La cuesta cuesta.
Rampas y pendientes en carreteras.
A nivel técnico, una rampa es la “inclinación de una rasante ascendente en el sentido de avance”, mientras que una pendiente es la “inclinación de una rasante descendente en el sentido de avance”.
Es necesario matizarlo porque en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define la rampa como un “plano inclinado dispuesto para subir o bajar por él” e incluso añade una acepción que la define como “terreno en pendiente”. Está claro que el léxico de la ingeniería no ha llegado todavía al templo lingüístico.


Cuidado con las pendientes.
En el museo de carreteras de Teruel se expone una maqueta que permite modificar la inclinación de un camino, para que los visitantes se hagan una idea del esfuerzo que puede suponer ascender con un carro cargado una cuesta. Las rampas que se pueden representar varían entre un 2% y un 30%.

Subir las cuestas con tracción animal era un auténtico suplicio, pero lo que de verdad condicionaba la marcha eran los descensos con fuerte inclinación, momento en el que los animales tenían que esforzarse al máximo para retener el vehículo de transporte, ayudados por galgas, zapatas o plancha. En los descensos se añadía el riesgo de sufrir un grave accidente si no se conseguía retener el vehículo lo suficiente. De hecho, en los cálculos sobre inclinaciones máximas que figuran en los textos técnicos de los ingenieros del siglo XIX se incidía en las pendientes, más que en las rampas.
Anteriormente a la construcción de las primeras carreteras modernas, un sistema potente de frenado consistía en atar las ruedas de la galera o del carro. Era una solución drástica, que dañaba el escaso firme de los caminos. Por ese motivo, ya en 1781 se dictaron las “Ordenanzas para la conservación de nuevos caminos y plantíos de árboles laterales a ellos”, que incluyeron entre las acciones que eran objeto de sanción la de “arrastrar madera o llevar las ruedas atadas”.
Los sistemas de frenado existentes a finales del siglo XIX los resumió de este modo Manuel Pardo, en su libro “Carreteras”:
“El freno más común en los carros ordinarios es la galga, que consiste en un palo fuerte, que se aprieta contra la parte inferior de uno de los cubos por medio de ligaduras de cuerdas, consiguiendo así dificultar o evitar la rodadura; defiéndese a veces las ruedas del roce de las galgas con un aro metálico embutido de pinas.
Los carruajes de camino y muchos particulares llevan el torno, que consta de dos zapatas de hierro o madera, unidas por un travesaño, que puede ser también de los dos materiales indicados, y que por un sencillo mecanismo de palancas que se maneja desde el pescante, se aplican a las llantas, oprimiéndolas lo que convenga.
Por último, el freno más poderoso es la pancha, pieza de hierro que se coloca debajo de una de las ruedas, y que convierte por completo la rodadura en resbalamiento; este sistema tiene el inconveniente de que no permite la aplicación gradual como los anteriores, así que solo se utiliza para la bajada de pendientes de inclinación excepcional”.


¿Cuál era la inclinación máxima que se podía admitir?
Es necesario distinguir inicialmente entre sendas y caminos de rueda.
Por las primeras circulaban peatones o recuas de animales cargados. En estos casos el porcentaje de inclinación podía ser elevado, aunque fuera penoso el ascenso y peligroso el descenso. El animal de carga más utilizado en España fue la mula (cruce entre una yegua y un burro o asno). En general, los arrieros las prefirieron por su tamaño, fortaleza, resistencia y facilidad de cría, sin desdeñar la estabilidad demostrada en terrenos abruptos y con mal firme, como eran muchas de las sendas por las que debían transitar.
Muy distinto era el caso de los caminos de rueda, que requerían una anchura suficiente, un firme adecuado y unas rampas y pendientes limitadas que permitieran la circulación de vehículos de transporte. En muchas ocasiones, los viejos caminos reales no tenían ninguno de esos tres requisitos. En estos casos también había que distinguir entre galeras (carros pesados para el transporte de cargas y mercancías) y carruajes para el transporte de viajeros. Los animales que arrastraban las primeras solían circular al paso, mientras que con diligencias y carruajes lo hacían al trote.
Centrándonos en los caminos de rueda y en las carreteras debemos comenzar, como suele suceder, con las calzadas romanas.
Los romanos construyeron auténticas carreteras, con todo lo que eso significa. Eran calzadas destinadas también al transporte de mercancías, a veces con cargas pesadas para la época, y para el desplazamiento rápido de personas. Por ello, supieron integrar perfectamente el trazado en planta con un buen trazado en alzado. Así lo expone Isaac Moreno Gallo en su imprescindible libro “Vias Romanas”:
“Hay que acordar con los técnicos que han estudiado este asunto que la pendiente máxima que se aplicaba como norma en las carreteras romanas era del 8%, considerando además en lo que a nuestras observaciones se refiere, que esta era excepcional y limitada a cortos tramos, evitando así no solo que las bestias de tiro se agotasen o sufrieran más de lo aconsejable, sino que el transporte de grandes mercancías o cargamentos pesados se viera comprometido por ese factor”.

