La defensa de la carretera
Es habitual que, una vez construido un camino público o una carretera, las primeras normas que aparecen son las que intentan evitar que se deteriore por acciones de los propios usuarios o de terceros. Siempre ha sido así.
Vanessa Ponte recoge en su publicación “Régimen jurídico de las vías romanas”, que se puede consultar en el imprescindible blog http://www.traianvs.net/, diversos interdictos relacionados con la defensa de las calzadas romanas y otros lugares públicos, desde el que pretende garantizar la libre circulación por ellas: “dice el pretor: vedo que se haga violencia para que a uno no le sea lícito ir y conducir por vía pública o camino público”, hasta los clásicos de defensa del camino: “el pretor prohíbe edificar en lugar público, y propone el interdicto” o “dice el pretor: no hagas en lugar público o introduzcas en este lugar cosa alguna, por la cual se le cause a uno algún daño”, pasando por otro clásico, como es la obligación de restituir lo dañado: “restituirás a su primer estado lo que hayas hecho o introducido en vía pública o en camino público, por lo que esta vía o este camino sea peor o se deteriore”.
Ya en la Edad Media, aún sin disponer de una red de caminos como lo fue la romana, diversas ordenanzas protegieron a sus maltrechos caminos. Así, Enrique III de Castilla, en el siglo XIV, legisló: “Mandamos que el que cierra o embarga los caminos o las carreras o las calles por donde las viandas suelen andar con bestias o con carretas, a llevar o traer viandas o mercadurías de unos lugares a otros, que peche cien maravedíes para nuestra Cámara, y desfaga la cerradura, o embargo que fizo, a su costa dentro de treinta días”. Ya se imponía entonces conjuntamente la multa y la reposición del daño. Un poco más brutos eran en Aragón en el siglo XII. El fuero de Alfambra dejó claro que “qui quebrantara el camino del Rey peche mil solidos et si es presso sea enforcado”. A quien no pudieron colgar fue a la madre naturaleza, que se encargó durante siglos de deteriorar los pocos caminos existentes frente a la desidia de reyes, señores, concejos y, por supuesto, de usuarios y colindantes.
Hasta el siglo XVIII no comenzó a organizarse la administración de caminos en España. Un hito importante fue la Instrucción de Intendentes de Provincias, de 1749. Los intendentes fueron altos funcionarios encargados de la hacienda pública y de velar por la seguridad, el abastecimiento de caminos y el fomento de actividades. La instrucción nº XXVIII se refirió a la defensa de los caminos: “harán especial encargo a todas las Justicias de su Provincia, y Subdelegados de ella, para que cada uno en su término procure tener compuestos y comerciables los caminos públicos y sus fuentes, en que se interesa la causa común. Que no permitan a los labradores se entren en ellos, y a este fin se pongan sus fitas o mojones, y procedan contra los que ocuparen alguna parte de ellos, con las penas y multas correspondientes a su exceso, a más de obligarles a la reposición a su costa”. El matrimonio entre multa y reposición seguía siendo indisoluble.
Precisamente, en 1749 se inició la construcción de las primeras carreteras “modernas” (de Reinosa a Santander y el puerto de Guadarrama), que desembocaría en el conocido Real Decreto de 10 de junio de 1761, por el que el Estado asumía la construcción de una serie de carreteras, todas ellas radiales. Pues bien, solamente seis años después, el 1 de julio de 1767 se dictó la “Ordenanza para la conservación del puente Real del Jarama, nuevo camino y plantío de árboles que a costa del Real Erario se ha hecho y construido desde el Real Sitio de Aranjuez a Madrid”. Esta Ordenanza fue en realidad un compendio de infracciones con sus multas correspondientes.
Como suele suceder, cabe la lectura inversa y el conjunto de actos prohibidos expresamente, en un momento en el que muy pocas leguas de caminos nuevos estaban construidas, recoge diversas actitudes de arrieros y propietarios colindantes que sin duda se registraron. He aquí las infracciones incluidas: hacer represas, pozos o bebederos para ganados o para otros usos, en las bocas de puentes y alcantarillas; arrancar los guardarruedas del camino; abrir surcos en el camino para meter las ruedas de los carros y facilitar su carga o descarga; soltar o dar de comer a los animales; cultivar terrenos dañando a la carretera y tronchar, quitar ramas o dañar el arbolado de los márgenes del camino. En 1781 se dictaron las “Ordenanzas para la conservación de nuevos caminos y plantíos de árboles laterales a ellos”. Recogió buena parte de la Ordenanza de 1767 y añadió dos casos más como objeto de sanción, rascar tierra o tomarla del camino y arrastrar madera o llevar las ruedas atadas. Lo de sustraer cosas del camino o aprovecharse de él es clásico. Ahora bien lo que sorprende es la práctica, que debía ser habitual, de hacer surcos en el camino para introducir las ruedas del carromato en ellos y facilitar la tarea de carga o de descarga. Inventiva no faltaba.
