Las primeras concesiones de obras de carreteras
Las concesiones, remedio en época de penurias económicas
La Ley de Contratos del Sector Público española (Ley 9/2017, de 8 de noviembre) define la concesión de obras como un contrato que tiene por objeto la realización por el concesionario de una obras concretas, que pueden ser de primer establecimiento o de reparación de construcciones existentes, incluyendo la conservación y mantenimiento de los elementos construidos durante un periodo de años determinado, y en el que la contraprestación a favor del concesionario consiste, o bien únicamente en el derecho a explotar la obra, o bien en dicho derecho acompañado del de percibir un precio. En todo caso, la ejecución del contrato se debe hacer a riesgo y ventura del concesionario. La citada ley desarrolla este tipo de contratos entre sus artículos 247 a 283.
La idea general que se puede tener de este tipo de contratos es que la Administración acude a él cuando se trata de obras singulares o de gran monto económico, que necesita llevar a cabo en plazos relativamente cortos pero que no puede acometer por su pobre situación financiera o por su carencia técnica.
En 1840 la situación de España no podía ser peor, en lo que se refiere al desarrollo de las necesarias infraestructuras. Después de la guerra de la Independencia, de la pérdida colonial y del penoso reinado de Fernando VII, la guinda la puso la guerra Carlista. El desarrollo de las infraestructuras se había frenado durante más de 30 años, cuando más se necesitaban. Era preciso buscar una solución y apareció la posibilidad de las concesiones.
Concesiones clásicas en el siglo XIX: el ferrocarril
Las clásicas concesiones de obras del siglo XIX se refirieron al ferrocarril. Las primeras concesiones para este revolucionario medio de transporte datan de 1830, aunque hasta 1844 no hubo figura jurídica alguna que las regulase. Estas primeras concesiones se extinguieron al cabo de poco tiempo, pues los concesionarios no tenían los suficientes recursos financieros para acometer por su cuenta semejantes obras, el Estado nunca les concedió ningún auxilio económico ni político, como hizo a partir de 1855, y la situación de guerra civil tampoco ayudaba a la inversión privada. La primera línea ferroviaria de la península que llegó a su fin fue la de Barcelona a Mataró, cuya concesión fue otorgada el 23 de agosto de 1843. En 1844, el denominado informe Subercase propugnaba la construcción de vías férreas por parte del Estado, y solo cuando no se pudiera, por concesión. La realidad es que, teniendo en cuenta la penuria económica, se tuvo que admitir que las concesiones iban a ser mayoría. De este informe surgió la Real Orden de 31 de diciembre de 1844, que reguló por fin las concesiones, aunque para mal. Esta Real Orden incluyó las “concesiones provisionales” a contratistas privados de conocido arraigo (o sea, a los amigos de los responsables políticos del Parlamento) por una duración de dieciocho meses, en cuyo plazo el concesionario tenía que probar que tenía la intención y la posibilidad de ejecutar la obra; esto dio paso a la corrupción y al tráfico de influencias para conseguir la concesión provisional y ofertarla después al mejor postor, de modo que muchas de ellas fueron pasando de mano en mano sin llegar a iniciar obra alguna. Por fin, la Ley del 20 de febrero de 1850 otorgó a los concesionarios ayudas y franquicias, que continuaron en las Leyes Generales de 1855 y de 1877.
Las primeras concesiones de obras de carreteras: puentes colgantes
¿Y en carreteras? En 1840 era necesario avanzar en la construcción de la red, y además reparar los numerosos tramos afectados por la guerra civil, pero como ya se ha dicho, no había recursos para afrontar semejante tarea. Uno de los puntos más débiles de la red de carreteras era la escasez de puentes, que condicionaba el comercio entre unos territorios y otros. Muchos ríos se tenían que vadear, otros tenían un servicio de barcas que suponía un contratiempo para el tráfico y los había de madera, que periódicamente sufrían las consecuencias de las riadas.