Precisamente, esa inclinación máxima del 8% suele ser una de las pistas para distinguir una auténtica calzada romana de caminos ganaderos o mulateros medievales, muchas veces consignados como romanos a pesar de sus grandes rampas.
Penas y peligros. Hasta el siglo XIX.
Hasta la construcción de carreteras por parte del Estado, iniciada en el siglo XVIII pero impulsada de verdad en el XIX, en España se mantuvo la red medieval de caminos y sendas (más bien de estas últimas), la mayor parte inadecuados para el transporte con galeras y carros. Las recuas de mulas acumularon históricamente la mayor parte del transporte de cargas y productos en España.
Además, tampoco existía una conservación adecuada de esos pocos caminos, quedando la inmensa mayoría inservibles en época invernal. Solamente con motivo de algún viaje extraordinario se procedía a adecuar el camino. Como muestra, he aquí un párrafo de la narración del viaje de Carlos II entre Madrid y Zaragoza por el camino de ruedas: “de allí cuentan dos leguas hasta Daroca, pero la una vale por dos por el rodeo, forzoso a los coches, y en lo agrio del puerto, por donde se baja a la ciudad. Es verdad que ella no perdonó a trabajo o gasto para adecentar la carretera, concurriendo a la obra el cuidado y expensas de la Comunidad, así en esta parte como en las demás de su distrito, por donde su Majestad había de pasar”.

Las prolongadas cuestas de los puertos de montaña o aquellas con inclinación excesiva suponían una notable dificultad para peatones y viajeros con carros u otros vehículos de tracción animal. En determinados puertos era preciso acoplar bueyes para superar la cuesta o abandonar la diligencia, superar con caballerías el puerto y tomar otro coche en la vertiente contraria.
La dificultad en los tramos con inclinaciones excesivas también estaba en las bajadas. En Somosierra era necesario atar las ruedas de los carruajes para bajar las cuestas a principios del XIX, y eso que desde 1781 estaba prohibido hacerlo, ya que el firme de las nuevas carreteras se deterioraba notablemente con esas prácticas.
En esas condiciones, rampas y pendientes fueron siempre sinónimos de suplicio y peligro. He aquí unas narraciones de viajeros que recorrieron los antiguos caminos de España:
“Salimos de Burgos bastante tarde. El tiempo era tan malo y había llovido tanto durante la noche que esperé lo que pude a ver si la lluvia cesaba. Por fin me decidí y subí a la litera. No estaba muy lejos de la ciudad y ya me había arrepentido de haberla abandonado. No se veía el camino, sobre todo el de una gran montaña muy alta y empinada que necesariamente teníamos que atravesar. Uno de los muleros, que había ido por delante y había tomado una gran pendiente, cayó con su mulo en una especie de precipicio, abriéndose la cabeza y dislocándose un brazo” (Madame D’Aulnoy (1679-1680), Relación del viaje de España, Cátedra, 2000, p. 110).
“Después de Mondragón, que es la última población o pueblo de la provincia de Guipúzcoa, entramos en la provincia de Álava, y no tardamos en encontrarnos al pie de la montaña de Salinas. Las montañas rusas no son nada en comparación de todo esto, y la sola idea de que un coche pudiera pasar por allá arriba nos parece tan ridículo como la de andar por el techo con la cabeza hacia abajo, como hacen las moscas. Ese prodigio se realizó, sin embargo, gracias a seis bueyes uncidos delante de las diez mulas. Nunca jamás, en toda mi vida, he oído un alboroto semejante: el mayoral, el zagal, los escopeteros, el postillón y los boyeros lanzaban toda clase de gritos e invectivas, y atizaban latigazos y aguijonazos, empujaban las llantas de las ruedas, sostenían la caja del carro por detrás, tiraban de las mulas por el cabestro y de los bueyes por los cuernos con un ardor y una furia increíbles. Este coche, al cabo de esta interminable fila de animales y de hombres, causa un efecto de lo más extraño del mundo. Habría por lo menos unos cincuenta pasos entre el primero y el último de los animales que tiraban del carro” (Théophile Gautier (1840), Viaje a España, Cátedra, 1998, pp. 82 y 89-90).
«Las montañas se elevaban cada vez más, y cuando habíamos franqueado una, surgía otra más alta aún que no habíamos visto hasta entonces. Las mulas se hicieron insuficientes y hubo que recurrir a los bueyes, lo cual nos permitió bajar del coche y subir a pie el resto de la sierra”. “El coche que con dificultad iba subiendo a lo largo de aquellas cuestas escarpadas, nos alcanzó por fin. Desengancharon los bueyes y se bajó la vertiente al galope. Paramos a comer en Guadarrama, pueblecito acurrucado al pie de la montaña y que como único monumento no tiene más que una fuente de granito erigida por Felipe II» (Théophile Gautier (1840), Viaje a España, Cátedra, 1998, pp. 126-128).
“Además de las diez mulas, nuestro personal aumentó con un zagal y dos escopeteros dotados de sus correspondientes trabucos. El zagal es una especie de corredor y de submayoral. Se encarga de frenar las ruedas en las peligrosas pendientes hacia abajo, se encarga de los arneses y de los muelles, urge los relevos y desempeña alrededor del coche el mismo papel que «la mouche du coche» de La Fontaine, pero con mayor eficacia” (Théophile Gautier (1840), Viaje a España, Cátedra, 1998, pp. 82 y 89-90).