La interesante ordenanza de 1842, la distancia de 30 varas y la circulación por la derecha
Durante las décadas siguientes, continuó la construcción de las principales carreteras españolas, al principio con mucha lentitud, pero con mayor garbo a partir de la década de 1840. Esa década fue prolija en disposiciones, y entre ellas figura la Ordenanza de 14 se septiembre de 1842, sobre conservación y policía de las carreteras generales. Recomiendo la lectura detallada de esta magnífica ordenanza. En sus 45 artículos se recogen normas de conducción, de comportamiento de los arrieros y caminantes y de conservación de las carreteras, sin olvidar un capítulo entero dedicado a su defensa frente a las obras contiguas e incluso forzando la demolición de los edificios que amenazaran ruina en sus inmediaciones.
Una distancia de protección se repite en varios de sus artículos: las 30 varas. He aquí un ejemplo que nos sonará a actual: “Art. 33. Dentro de la distancia de 30 varas colaterales de la carretera no se podrá construir edificio alguno, tal como posada, casa, corral de ganados etc., ni ejecutar alcantarillas ramales u otras obras que salgan del camino o las posesiones contiguas, ni establecer presas y artefactos, ni abrir cauces para la toma y conducción de aguas sin la correspondiente licencia”. La vara que en el siglo XIX se aplicaba era la castellana, que medía 0,835905 m. De este modo, 30 varas equivalen casi con exactitud a 25 metros. ¿Suena de algo esta distancia? Es la que las sucesivas leyes de carreteras, hasta la actual, han impuesto como línea de edificación para las principales carreteras convencionales.
No me resisto a citar varios artículos de esta maravillosa ordenanza, pionera en muchas cosas. Por ejemplo, en lo relativo a las normas de conducción, en el artículo 23 se establece la circulación por la derecha: “Las caballerías, recuas, ganados y carruages de toda especie deberán dejar libre la mitad del camino a lo ancho para no embarazar el tránsito a los demás de su especie; y al encontrarse en un punto los que van y vienen marcharán arrimándose cada uno a su respectivo Iado derecho”. Por otra parte, ya existían los vehículos que gozaban de prioridad, en este caso los correos. Así lo dice el artículo 25: “Cuando en cualquier parage del camino las reatas y carruajes se encontraren con los conductores de la correspondencia pública, deberán dejar a estos el paso expedito”. En plan irónico, podría decirse que los problemas para la implantación del vehículo autónomo también nacieron en 1842: “Art. 27. Igual multa se aplicará a los arrieros y conductores cuyas recuas, ganados y carruages vayan por el camino sin guía o persona que los conduzca”.
El reglamento de Policía y Conservación de Carreteras de 1909
El 7 de mayo de 1851 y el 4 de mayo de 1877 se promulgaron las dos primeras leyes de Carreteras. No entraron en materia de defensa de la carretera. Sin embargo, el 3 de diciembre de 1909 se aprobó el Reglamento de Policía y Conservación de carreteras. Fue una norma específica dedicada a la defensa de la carretera, basada en buena parte en la ordenanza de 1842, de la que copió muchos artículos. Al igual que ésta, incluyó normas sobre el tráfico, algunas muy semejantes, pero otras actualizadas a la época. Así, por ejemplo, se prohibía circular por los puentes colgados “corriendo en tropel personas y caballerías, y que las tropas pasen no siendo en filas abiertas, con solo dos hombres de frente y sin llevar el paso”. Sin duda, pesaban los accidentes que este tipo de puentes había sufrido en el siglo XIX. Se prohibía también circular con hachas u otros objetos encendidos por los puentes de madera. Sin embargo, no incluyó normas relacionadas con los automóviles, que ya comenzaban a circular por las carreteras españolas.
