclusos para los trabajos; el Patronato estudiaba la solicitud y si esta se resolvía positivamente, exponía las condiciones de la concesión: alojamiento, alimentación y jornal a cargo de la entidad privada, vigilancia e inspección de destacamentos penales a cuenta de la Dirección General de Prisiones” (“El trabajo forzado en el franquismo”; Alicia Quintero Maqua).
El mayor número de destacamentos y de presos trabajando se registró en los años 1943 y 1944, con más de 120 destacamentos que ocupaban a más del 15% de la población reclusa total (que en esos años era altísima).
Algunos de estos destacamentos penales se dedicaron a la construcción de carreteras. Según las Memorias anuales de la Dirección General de Prisiones, hubo presos trabajando en obras de puentes (Barcelona, Gerona, Palencia, Toledo), en el puerto de Contreras de la carretera de Madrid a Valencia (este tramo de carretera parece abonado a que en él trabajen presos) y en carreteras de Huesca (Bisaurri, Benasque, Castejón de Monegros, Lascuarre y Canfranc), Navarra, Guipúzcoa (Gurutze-Erlaitz, Oiartzun, etc.) o Mallorca (Banys de Sant Joan), por ejemplo.
Epílogo.
“Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados” (Artículo 25 de la Constitución Española de 1978).
Pues eso. Que dure.