“De las Heras sigue el camino al monasterio de Nuestra Señora de Sopetrán. […] En todo este trecho […] así las aguas del río Vadiel, como otros manantiales, y las que en tiempo de avenida bajan del valle de Utande y de la cuesta de Hita, y sus derrames forman un cenagal en que se atollan las caballerías y los carruajes. Como el pasaje es tan frecuente y una carrera por donde van aún las personas reales en las jornadas a Francia, o al contrario, los embajadores y otros grandes personajes, es cosa vergonzosa dejar sin reparo este trozo de camino, que necesita una calzada o arrecife elevado de bastante anchura con su declive correspondiente a los lados para suavizar sus bajadas colaterales”.
“Por esta causa en tiempos lluviosos la cuesta de Jadraque se debe mirar como un río bastante rápido y caudaloso, y de difícil tránsito por su pendiente.
El piso de la cuesta es seguramente de los más desiguales, así por los peñascos, berrocales, y lastras, que a manera de verrugas tienen erizado el camino, como por los socavones de la tierra que va haciendo el agua por todas partes para buscar salida«.
«Esta desigualdad horrible del piso se aumenta cada día más en las nuevas avenidas, y los coches se atascan y atollan en aquella cuesta especialmente al subirla porque se lucha con los pedruscos que es preciso sobrepujar, y que los caminantes sufran los vaivenes de los molestos carruajes, o que se expongan a encharcarse de agua si se apean.»
«Tiene también este camino de la cuesta de Jadraque la incomodidad de que solo cabe un coche” (Pedro Rodríguez de Campomanes, Viajes por España y Portugal, Miraguano Ediciones, 2006, pp. 42, 43, 45, 54, 57 y 62).
“La situación de Albentosa es extraordinaria sobre un peñasco, al cual es muy trabajoso llegar por la malísima cuesta, que es preciso bajar antes de entrar en el pueblo hasta la profundidad de un riachuelo que pasa por allí, con el cual riegan porción de huertas en una angosta vega, que se atraviesa por puente” (Ponz, 1788). Precisamente, la existencia de esta cuesta tan penosa, de la que se quejaron todos los viajeros en sus relatos de viajes, motivó que a mediados del siglo XIX la nueva carretera entre Teruel y Sagunto dejara de pasar por la localidad y se alejara de ella varios kilómetros.

