Travesías
Una travesía es la “parte de carretera en la que existen edificaciones consolidadas al menos en dos terceras partes de la longitud de ambas márgenes y un entramado de calles conectadas con aquélla en al menos una de sus márgenes”. Esta definición pertenece a la vigente ley española de Carreteras del Estado, del año 2015, y es parecida a la de la legislación anterior. No obstante, la ley de 2015 dio una vuelta de tuerca muy importante para controlar el asunto por parte del ministerio gestor de la carretera, en detrimento de las competencias municipales. En efecto, la ley introdujo un nuevo tipo de estudio de carreteras, el denominado “Estudio de Delimitación de Tramos Urbanos”, que define aquellos tramos de carretera que tienen esa consideración y también los tramos que se consideran como travesía. La competencia para confeccionar y aprobar estos estudios es también del ministerio, de manera que se separa la definición de tramos urbanos de lo que tenga establecido el planeamiento urbanístico aprobado por los ayuntamientos, que en la ley anterior condicionaba la consideración como urbano de un tramo de carretera. También, la ley de 2015 otorga competencias al ministerio para autorizar actuaciones en terrenos colindantes de travesías cuando se afecte a los elementos de la carretera o a la zona de dominio público.
Todo esto no es nuevo. El conflicto que provoca una carretera atravesando un núcleo urbano viene de antiguo y no solo se limita a ver quién tiene competencias para controlar las actuaciones de los vecinos y colindantes o a la regulación del tráfico, sino que en tiempos se discutía incluso quién debía construir y mantener esas carreteras-calles.
La calle Real
Antes de que el Estado asumiera la construcción de las modernas carreteras, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, lo común era que los pocos caminos mantenidos como tales y las numerosas sendas enlazaran poblaciones entre sí, creando de este modo una ficticia red de largo recorrido jalonada con el paso por numerosos pueblos. Los caminos principales, caminos “reales”, dejaron huella en numerosas poblaciones, muchas de las cuales aún hoy conservan hoy día una calle denominada “Real”, en la que convivieron en el pasado vecinos y caminantes forasteros y en la que habitualmente se ubicaban las posadas, las fondas y los escasos servicios que se ofrecían al caminante. En otros casos, la calle lleva el nombre de la principal ciudad de destino a la que se podía llegar siguiendo el camino, por lejana que fuera. Es el caso de la calle de Madrid en Daroca, recuerdo del camino de ruedas que comunicaba la capital con Zaragoza y Barcelona, o la calle de Valencia en María de Huerva, a más de 300 km de la ciudad levantina. El prefijo “carra” también denota un camino antiguo y aparece en algunos nombres de calles actuales. En cualquier caso, eran épocas en las que no cabía ninguna duda: el arreglo y mantenimiento de esas calles era competencia de los concejos.
Las primeras carreteras modernas: que los ayuntamientos construyan y mantengan las travesías… y algo más
Algo cambió cuando el Estado asumió la construcción de las carreteras principales. De entrada, fue habitual que las carreteras construidas en el siglo XIX evitaran el paso por los núcleos urbanos. En muchas ocasiones eran los ayuntamientos los que no deseaban que transeúntes desconocidos entraran a las poblaciones, aunque sí que luchaban para que las carreteras estuvieran relativamente cerca de los núcleos de población. Como consecuencia, las variantes de población fueron abundantes en las nuevas carreteras.
No obstante, en muchos casos la nueva carretera tuvo que atravesar el núcleo urbano y hubo entonces opiniones diversas sobre a quién competía construir y mantener esa carretera en ese tramo tan singular. Por una parte, la carretera no era, en puridad, propiedad de los ayuntamientos, pero por otra también era una calle y en ese tipo de vías urbanas los responsables eran esos mismos ayuntamientos.
Se argumentó también que en muchos casos el hecho de que la carretera atravesara un núcleo urbano favorecía a la población. Así lo expresaba la Enciclopedia Española de Derecho y Administración en 1853: “Grandes y positivos beneficios reportan los pueblos cuando pasa por ellos una carretera; sus productos encuentran consumo, su industria y su agricultura prosperan: su comercio se anima […] hasta la cultura de los habitantes toma mayor incremento […] Además, la carretera que atraviesa por una población, aparte de los enunciados beneficios, recibe uno no menos positivo: el de ahorrarse caminos que de otro modo habrían de construir” (para conectar con la carretera principal).
Por contra, también había que tener en cuenta que esa calle-carretera tenía que tener una anchura adecuada, a veces mayor que las del resto de las calles de la localidad y que se imponía cierta servidumbre a los vecinos, puesto que no debían existir obstáculos para la circulación de personas, animales y carros. Además, los edificios colindantes debían estar en buen estado y no suponer un peligro para los transeúntes. La enciclopedia citada anteriormente añadía un problema que hoy no imaginaríamos: “los pueblos situados en las carreteras se hallan expuestos más inmediatamente a las exacciones, a las venganzas y a los castigos arbitrarios e inmerecidos y a infinitas vejaciones en las guerras, así civiles como extranjeras: las carreteras sirven de comunicación a los ejércitos que en estos periodos desastrosos, ya entren en pueblos embriagados con la victoria, ya desesperados por las derrotas, ya persiguiendo, ya siendo perseguidos, siempre hacen sentir aquellas grandes calamidades”.