Un nuevo tipo de puentes había aparecido hacía veinte años: los colgados. A comienzos del siglo XIX James Finley construyó varios en Estados Unidos, con cadenas apoyadas en torres de madera y tablero también del mismo material. En 1820, Samuel Brown construyó el Union Bridge, de 137 m de luz, y la culminación de esa primera etapa estuvo a cargo de Thomas Telford, con el maravilloso puente colgado de Menai, construido en 1826 con 177 m de luz, también con cadenas, si bien con torres de piedra.
Para entonces, España ya tenía también tres puentes colgados. También se trataba de puentes con tablero de madera, colgado de cadenas.
El primero, obviado muchas veces, fue el de Burceña (1822), que comunicaba Barakaldo y Bilbao y salvaba el río Cadagua. Fue destruido en 1835, cuando se incendió el tablero en el curso de la guerra Carlista. Permanecieron las cadenas, pero a su vez fueron retiradas en 1838, también como acción de guerra. Posiblemente fuera reconstruido posteriormente, pues se cita su hundimiento en 1870 por exceso de cargas.
El segundo puente colgado puesto en servicio en España fue el de San Francisco, en Bilbao, del año 1828, proyectado por Antonio Goicoechea. También era de cadenas y tenía la peculiaridad de disponer una sola torre. Este puente sustituyó a otro de madera (1793), quemado por los franceses en el curso de la guerra (1813). Es curioso que para financiar el nuevo puente se autorizó una rifa (lotería), mediante la cual se obtuvieron los 500.000 reales necesarios. El puente colgado original duró hasta 1852, cuando se sustituyeron las cadenas por cables según proyecto de Luis Lamartiniere. De nuevo la guerra carlista, esta vez la tercera, acabó con el puente (1874). Hay que ver la manía que tienen las guerras con los puentes.
Cinco años después del puente de Bilbao, en 1833, terminó la construcción del puente colgado de Aranjuez, sobre el río Tajo, también de cadenas. Fue obra de un ingeniero singular: Pedro Miranda. El puente no desentonó con el Real Sitio. Su vano, de 34 metros de luz, se enmarcó en cuatro pilares de piedra caliza, sobre los que se colocaron cuatro esculturas, representativas del rey suevo Requiario, del navarro Sancho III el Mayor, del azteca Moctezuma y del inca Atahualpa. Estas estatuas se trajeron del palacio Real de Madrid, en cuyas bodegas se encontraban. En 1971 regresaron a su palatino origen.
La nueva técnica de los puentes colgados permitía abaratar su coste, frente a los clásicos de piedra, ya que los tableros y barandillas eran de madera y el montaje era mucho más fácil, ahorrando además la costosa cimbra. En este marco, de economía empobrecida y de novedades técnicas, aparecen en escena los hermanos Seguin. Su empresa había sido pionera en Francia en la construcción de puentes colgados, y habían introducido varias novedades: el uso de cables de alambres paralelos en lugar de cadenas y la incorporación de soportes móviles de fundición en las torres principales sobre las que apoyan los cables.
Jules Seguin fue el representante en España de su empresa, y desde 1837 estuvo negociando con el Director General de Caminos, que era entonces José Agustín de Larramendi, con la intención de construir y explotar mediante pontazgo diez puentes colgados, basados en su técnica. A la economía de estos puentes frente a los más costosos de piedra y al sistema concesional que evitaba la inversión del Estado, se añadía entonces el afán de sumarse a las novedades tecnológicas que en este caso venían de Francia. A pesar del apoyo de Larramendi, se sucedieron los problemas durante la negociación con el ministerio, fruto de la desconfianza, tanto por lo novedoso del sistema Seguin como por el hecho de que fuera una empresa privada la que impulsara y construyera los puentes.
Finalmente, el 20 de diciembre de 1840 tuvo lugar la primera concesión de obra pública de carreteras en España. Fueron cuatro de los puentes colgantes que estaban entre los diez inicialmente propuestos: sobre el Jarama en Vaciamadrid, sobre el Tajo en Fuentidueña, sobre el Gállego en Zaragoza y sobre el Pas en Carandía. Aparte de los derechos de pontazgo durante un periodo de años, el contratista, que constituyó en 1842 la “Sociedad de los Cuatro Puentes Colgantes”, podía introducir en España los útiles y materiales necesarios libremente, sin abonar derechos. Por su interés, se reproduce a continuación este hito en la historia carretera de España.