Las carreteras del siglo XIX.
La inmensa mayoría de las carreteras principales de España fueron construidas durante el siglo XIX y fueron diseñadas teniendo en cuenta a sus usuarios, peatones y vehículos de tracción animal.
A finales de ese siglo se exigía generalmente que la inclinación de las nuevas carreteras no sobrepasara el 6%, debido a las exigencias de las diligencias. No siempre fue posible, pero para poder disponer de un perfil longitudinal adecuado, esas carreteras antiguas daban los rodeos que fuera necesario, casi siempre a media ladera (sin importantes desmontes ni terraplenes y con volúmenes de tierra equilibrados en la propia sección), pues los radios de las curvas no suponían ningún problema teniendo en cuenta la velocidad a la que se viajaba.
Así describió el trazado de la carretera el ingeniero que, a finales del siglo XIX, proyectó el tramo entre Montalbán y Castel de Cabra, de la carretera de primer orden entre Alcolea del Pinar y Tarragona. Para conseguir inclinaciones que no sobrepasaran el 6%, la carretera tuvo un trazado sinuoso:
“Desde el citado punto empieza a elevarse el trazado por la ladera derecha, hasta ganar la divisoria entre el mismo y su tributario el Adobas, cuya confluencia tiene lugar en la proximidad del pueblo de Montalbán: desde aquí desciende el trazado hasta alcanzar el cauce del Adobas, y una vez conseguido esto, vuelve a remontarse con pendientes bastante fuertes para salvar la divisoria entre el citado riachuelo y el que lleva el nombre del pueblo de Cabra, en el cual termina el trozo 14.
El trazado, por tanto, es casi forzado, resultando de aquí que la traza horizontal se ve obligada a ceñirse a todas las ondulaciones que presenta la ladera en que el mismo se apoya; y como aquella es bastante accidentada y en extremo pendiente, ocasionan estas circunstancias un trazado sinuoso y muros de sostenimiento de excesiva importancia, hasta el punto de que, en alguna de las depresiones de la ladera, alcanzan aquellos una altura de 17 metros.
En cuanto a la vertical, dicho queda anteriormente que ha habido necesidad de apelar a las pendientes más fuertes para ganar las considerables diferencias de nivel que existen entre los puntos más altos y más bajos del terreno […] y ha habido necesidad de apelar a las pendientes límite de 6 por ciento y a movimientos de tierra de alguna consideración”.
Varios ingenieros del siglo XIX escribieron sobre la necesidad de limitar las inclinaciones de rampas y pendientes. Estudiaron el problema físico e investigaron sobre el rozamiento y sobre la fuerza de tracción de los animales de tiro. En diversos textos recogieron sus recomendaciones.
El primero fue Espinosa, en 1855. Una de sus preocupaciones fue que en los tramos en pendiente pudiera evitarse el trabajo de los animales de tiro para frenar el carruaje: “Se ve que cuanto mayor sea la inclinación de la pendiente tanto mayor será la componente del peso en el sentido del plano, y puede aumentar de modo que el motor no desarrolle suficiente esfuerzo para vencerla. En las bajadas esta componente ayudará al tiro, pero podrá ser tal la inclinación, que la carga empuje al motor de modo que tenga este que vencer un esfuerzo considerable para no precipitarse y volcar, y en estos casos es cuando hay necesidad de echar la galga o plancha en los carruajes”. Sus conclusiones fueron que para lograrlo las inclinaciones deberían ser del 4% al 5% en el caso de firmes ordinarios y del 3% en firmes empedrados.
En 1862 se publicó el “Tratado de la formación de los proyectos de carreteras”, obra del ingeniero Mauricio Garrán. Como es lógico, dedicó un capítulo a las inclinaciones tolerables en las nuevas carreteras.
De nuevo recomendó las inclinaciones máximas en función de los problemas para el descenso de carruajes, es decir, de la pendiente máxima tolerable: “En todos estos cálculos nos hemos concretado a las pendientes, o al descenso de los carruajes, porque en este es menor el límite de las inclinaciones que en el movimiento ascendente, en el cual a medida que la fuerza de tiro es mayor podrán salvarse rampas más pronunciadas, hasta llegar a aquellas en que el esfuerzo de las caballerías de tiro tenga todo que emplearse en sostenerse a sí propias, cuyo caso llegará cuando la rampa tenga la inclinación de 0,20 a 0,30. Por lo demás la inclinación de 0,05 asignada como límite de las pendientes, tiene por otra parte otra ventaja, de ser también para las rampas la inclinación más favorable para el trabajo de tracción de las caballerías que actúan durante 8 o 10 horas diarias”.

