Pontazgos
Numerosos fueron los impuestos históricamente relacionados con los caminos y con las mercancías que por ellos se transportaban. Sin perjuicio de la existencia de otros, los más conocidos fueron el portazgo (derechos que se pagaban por pasar por un sitio determinado del camino), el barcaje (precio o derecho que se pagaba por pasar de una a otra parte del río en una barca), la aduana, collida o almojarifazgo, como se le quiera llamar según dónde estemos (derecho que se pagaba por los géneros o mercaderías que salían del reino o por los que se introducían en él) y el pontazgo (derechos que se pagan en algunas partes para pasar por los puentes). De esta última gabela trata este artículo.
Hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los puentes se integran de verdad en el trazado de las nuevas carreteras, estas obras singulares eran un bien escaso. Estaban construidos en zonas aisladas en las que era dificultoso pasar o bien en las inmediaciones de algunas poblaciones privilegiadas que gracias al puente podían ampliar su dominio territorial y atraer a arrieros y viajeros.
Los pontazgos
El cobro por pasar por los principales puentes viene de antiguo. No es que se tratara de algo como las modernas concesiones, en las que un promotor construye una obra pública y cobra durante una serie de años por su uso, para amortizar la inversión inicial y poder conservar dicha obra. Los pontazgos y portazgos engrosaban las rentas del rey, de algunas instituciones, de las órdenes militares, de monasterios, de la villa próxima o simplemente del señor del lugar. No importaba que se tratara de puentes antiguos, en cuya construcción los beneficiarios no habían tenido nada que ver.
Un ejemplo es el pontazgo establecido en el puente romano de Mérida, que cobró hasta 1795 la Encomienda de Casas Buenas (que recaudaba las rentas de la Orden de Santiago). En 1820 una junta de varios individuos de la ciudad de Mérida protestó ante las Cortes “de lo gravoso que es a aquel vecindario el derecho de pontazgo que paga todo labrador, molinero y hortelano que pasa por el puente, y que si antes era gravoso, lo es más ahora que se ha aumentado un maravedí en cada cabeza de ganado”. Años después, en 1836, consiguieron la exención del pontazgo para los habitantes de la ciudad.
El afán por disponer de una fuente segura de ingresos condujo a que hubiera muchos abusos por parte de los poderosos. Se cuenta que don Álvaro de Luna ordenó demoler un puente sobre el río Alberche en Alamín y construir otro en Escalona, para favorecer con el pontazgo a su villa favorita. Poderoso caballero es don dinero…
Aranceles
Un puente fundamental en las comunicaciones entre Madrid y Valencia fue el del Pajazo, cerca de Requena. El puente está hoy bajo las aguas del embalse de Contreras. Se conservan los aranceles del año 1754, que entonces engrosaban las rentas de Requena (el 50%) y del Condado de Mora (el otro 50%). Para que nos hagamos una idea, el pago por pasar el puente era en esa fecha, en maravedíes, el siguiente:
- Por cada caballería mayor, incluyendo la persona que la llevare: 12 maravedíes.
- Por cada caballería menor, incluyendo la persona que la llevare: 6 maravedíes.
- Por cada 100 cabezas de ganado lanar o cabrío: 34 maravedíes. Se aumentaba o disminuía para fracciones de 100 cabezas a razón de un maravedí por cada tres cabezas.
- Por cada cabeza mular: 3,40 maravedíes.
- Por cada carruaje de cuatro ruedas, incluyendo las personas que llevare: 136 maravedíes.
- Por cada carro o carreta: 17 maravedíes.
- Por cada Torada o vacada de 100 cabezas: 340 maravedíes.
Es muy difícil calcular el valor actual de un maravedí del siglo XVIII. Hay quien ha hecho el intento, basándose en el valor de determinados bienes en maravedíes y su valor actual. Lógicamente esta comparación tiene muchos errores, pues no es lo mismo la oferta actual de algunos bienes con la que había hace trescientos años. De todos modos, podemos estar hablando de que el valor de un maravedí podría rondar entre los 0,15 y los 0,25 euros actuales. Aún poniéndonos en el valor de cambio más bajo de los estimados, el paso por el puente no era barato, pero claro, no había muchas alternativas cuando el río Cabriel llevaba un buen caudal de agua…
Fue habitual que la gestión del cobro de los aranceles del pontazgo se arrendara a terceros. Los beneficiarios del pontazgo obtenían de este modo una cantidad fija, pero segura e independiente del tráfico. El arriendo obligaba a las autoridades a controlar que no hubiera abusos ni cobros por encima del arancel establecido, lo cual no siempre se consiguió.