Por cierto, fallecido Larramendi, le tocó lidiar con el desarrollo práctico de esta concesión a Pedro Miranda, el ingeniero del puente de Aranjuez. Miranda fue nombrado director general de Caminos, Canales y Puertos el 17 de mayo de 1841.
¿Qué fue de estos puentes?
El primero en construirse fue el de Fuentidueña, localidad destacada en los itinerarios históricos entre Madrid y Valencia, precisamente por necesitar cruzar el río Tajo. Este puente tuvo 64,5 metros de luz. Su prueba de carga tuvo lugar en julio de 1842 y se abrió al tráfico el 7 de agosto de ese año. El puente de Fuentidueña apareció descrito con bastante detalle en el diccionario de Madoz, lo que nos permite conocer cómo eran estos puentes colgantes de primera generación: “sobre el río Tajo a distancia de 700 pasos del pueblo y en la carretera de Valencia, hay un puente colgante de hierro de un solo arco y de 231 pies de largo por 22 de ancho; está suspendido de 8 cadenas de alambre (no eran cadenas, sino cables), 4 por cada frente; su pavimento es de tablones de madera asegurados en sarchones de hierro suspendidos por sus extremos con péndolas fijas en las maromas”.
El puente terminó su existencia en 1866, en una acción militar de Juan Prim, que el 3 de enero se había “pronunciado” en Villarejo de Salvanés, buscando ser nombrado presidente del Gobierno por la vía clásica de ese siglo. Probablemente, destruyó el puente en su huida después del fracaso de su intentona. Estos puentes colgantes de primera generación se podían destruir con relativa facilidad, como ya se ha visto en el caso de los puentes de Burceña o de Bilbao.
Las obras del puente sobre el Jarama, entre Vaciamadrid y Arganda tardaron en comenzar, al no estar de acuerdo el ministerio con los primeros diseños de la empresa, incluso en aspectos tan básicos como la longitud de los tramos. Finalmente, fue un puente de 160 m de longitud dividida en tres tramos, el central de 60,40 m. En septiembre de 1843 se realizó la prueba de carga y el 31 de octubre se abrió al tráfico. La historia de este puente fue rocambolesca. Una riada lo destruyó en 1858 al llevarse por delante las pilas centrales. La compañía se vio obligada a reconstruirlo y para ello aprovechó las columnas de fundición del anterior puente. Al efectuar la prueba de carga, en noviembre de 1859, el puente se vino abajo entre un fuerte estruendo. Se había roto una de esas columnas de fundición. Fue necesario volver a reconstruirlo, utilizando esta vez columnas de hierro laminado importadas de Inglaterra.
El puente de Carandía sobre el río Pas tuvo unos 50 m de longitud, y se proyectó para sustituir a un puente de piedra que se había arruinado por una riada en 1834. Las obras finalizaron en mayo de 1843. En 1856-1857 fueron sustituidas las columnas de fundición por otras de piedra y se cambiaron numerosos alambres oxidados. Estuvo en servicio hasta el inicio del siglo XX y en 1904 se proyectó su demolición. La historia de este puente, que incluye alguna fotografía inédita, se recoge en el magnífico blog: carreterucas.blogspot.com/2019/04/el-puente-colgante-de-carandia.html.
El puente sobre el Gállego entre Zaragoza y Santa Isabel se abrió al tráfico en noviembre de 1844. Era de un solo tramo, pero de 136,40 m de luz. El puente sobrevivió al periodo concesional y revirtió al Estado en 1869, eso sí, con bastantes deterioros, lo que obligó a limitar la carga. En 1886 se procedió a inspeccionar el puente para valorar su demolición y la construcción de otro puente metálico fijo, pero el informe del ingeniero Luis Gaztelu aconsejó reparar el puente colgante “transformándolo en puente colgado rígido y de piezas amovibles” En 1889 y 1890 tuvo una reforma de gran entidad, que reflejó la Revista de Obras Públicas en un artículo de 1897: “la operación más difícil fue, sin duda alguna, la sustitución de las antiguas bielas oscilantes por los apoyos definitivos. Se montaron éstos rodeando a los antiguos y dejando sin cerrar una de las caras de la celosía, para poder extraer por ella los apoyos antiguos. Se trasladaron uno a uno los alambres de los cables desde el apoyo antiguo al carretón del nuevo, sosteniendo este carretón con fiadores provisionales, y después se desmontaron desmontaron las bielas de fundición para poderlas sacar del interior de los apoyos nuevos. Solo durante esta última operación, que se ejecutaba en algunos minutos, había necesidad de suspender el paso por el puente”. Finalmente, en 1930 fue sustituido por un puente de hierro “fijo”.