Para proyectar el perfil longitudinal de la carretera, Mauricio Garrán introdujo dos matices.
Por un lado entendió conveniente que los animales de tiro no sufrieran un esfuerzo monótono, siendo conveniente el cambio de la inclinación de la carretera cada cierto tiempo: “si estas ondulaciones son de pequeña entidad o de pendientes muy reducidas el trazado será hasta más ventajoso que si fuera horizontal o tuviera su pendiente uniforme”. Así lo entendió también Manuel Pardo en su libro “Carreteras”, publicado en 1892: “en terrenos llanos o poco ondulados gana la tracción estableciendo pendientes y contrapendientes, de inclinación muy pequeña, con preferencia en largos tramos horizontales, porque la práctica demuestra que los motores trabajan mejor cuando gozan de descansos relativos y no se ven obligados a que por mucho tiempo funcionen de igual manera sus músculos. Se logra a la vez el beneficio de facilitar el desagüe del camino, que tiende a encharcarse en las partes a nivel”.
Por otro lado, Garrán tuvo en cuenta que los problemas con las rampas eran más complicados cuando el territorio era llano: “en un trazado en país llano o sensiblemente horizontal deben evitarse las pendientes accidentales, y en caso de no ser posible procurar no exceder de 0,025. Es muy útil tener presente esta consideración para evitar las caballerías de refuerzo”. Su planteamiento era que en territorios llanos la carga de los carros suele ser mucho mayor que en tramos montañosos: “debemos indicar que a veces las condiciones económicas pueden conducir a admitir en una carretera pendientes mayores que las asignadas como límites, y así acontecerá en los terrenos montañosos en los cuales hay menos inconvenientes que en los países llanos, porque siempre se lleva un exceso de fuerza así como también podrán admitirse pendientes mayores a medida que la importancia de la carretera sea menor porque no siendo de grande entidad los transportes, los perjuicios serán inapreciables y las ventajas económicas de aumentar una pendiente podrá ser de gran importancia”.
En 1892 señalaba Pardo otro problema de las inclinaciones superiores al 5%, la difícil consolidación artificial del firme con rodillos, pues además de estar dificultada la tracción se desagregaba el afirmado. Su recomendación era “reducir en lo posible las pendientes, sobre la base de que lo mejor es no exceder de la inclinación de 2,5 o 3 por 100, pero que se puede llegar sin dificultad, en países escabrosos, hasta 6 o 7, y aún rebasar este límite en tramos cortos”.
En cuanto a la señalización de estos peligros, Pardo cita los indicadores de rasante, poco utilizados en carreteras salvo para marcar el principio y final de los trozos en que se autoriza la aplicación de la plancha. Solían ser sillares o tablas en las que solo se inscribía el nombre de dicho freno.
El siglo XX. El automóvil.
La primera norma sobre el trazado longitudinal de la carretera apareció en 1939, cuando caminos y carreteras registraban ya un importante flujo de vehículos automóviles, aunque convivieran en España en esas fechas con más de un millón de carros. Fue la Instrucción de Carreteras de 1939.
Esta Instrucción prescribió en los trazados de variantes y en las nuevas carreteras la inclinación máxima del 5% en las carreteras nacionales, del 6% en las comarcales y del 7% en las locales. No obstante, admitía disponer mayores inclinaciones en casos debidamente justificados.
La Instrucción de 1939, además de establecer los elementos de trazado, incluyó los de señalización. Introdujo los “indicadores de fuertes pendientes”, que debían colocarse en el lado derecho de la vía, en el transversal en que comenzara o terminara una rampa o pendiente superior al 7%.

En cuanto a la normativa, un gran avance se dio en 1964, con la Orden de 22 de abril que aprobó la Instrucción 3.1.IC, sobre “Características geométricas. Trazado”.
La Instrucción estableció la inclinación máxima que deberían tener las rampas, en función del tipo de tráfico y de la orografía del terreno por el que discurre la carretera. Indicó también las rampas máximas tolerables en carreteras ya existentes. Se muestran en la tabla siguiente:

Tuvo en cuenta también el efecto negativo que para la seguridad supone la combinación de rampas y radios de curvas pequeños. En cuanto a la longitud de las rampas, la Instrucción determinó la reducción de velocidad que dichas rampas suponían para los vehículos pesados y estableció los criterios para la implantación de vías lentas. Finalmente, introdujo los acuerdos verticales para los cambios de rasante.