Al final eran demasiadas cargas para los pobres ayuntamientos, pero las primeras normas fueron inflexibles: la construcción de las travesías e incluso de un tramo previo a la entrada de la población estaría a cargo de los ayuntamientos, y también su mantenimiento posterior. La primera fue la Real Orden de 22 de abril de 1786, para que “los pueblos de las carreteras principales de caminos compongan sólidamente la entrada y salida de todos ellos en la distancia de trescientas veinticinco varas”. Daba igual la entidad de la población, la longitud extra era igual para todas. La medida debió ser bastante dura para las arcas municipales, pero se mantuvo durante muchos años. De hecho, la Real Orden de 9 de diciembre de 1838 y otra orden de la Regencia de 5 de marzo de 1841 insistieron en el cumplimiento de la real orden de 1786, con su estrambote de 325 varas en cada entrada. La orden de la Regencia añadía, para los ayuntamientos más pobres, que “si la escasez de fondos dificultase realizar tales mejoras, podrá utilizarse la costumbre antigua de que cada vecino en días señalados, que no interrumpan violentamente sus faenas habituales, contribuya con una parte de trabajo proporcional a su riqueza, ya caballerías o carros para su conducción, ya brazos para su preparación y arreglo. Los ingenieros y dependientes del cuerpo de caminos y canales, sin abono de honorarios ni gratificación a costa de los pueblos, cuidarán de preparar y dirigir los trabajos”. En cuanto al tráfico, la Ordenanza para la Conservación y Policía de las carreteras generales, de 14 de septiembre de 1842, encargaba a los alcaldes que los caminos y sus márgenes estuvieran libres para el tránsito público, especialmente en las calles de travesía de los pueblos.
Para hacernos una idea, 325 varas de Burgos (fue la vara oficial a partir de 1801) eran equivalentes a 270,70 m. Así pues, los ayuntamientos cargaban con la longitud de la travesía y con más de medio kilómetro extra de carretera principal, fueran ricos o pobres.
La ley de Travesías de 1849
La realidad parece que fue menos idílica de lo que se pensaba en 1786 y los peores tramos de las carreteras principales eran, a mediados del siglo XIX, las entradas y salidas a las poblaciones. En 1841 estaban “totalmente descuidadas y casi intransitables”, según el propio Ministerio de Gobernación.
El 11 de abril de 1849 se promulgó la Ley de Travesías. Una de sus principales modificaciones fue la de excluir de la obligación municipal la construcción y mantenimiento de los tramos de 325 varas en las entradas y salidas de las poblaciones. No obstante, siguió incluyendo la obligación, a cargo de los ayuntamientos, de construir y de conservar las travesías por la población y sus arrabales. Además, otorgó al gobierno la competencia para establecer los tramos que tendrían la consideración de travesía y fijar la anchura de la vía y la alineación de los edificios y cercados próximos.
La ley fue un poco más comprensiva con los pueblos más empobrecidos, permitiendo que en tal caso fuera la Diputación provincial quien corriera con el gasto. El 14 de julio de 1849 se aprobó el Reglamento para la ejecución de la Ley de Travesías, que desarrolló el procedimiento para redactar el proyecto y la relación que durante su formulación debería existir entre los ayuntamientos y el ingeniero encargado de redactarlo. El 3 de febrero de 1871 aún se insistía en el cumplimiento de este reglamento por parte de los alcaldes y en que la última palabra para establecer alineaciones de edificios en las calles-travesía era del entonces Ministerio de Fomento.
Suavizando las exigencias
Ocho años después de la aprobación de la Ley de Travesías apareció la segunda Ley de Carreteras española, la denominada “ley Moyano”, de 22 de julio de 1857. En su artículo 19, al tratar sobre la construcción y mantenimiento de las carreteras que se incluyeran en los planes de carreteras, que sería a cargo del Estado, introdujo una salvedad importante al excluir la aplicación de la ley de 1849 a los municipios de menos de 8.000 habitantes. Esas travesías de las poblaciones relativamente menores también serían costeadas por el Estado. Posteriormente, el Reglamento de Carreteras de 1877 volvió a dejar claro que la Ley de Travesías de 1849 seguía vigente, pero solo para los municipios de más de 8.000 habitantes.
Como consecuencia de lo anterior, fue habitual que en la Gazeta de Madrid se publicaran anuncios de licitación de obras de travesías por parte del ministerio. Fueron, por ejemplo, los casos de Grado (ya en 1858), Soria (1860, año en el que tenía 5.700 habitantes), Villamayor (1861), Báguena (1863) o Calamocha (1867). Fue común que estas obras se licitaran independientemente de las de la carretera principal, de modo que en algunos casos estaba finalizada toda la carretera salvo algunas de sus travesías, según las memorias de Obras Públicas de la época.