En portazgos y pontazgos apareció pronto la figura del descaminado, gente que evitaba pasar por el lugar de cobro para eludir el pago. En ríos poco caudalosos y en épocas de estío fue común evitar el paso del puente y vadear el río. Se documentaron accidentes por arriesgar demasiado en ese descamino e incluso órdenes, algunas de ellas del propio rey, que obligaban a utilizar siempre el puente.
Para el cobro del pontazgo se disponía de algún tipo de edificio próximo. Se conservan fotografías de la pequeña caseta de obra en la que se cobraba el pontazgo del puente de Mérida. Quizá el edificio de pontazgo más hermoso sea el del puente de Frías, sobre el río Ebro. Es la denominada “torre del pontazgo”.
La conservación de los puentes
Una de las excusas utilizadas para el cobro de los pontazgos fue que su importe se destinaría a la conservación del puente. En la práctica no debió ser una prioridad para los beneficiarios de los ingresos del pontazgo, al menos si se tiene en cuenta el mal estado de algunos de ellos.
Pedro Rodríguez de Campomanes viajó por España en 1778-1779 siendo Consejero de Estado y nos dejó un amplio relato de su experiencia (”Viajes por España y Portugal”, editado por Miraguano Ediciones en 2006). En sus textos tiene una predilección especial por la inspección de los puentes de los caminos que recorre, constituyendo lo que podríamos denominar la primera inspección principal de puentes llevada a cabo en España, según la terminología actual. Campomanes defiende llevar a cabo estas inspecciones periódicamente para evitar males mayores en las obras. En uno de los primeros párrafos de la obra citada se queja del abandono que sufren los puentes por no estar debidamente atendidos: “De esta falta de noticia y de vigilancia resulta que por no avisarse a tiempo ni repararse prontamente algunas quiebras en las obras públicas, sin exceptuar las más necesarias y magníficas, las ruinas crecen cada día y por diversión las aumentan los caminantes y arrieros echando a tierra las cobijas, las albardillas, las pirámides y las manguardias de los puentes”.
De esas quiebras no se libraba ni siquiera el puente de Viveros, en el camino real de Madrid a Zaragoza, y eso que en la época de Campomanes el antiguo pontazgo era ya un portazgo real en toda regla para puente y tramo de carretera: “el piso del puente se va levantando y es precisa una calzada de firme con sus guardacantones junto a las acitaras para que los ejes de los carruajes no las rocen y echen al río”. “A la salida del puente de Viveros está levantada la piedra de la calzada que se construyó al propio tiempo con poca firmeza sin adoquines ni maestras que contuviesen encajonado el empedrado. Como era tiempo seco el día primero de octubre en que la pasé por la tarde estaba menos penosa; mas en tiempos lluviosos necesariamente ha de ser un tránsito pesado aunque de continuo uso. A la verdad todo esto pide que el Consejo tome pronto remedio, puesto que las gentes pagan el portazgo, y al mismo tiempo se sienten de ver tan mal tratado y en abandono reprensible aquel puente y calzada, en cuya consideración le satisfacen”.
Los puentes bobos
Como ya se ha dicho, el puente era un bien muy escaso antes de la construcción generalizada de las nuevas carreteras a finales del siglo XVIII y, especialmente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Tan es así que en las guías de caminos solía incluirse su presencia en el camino, con el mismo rango que las poblaciones.