En materia de señalización, el Convenio de Ginebra de 1949, ratificado por España nueve años después (surtió efecto a partir del 13 de mayo de 1958), incluyó la señal denominada “descenso peligroso”, que podía colocarse si la pendiente era mayor del 10% o si las condiciones locales hacían peligroso el tramo en pendiente. Curiosamente la publicación del Convenio en España introdujo dos modos de indicar la inclinación, en tanto por ciento o mediante cociente.

El 12 de marzo de 1976, teniendo en cuenta el desarrollo que estaban teniendo las autopistas en España, se aprobó la Norma Complementaria de la 3.1-IC “Trazado de Autopistas”. La Norma distinguió entre rampas y pendientes, y en cada concepto entre casos normales o excepcionales. Por otra parte, tuvo en cuenta la inclinación de la rasante en túneles, recomendó que si se superaba la máxima pendiente admisible no fuera en tramos de más de 3 km de longitud y fijó criterios para los cambios de rasante y carriles complementarios.

La actualización de la Norma de Trazado tardó bastantes años, sin perjuicio de la aplicación de borradores para proyectos de carreteras del Estado. Por fin, el 27 de diciembre de 1999 se aprobó una nueva Norma de Trazado.
La inclinación máxima se fijó en función de la velocidad de proyecto, del tipo de carretera y de si se trataba de rampas o de pendientes (en el caso de carreteras con calzadas separadas) o de un caso normal o excepcional (en el resto de carreteras). Se tuvieron en cuenta, como ya se había anticipado en 1976, las rampas en túneles y los parámetros deseables para las curvas de acuerdo, estos últimos en función de las condiciones de visibilidad y de la estética.
La regulación de carriles adicionales para circulación lenta (añadidos a la derecha) ya figuraba en la Norma de 1964. En 1999 se definieron además los carriles adicionales para circulación rápida, añadidos a la izquierda de la calzada en autovías o autopistas y no recomendados entonces en el caso de carreteras convencionales.
Un aspecto destacable en el caso de los carriles adicionales fue la obligación de prolongar estos carriles más allá del final de la rampa, hasta que el vehículo lento sea capaz de alcanzar una determinada velocidad. Esta medida fue muy importante para la mejora de la seguridad vial, evitando accidentes por alcance al irrumpir en el carril de circulación normal un vehículo lento procedente del carril adicional.
Como curiosidad, la Norma de 1999 definió los lechos de frenado, tan relacionados con la seguridad en las zonas con pendiente prolongada.



La Norma vigente.
La Orden FOM/273/2016, de 19 de febrero, aprobó la última versión (hasta ahora) de la Norma 3.1-IC, “Trazado”. Es la Norma vigente en estos momentos.
Respecto a las inclinaciones máximas, distingue entre autovías o autopistas, en las que la única variable es la velocidad de proyecto, y carreteras convencionales, en las que además de la velocidad interviene que sea un caso normal o excepcional.


Como novedad, se tienen en cuenta los problemas de vialidad invernal, estableciendo que se procurará que la línea de máxima pendiente en cualquier punto de la plataforma no supere el 10% en zonas con problemas habituales de hielo o nieve. Asienta el criterio de que no se proyecten rampas o pendientes con más de 3 km con la inclinación máxima y proscribe los tramos muy cortos de cuesta.
Curiosamente, la Norma ha modificado el criterio sobre la implantación de carriles adicionales en rampas y pendientes, priorizando que sean para circulación rápida (dispuestos por la izquierda) frente a los destinados para la circulación lenta, que se podrán disponer excepcionalmente.

Inclinaciones de récord.
Parece ser que tanto la calle como la carretera con mayor inclinación llegan al 37%. Se trata de la calle Canton Avenue (192 m de longitud) y la Wiapio Road, en Hawaii (1,5 km).
En España se han popularizado puertos con rampas imposibles, gracias a la popular Vuelta Ciclista. El récord parece ser que lo ostenta, en un tramo corto, el 29% del Mirador de Ézaro (Galicia). No se queda atrás el puerto de los Machucos (Cantabria), con rampas del 26%, ni por supuesto el famoso Angliru (Asturias), con su conocida y temida Cueña Les Cabres, que alcanza el 23,6%.
Hoy día la existencia de estas duras rampas y arriesgadas pendientes las hemos relacionado con el ocio y el deporte. Atrás han quedado los esfuerzos y el sacrificio de quienes las tuvieron que recorrer por necesidad con cargas, ganado o simplemente andando. La cuesta cuesta.

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