Dedicó un capítulo a las obras contiguas a las carreteras, en el que trató sobre las edificaciones ruinosas y prohibió, como ya lo hacían las ordenanzas de 1842, que en las fachadas de los edificios ya existentes se colocaran salientes u objetos que pudieran perjudicar a los transeúntes. Respecto a las obras nuevas, dejó claro que “a menos de 25 metros de distancia de la carretera, medidos desde la arista exterior de sus explanaciones no se podrá demoler ni construir obras de ninguna clase, edificio alguno, corral para ganado, alcantarilla ni obra que salga del camino a las posesiones contiguas”. La distancia de 25 metros, anticipada en varas en 1842, había venido para quedarse, si bien en 1909 se debía medir desde la arista de la explanación y no desde el borde de la calzada, como se legisló posteriormente a partir de 1974.
Las carreteras-imán y el urbanismo-dedo
¿Y en las travesías? Fue habitual que las carreteras construidas en el siglo XIX evitaran el paso por los núcleos urbanos. En muchas ocasiones eran los ayuntamientos los que no deseaban que transeúntes desconocidos entraran a las poblaciones, aunque sí que luchaban porque las carreteras estuvieran relativamente cerca de aquellas. Como consecuencia, las variantes de población fueron abundantes en las nuevas carreteras. Posteriormente, con el crecimiento urbano acelerado registrado en el siglo XX y el triunfo del automóvil y de la velocidad, fueron los pueblos los que buscaron a la carretera, edificando junto a ella e instalando edificios de servicios y de hostelería en sus proximidades. La normativa propia de la defensa de las carreteras fue un instrumento para mantener la distancia debida, pero en las ciudades y núcleos de importancia la presión edificatoria dificultó su cumplimiento, en especial en los casos que podemos definir como “urbanismo dedo”, que es aquél que utiliza una infraestructura para edificar en sus márgenes, creciendo el suelo urbano sin crear un auténtico entramado organizado y planificado.
El hartazgo sobre este desarrollo lineal lo manifestó claramente la exposición de motivos de la ley de 7 de abril de 1952, sobre ordenación de las edificaciones contiguas a las carreteras: “Las poblaciones en general, prefieren para su desarrollo elegir para la formación de los núcleos urbanos las inmediaciones de las carreteras, que así se convierten en calles por las que la circulación rápida de tránsito se dificulta grandemente por el tráfico local con su secuela de estacionamientos y la invasión de peatones. El problema planteado por este desarrollo lineal de la población ha obligado al Ministerio de Obras Públicas a realizar obras costosas en algunas variantes para suprimir travesías, vías de ronda y nuevos accesos. Pero esta labor queda inutilizada si no se adoptan las precauciones oportunas para contener y ordenar el desarrollo de edificaciones, estimulado y atraído no solo por la importancia de las nuevas arterias de tráfico, sino porque las mismas revalorizan los terrenos contiguos”. Para evitar eso, la citada ley prohibió construir variante alguna que no llevara aparejada la construcción de vías laterales a la carretera para el tráfico local y de peatones. La sección que se estableció para conseguirlo fue de 31 metros, que comprendía una calzada central de 10,50 m (tres carriles), calzadas laterales de 6 metros, arcenes de 2,75 m y aceras de 1,50 m. Evidentemente, esta ley pensaba en las grandes poblaciones que ya se expandían en la época. La cifra de 31 m se mantuvo en muchos instrumentos de planeamiento hasta hoy (los habituales 15,5 m al eje, para aclararnos mejor). Si nos fijamos, la ley de 1952 fue la primera en tratar el problema de los accesos, por razones de seguridad vial.
Por fin, el uso y defensa llegó a las leyes de Carreteras
El 19 de diciembre de 1974 se aprobó la tercera ley de Carreteras española, casi un siglo después de la anterior. Incluyó todo un título, el número III, para regular el uso y la defensa de las carreteras, con una estructura similar a la de la legislación vigente hoy día. Definió las zonas de protección de la carretera, reguló lo que se podía hacer en cada una de ellas e incluyó la línea límite de edificación, que fue de 50 m en el caso de autopistas, de 25 m en las carreteras de la red nacional y de 18 m en el resto. Como ya se ha anticipado, el punto de medida de estas distancias varió, estableciéndose en el borde de la calzada. Por otra parte, el título IV se dedicó en exclusiva a tratar sobre las travesías y las redes arteriales, en las que la protección de la carretera fue distinta a la de los tramos interurbanos.