Problemas de los puentes colgantes de primera generación
Los puentes colgantes de primera generación permitían ahorrar costes y su construcción era más fácil que la de los clásicos puentes de piedra, pero presentaban muchos problemas a causa de la escasa rigidez del tablero. Así lo describe el maestro Juan José Arenas en su magnífico libro “Caminos en el aire”: “Los colgantes novecentistas, mucho más cerca de las primitivas pasarelas de lianas que de los modelos actuales, constaban de un tablero de madera apoyado en travesaños del mismo material que, asomando lateralmente de éste, venían a suspenderse de las péndolas verticales, las que a su vez pendían de las maromas o cables principales. El concepto actual de viga de rigidez, que impide que la estructura se deforme excesivamente por el paso de las cargas de tráfico, estaba completamente ausente. En todo caso vemos cómo, una y otra vez, se establecen en estos puentes antepechos o barandillas de madera, compuestas por cruces de San Andrés que, al quedar enlazadas al tablero, le proveían de una mínima rigidez”.
Estas barandillas se pueden observar en el puente de Fraga (Huesca), que pintó con mucho detalle Genaro Pérez Villaamil en 1850. Hubo suerte con este recuerdo pictórico, pues el puente se había inaugurado el 12 de abril de 1847 pero solamente duró hasta el 28 de septiembre de 1852, cuando una riada lo derribó, falleciendo doce personas. En 1853 se reabrió al tráfico el puente colgado, pero de nuevo, a causa de una fuerte tormenta, se hundió el 21 de octubre de 1866.
Estos primeros puentes ofrecían un bamboleo notable al pasar el tráfico. Se cuenta que en alguno de ellos era necesario ir agarrado a la barandilla por ser este movimiento bastante notable. El miedo ante los fenómenos meteorológicos de importancia se agudizaba. De ahí que la tendencia en la segunda mitad del siglo XIX fuera a sustituir esta solución por lo que denominaban “puentes fijos”, es decir, los clásicos de hierro.
Se unió a esta falta de confianza el desastre ocurrido en Angers (Francia) el 16 de abril de 1850. El puente colgante de esta localidad había sido construido entre 1836 y 1838 y tenía 102 metros de longitud. A pesar del fuerte viento, un batallón de unos 750 militares, sin marcar el paso por precaución, se puso a cruzar el puente. Debido a la fuerza del viento, el puente oscilaba claramente. La carga sobre el puente, unida al fuerte viento, hizo aumentar la oscilación, que terminó por reventar uno de los cables y provocar el hundimiento del puente. Murieron 226 soldados.
El pliego de condiciones generales de 1843 y la Instrucción de 1845
Después de la primera concesión de obras de carreteras (los cuatro puentes citados, concedidos a la empresa de Seguin), el 25 de diciembre de 1843 se publicó por fin el pliego de condiciones generales para todas las contratas que se celebraran para la construcción de los puentes colgados. Se aprovechó la publicación del pliego en la Gazeta de Madrid para licitar la concesión del puente colgado de Mengíbar, sobre el río Guadalquivir. Este pliego general fijaba las principales condiciones para licitar. De entrada, se exigía una fianza; antes de los cuatro meses debía el adjudicatario presentar el proyecto, y las obras tenían que comenzar antes de que transcurrieran tres meses después de que el proyecto fuera aprobado por la Administración.
Eran tiempos revueltos, y así lo recogía el artículo 7 del pliego: “Las condiciones expresadas no serán válidas […] cuando su falta de cumplimiento sea ocasionada por mandato del Gobierno o de jefes militares, o por conmoción popular”.