Aún así, no en todos los puentes hubo que pagar pontazgo. Los hubo de pequeño tamaño, otros con vados o rodeos próximos que habrían hecho inviable el gasto de mantener un pontazgo y otros en itinerarios por los que no circulaba mucha gente. Así pues, estos derechos podemos asociarlos en la práctica a los puentes más importantes ubicados en itinerarios con mucho tráfico. En estos casos sí que era común la imposición del pontazgo, tan común que a los puentes que no lo tenían se les denominaba “bobos”. El caso más conocido es el puente de Palmas, el más antiguo de Badajoz, que data probablemente del siglo XVI y tiene nada menos que 585 metros de longitud con el fin de salvar el río Guadiana con sus actuales 32 arcos. En este puente no se cobraba pontazgo y durante siglos tuvo la denominación de “puente Bobo” por excelencia.
Otros puentes llegaron a ser “bobos” sin quererlo. Es el caso del precioso puente de Luco de Jiloca, sobre el río Pancrudo, en el paraje de Entrambasaguas. Este puente, tachado de romano en numerosas publicaciones, pero que fue construido en 1431 por la Comunidad de Daroca, tuvo arrendado el pontazgo entre 1437 y 1440, lo que fue una ruina para el arrendatario, pues el humilde río apenas lleva agua durante gran parte del año y menos en época estival, por lo que resulta muy sencillo vadearlo. Imagino la cara del arrendatario y las burlas de los arrieros y ganaderos que frecuentaban la zona…
Por fin, el Estado pone orden en los portazgos y pontazgos
Con la llegada al poder de los ilustrados se quiso poner orden en el caos abusivo de pontazgos y portazgos que había en España. Ambos peajes fueron de la mano en una serie de ordenanzas y decretos destinados a aclarar la situación, a eliminar los que carecían de derechos, a imponer que se empleara lo recaudado para la conservación y finalmente a eliminar todos los beneficiarios particulares, quedando como único receptor el Estado.
En 1749 se dio la primera vuelta a la tuerca. El objetivo fue eliminar pontazgos que no tuvieran derecho reconocido. Fue la Ordenanza de 13 de octubre de 1749 (Fernando VI): “Los Intendentes, si hallaren en su provincia algunos derechos de portazgos, puentes, pesquerías u otros cualesquiera que me pertenezcan, están obscurecidos o usurpados, tomarán los informes conducentes y darán cuenta a los fiscales de mi Consejo de Hacienda […] No consentirán los Corregidores que por persona alguna, de cualquier calidad y clase que sea, se exijan, sin tener facultad legítima para ello, derechos de portazgo, pontazgo, peaje, barcaje ni otros de esta naturaleza”.
Segunda vuelta de tuerca: la Real Orden de 27 de julio de 1780 (ya con Carlos III). Su objetivo fue que se utilizara lo recaudado para mantener la obra. No tiene desperdicio la finura con la que el rey amenaza a quienes no cumplan con esa obligación: “El Consejo tome las providencias más eficaces y oportunas a fin de que los Grandes y demás Señores de vasallos de estos reinos inviertan precisamente los derechos de portazgo, peazgo, barcage y otros de esta clase en el loable objeto para que fueron impuestos; previniéndoles que yo espero de su conocido amor a mi Real servicio y de su celo del bien del Estado que no incurrirán, ni permitirán que otro incurra en la más leve omisión, porque de lo contrario me veré en la sensible necesidad de poner en ejercicio la Suprema jurisdicción que Dios me ha confiado, para evitar que los medios establecidos para el bien y la felicidad de mis pueblos se conviertan en su perdición y ruina”. En estas obligaciones se insiste en 1784: “Para evitar la ruina de estos puentes y caminos sujetos a portazgos, será de precisa obligación de los portazgueros hacer todos los reparos menores, reponiendo los desgastes y quiebras que vayan acaeciendo en ellos a costa del producto del portazgo o pontazgo, cuidando los Intendentes y Corregidores de que así se cumpla por medio de un reconocimiento o visita anual”. Esto de la visita de inspección bien pudo resultar de los consejos de Campomanes…
Tercera vuelta de tuerca: eliminar todos los derechos ostentados por particulares, eso sí, indemnizando. Fue el 17 de abril de 1792: “Queriendo este Soberano fomentar con toda suerte de medios nuestro comercio interior, removiendo a este efecto cuantos obstáculos padece en el día, ha suprimido los derechos de portazgo, y otros que se cobraban en otras partes del reino a beneficio de algunos particulares; y a fin de subsanar el perjuicio que pueda caber a los privilegiados en fuerza del cumplimiento de dicha providencia, ha mandado S.M. que del Real Erario se les dé a todos la indemnización a que haya lugar en vista de los títulos y concesiones que presenten”.