La ley de 1974 fue derogada por la ley 25/1988, de 29 de julio (cuarta ley de Carreteras española). Se había producido la transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas y se necesitaba una nueva regulación legal. En lo que respecta a la defensa de la carretera, se actualizaron las disposiciones de 1974, fundamentalmente las de regulación de las travesías.
Persistía en esa década el problema de que, una vez construida una variante de población, se tardaba poco en sufrir en su entorno la presencia de edificaciones de servicios o de negocios que buscaban el calor de un lugar tan transitado. Por eso, la ley de 1988 incluyó un artículo cuanto menos curioso. El artículo 25 reguló la línea límite de edificación según el tipo de carretera, sin novedades significativas frente a lo que estaba vigente desde 1974. Ahora bien, al final de ese artículo se añadió un apartado específico, indicando que “no obstante lo dispuesto en los apartados anteriores, en las variantes o carreteras de circunvalación que se construyan con el objeto de eliminar travesías de las poblaciones, la línea límite de edificación se situará a 100 metros medidos horizontalmente a partir de la arista exterior de la calzada en toda la longitud de la variante”. Sin duda fue un añadido posterior a la redacción inicial y mostraba el hartazgo por esa persecución de los promotores de viviendas y negocios hacia las nuevas carreteras. Tan fuera de lugar estaba que en los casos de carreteras convencionales se dio la paradoja de que la línea límite de edificación estaba fuera de la zona de afección de la carretera.
Hoy día, en el caso de las carreteras estatales, la ley vigente es la de 29 de septiembre de 2015 (ley 37/2015, quinta ley estatal de Carreteras española). La preocupación por el control de la defensa de las carreteras frente al planeamiento urbanístico ha llevado a la creación de un nuevo estudio de carreteras: el estudio de delimitación de tramos urbanos, que debe incluir las zonas de protección y la línea límite de edificación. También regula con detalle la inclusión de nuevas carreteras en el planeamiento urbano y los informes que el responsable de la carretera debe hacer a los planes urbanísticos. Los mecanismos de defensa han variado poco, salvo la eliminación de los 100 m como distancia límite de edificación en casos de variantes, que ahora desciende a los 50 m. También incluye restricciones derivadas de los mapas de ruido y donde la ley se muestra tajante es en la regulación de accesos o en su cambio de uso, auténtico caballo de batalla para la defensa de unas carreteras que, se supone, deben estar dedicadas al tráfico de largo recorrido. De hecho, el preámbulo de la ley ofrece una frase que lo define muy bien: “El proceso urbanizador no se puede apoyar en la exigencia continua de nuevas carreteras estatales que vengan a solucionar dichas demandas”.
La publicidad
Caso aparte merece la publicidad próxima a las carreteras, que no deja de ser otra forma de invasión, con consecuencias, a veces, negativas para la seguridad vial. La ley de Carreteras de 1988 prohibió la publicidad que fuera visible desde la carretera, pero solo cuando estuviera colocada fuera de los tramos urbanos. Posteriormente, el Reglamento incluyó también la prohibición de las propias vallas publicitarias, lo que generó diversos pleitos y algún indulto, como el de la valla con forma de toro del anuncio de Osborne. No obstante, la exclusión de la prohibición de la publicidad instalada en los tramos urbanos y la interpretación, desviada de la exacta definición legal de tramo urbano, por parte de algunas resoluciones judiciales, provocó la proliferación de carteles publicitarios junto a la carretera en los accesos a las grandes ciudades. Algunos de estos carteles, con postes y tamaños desmesurados, aparentan ser como árboles en un bosque, que necesitan sobresalir del resto para sobrevivir.
Más leyes que carreteras
Hoy día, casi tres décadas después de la transferencia de parte de la red de carreteras a las Comunidades Autónomas, rara es la que no tiene su propia ley autonómica, aunque la mayor parte de los artículos se parezcan entre sí y también con la ley estatal. En la imprescindible y trabajada página web www.carreteros.org, se menciona, con el habitual humor que adorna sus contenidos, que hay más leyes que carreteras. Si alguien quiere obtenerlas fácilmente, puede visitar dicha página (y de paso navegar por ella, que no tiene desperdicio).