El pliego estableció las tensiones máximas admisibles en las péndolas (“35 libras por línea cuadrada”) y las condiciones para pilares, estribos y cimentaciones. Definió también la prueba de carga, consistente en una carga de 304 libras por vara cuadrada de piso comprendido entre pasamanos (equivalente a unos 200 kg/m2). Esta carga debía permanecer al menos 24 horas sobre el puente. Para evitar riesgos para los trabajadores, se estableció que la operación de carga se debía hacer por medio de carretones de báscula, movidos por cabrestantes colocados en los extremos, de modo que se distribuyera uniformemente la carga.
Finalmente, el pliego establecía las obligaciones del concesionario para mantener el puente en servicio. Curiosamente, se preveía la indemnización al concesionario si se destruyesen las obras por conmoción popular (de nuevo esa curiosa expresión) o por mandato del gobierno o de jefes militares (que al parecer podían cargarse los puentes sin contar con nadie más).
La palabra “concesión” figura por primera vez, en obras de carreteras, en el artículo 8 del pliego: “La concesión se otorgará en favor del que haga mayor rebaja en el número de años”.
Como se ha citado, la construcción del puente colgado de Mengíbar fue subastada el 25 de diciembre de 1843, siendo la segunda concesión de obra de carretera en España, esta vez con un pliego público de por medio. El adjudicatario fue Francisco de las Rivas Ubieta, que construyó un puente que estuvo en servicio hasta 1930 (todo un récord para estos puentes de primera generación).
La regulación de este primer periodo concesional culminó el 10 de octubre de 1845, cuando se aprobó la Instrucción para promover y ejecutar las obras públicas, en concreto caminos, canales, puertos, navegación de ríos y desecación de terrenos pantanosos. No incluyó a los ferrocarriles. En su artículo 5º se reconoció que las obras podían realizarse “por empresa”, por contrata o por administración. El primer caso (“obras por empresa”) se trataba de la típica concesión: “En las obras por empresa, la administración contrata con particulares la ejecución de las obras, cediéndoles en pago los productos y rendimientos de las mismas, y cuando estos no sean suficientes, estipulando concesiones en compensación de la industria de los empresarios o del capital que adelanten, de lo cual resultará a su favor en los más de los casos un privilegio por tiempo determinado”. Si leemos artículos sobre obras ejecutadas por concesión en el siglo XIX, nos damos cuenta que la denominación habitual es la de obras realizadas por empresa. La expresión proviene de esta Instrucción, que a lo largo de sus 55 artículos reguló las condiciones para llevar a cabo las obras públicas.
A pesar del empuje inicial, con puentes colgados, Pedro García Ortega («Historia de la legislación española de caminos y carreteras”) opina que “en materia de carreteras no se consolidó este modo de ejecutar las obras públicas; sin duda, porque los riesgos de constructor-concesionario eran inmediatos, gravosos y ciertos y, en cambio, los reintegros y beneficios eran tardíos, inciertos y aleatorios”.
De una u otra manera para contratar su construcción, el siglo XIX dejó para el recuerdo varios puentes colgantes más de primera generación. Una provincia con especial patrimonio de este tipo fue Huesca. Quizá el mejor puente de esta época fuera el de Lascellas, sobre el río Alcanadre. Este maravilloso puente duró hasta 1936, cuando de nuevo la locura de la guerra lo derribó.
Resistiendo: Jánovas
Poco o nada queda hoy día de esos puentes colgados del siglo XIX. Bueno, si se quiere ver unos cables originales de hilos paralelos tipo Seguin debemos seguir en la provincia de Huesca y acercarnos a Jánovas. Su puente colgante sobre el río Ara data de 1881 y ahí sigue. Vale la pena visitarlo, no sin antes disfrutar del artículo que sobre el puente escribió Leonardo Fernández Troyano en la Revista de Obras Públicas: http://ropdigital.ciccp.es/pdf/publico/2015/2015_mayo_3565_09.pdf o el escrito por The General (@johnygrey) en https://magnet.xataka.com/un-mundo-fascinante/puente-colgante-janovas-ultima-reliquia-pie-ingenieria-siglo-xix-1.
Que tenga larga vida.
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