Cuarta vuelta de tuerca: ahora los ingresos ya pertenecen al Estado, pero se trata de que los arrendatarios de los pontazgos y portazgos cumplan con la obligación de mantener puentes y tramos de carretera. Fue la Instrucción de Portazgos, de 8 de junio de 1794: “Los portazgos, pontazgos y peazgos son un medio oportuno y necesario para la conservación de los caminos, puentes y calzadas, y el de justicia más evidente; porque es muy debido, que la comodidad y seguridad que disfrutan los vasallos, además de las otras ventajas que traen consigo, las recompensen con alguna contribución, como recompensan el albergue y sustento de sus personas, bestias y carruajes en las posadas, de que nadie se queja sino cuando son incómodas o excesivos o tiránicos sus precios”. “El producto de los portazgos, pontazgos y peazgos debe invertirse en la conservación del camino de que es parte aquel puerto, paraje o puente donde se cobre, y para ello convendrá […] que el arrendador del mismo derecho sea el asentista que se encargue de la conservación de aquel trozo de camino”.
Y, finalmente, la quinta vuelta de la tuerca. El 29 de noviembre de 1796 se dejó claro que “no se cobren más derechos de peaje, barcaje, portazgo, pontazgo ni otro alguno de esta clase que los impuestos por Su Majestad para la reparación y conservación de los respectivos trozos de caminos construidos a expensas de su Real Erario”.
Descaminados y listillos
En 1796 tuvo lugar el fin de los portazgos y pontazgos que, a beneficio de particulares, tanto habían proliferado por la geografía española durante los siglos anteriores. A partir de este momento, la lucha del Estado fue evitar la picaresca, ya porque determinadas personas se negaran a pagar (el típico “no sabe usted con quién está hablando…”) o a perseguir (si se podía) a los descaminados. El 1 de mayo de 1824 se trató sobre estos listillos: “Siendo muy frecuente que varias autoridades, empleados civiles y militares y personas de distinción, se rehúsan a pagar los derechos establecidos en los Reales Portazgos, según lo previenen los Reales Aranceles, ha resuelto S.M. […] que nadie se excuse del pago de los derechos establecidos en ellos, con pretexto de fuero, grado, título, ni excepción alguna, por particular o privilegiada que sea”. “A todos los que, después de haber disfrutado la parte del camino que les ha acomodado, se extravíen maliciosamente de él con carruajes o caballerías por no pagar los derechos que están señalados, se les exigirán derechos dobles, con arreglo a Arancel, en el sitio donde se les alcance”. Esto de correr detrás de los descaminados ya apuntaba maneras de policía moderna…
Las concesiones del siglo XIX. Nuevos pontazgos.
Las primeras concesiones que se aprobaron en materia de carreteras tuvieron lugar a mediados del siglo XIX y fueron varios puentes colgados. El Estado no tenía capacidad para rematar ciertos itinerarios por carretera, a los que les faltaba el paso por ríos de importancia, y cedió al empuje de propuestas por parte de promotores privados. De la historia de estos primeros puentes fruto de concesión se trata en otra entrada de este blog:
A comer, que algo queda
Zorita de los Canes sorprende a cualquier visitante. Muy cerca se encuentran las ruinas de la visigoda Recópolis, en lo alto domina la impresionante fortaleza de origen andalusí, a la que se llega desde Recópolis por un antiguo camino que mantiene las huellas de las rodadas de los carros cargados de quienes expoliaron buena parte de la antigua ciudad para construir la fortificación, y el pueblo besa al río Tajo, que hoy discurre tranquilo por este lugar. Al auge de Zorita de los Canes en la Edad Media colaboró el derecho de pontazgo que tuvo. Para su desgracia, el puente fue arrasado en 1545, pero el río dejó como recuerdo un machón en la zona de la villa con la torre del pontazgo, hoy habilitada como restaurante. Es una buena manera de reponer fuerzas recordando a los pobres arrieros y ganaderos que tuvieron que dejar sus buenos dineros para poder cruzar el Tajo.