Los pavimentos de las travesías
Por cuestión de higiene, cualquier travesía necesita que la circulación no levante una polvareda ni que el pavimento sea un barrizal en tiempos húmedos. Esto ha sido una constante histórica en las calles de las poblaciones, que han sido empedradas o enlosadas desde antiguo.
Ya en el Reglamento de la ley de Travesías de 1849 se tenía que especificar si los ayuntamientos deseaban incluir, entre las obras que deberían ejecutar a su costa, un empedrado o mantener el afirmado tradicional (macadán recebado). Después de que el Estado asumiera la construcción y el mantenimiento de las travesías en los pueblos de menos de 8.000 habitantes, a partir de 1857, se abrió la posibilidad de que también a costa del Estado se empedrara o adoquinara el tramo. Las solicitudes y proyectos aumentaron a comienzos del siglo XX, coincidiendo con la aparición del automóvil.
No obstante, la situación económica no era buena y el presupuesto para obras de conservación era escaso. Por ello, el 23 de abril de 1915 se estableció que aquellos ayuntamientos que desearan mejorar el pavimento de la rodadura de sus travesías mediante adoquinado o asfaltado, deberían aportar el 50% del presupuesto y asumir el mantenimiento posterior. Otras órdenes de 5 de junio de 1917 y de 22 de marzo de 1929 desarrollaron a la de 1915.
Precisamente, en ese año de 1915 se proyectó la pavimentación de la travesía de Castellón, cuyo ayuntamiento ya tuvo que asumir el 50% de su coste. Por cierto, ese ayuntamiento solicitó modificar la solución inicial (macadán y alquitranado) por el adoquinado, “teniendo en cuenta las condiciones atmosféricas de la localidad y la intensidad del tráfico”. Adoquinado o alquitranado eran las dos soluciones técnicas que se ofrecían a principios del siglo XX para los firmes de las travesías.
Los adoquinados fueron una solución habitual en numerosas travesías. No es un pavimento cómodo, pero sí duradero y fácil de conservar. En este sentido, viene a cuento recordar que ya los romanos enlosaban las calles de sus ciudades y algunos pequeños tramos en sus inmediaciones en los que era necesario mantener la dignidad y la higiene. Hubo un paralelismo entre las soluciones romanas y las de las carreteras del siglo XIX: afirmado granular y cómodo en calzadas o carreteras y enlosado/adoquinado incómodo, pero higiénico, en calles y travesías. Confundir estos términos o aplicar una parte (la solución de la calle o travesía) al todo (el resto de la carretera interurbana), como ha sucedido, por desgracia, con los enlosados romanos, ha hecho mucho daño a las investigación y al mantenimiento de las históricas calzadas romanas, las de verdad.
Una ley que cumple 100 años… y más
La ley de 1849 y las órdenes de 1915, 1917 y 1929 siguieron regulando las mejoras de las travesías hasta la década de 1960. El 23 de diciembre de 1961 se aprobó una nueva orden ministerial que pretendió actualizar las ayudas a los ayuntamientos. Poco más o menos vino a decir que si los ayuntamientos aportaban al menos un 30% del presupuesto no habría problema para que el proyecto saliera adelante. El 10 de febrero de 1962 se desarrolló esa orden y se especificaron los tipos de obras que podían ser solicitados por los ayuntamientos. Además de la mejora de pavimentos o del ensanche de la calzada, se incluyeron obras de drenaje, aceras, ajardinado de márgenes, instalación de agua para riego, señales, semáforos, alumbrado, marcas viales, zonas de parada para transporte público, construcción de aparcamientos, acondicionamiento de intersecciones, pasos para peatones y eliminación de puntos singulares que dificultaran el tránsito. Todo un abanico para que las travesías pudieran ser algo más que una carretera atravesando un núcleo urbano.
En todo caso, el porcentaje del presupuesto que tenían que aportar los ayuntamientos no se ceñía solo al coste de las obras, sino también al de la redacción del proyecto y al de las expropiaciones. Además, los ayuntamientos tenían que hacerse cargo del mantenimiento de los jardines, aparcamientos, zonas de parada e instalaciones y asumir el abono de los consumos de agua y de energía eléctrica.
La ya entonces vetusta Ley de Travesías de 1849 siguió vigente… hasta 1974, cuando la Ley de Carreteras de 19 de diciembre la derogó. Murió a los 125 años. No está mal llegar hasta tan avanzada edad.
A partir de 1974, las leyes de carreteras se han preocupado casi en exclusiva en resolver, a su manera, el conflicto de intereses entre la planificación urbanística municipal y las competencias propias de la explotación de la carretera. Como ya se ha comentado al comienzo de esta entrada, se ha evolucionado desde un planteamiento en el que los ayuntamientos tenían prácticamente todas las competencias en cuanto a las obras colindantes en las travesías, a la ley de 2015, en la que el ministerio ha recuperado buena parte del control sobre esas obras.
En todo caso, y hablando de esta materia, debemos meditar la razón por la cual la principal avenida de muchas pequeñas poblaciones coincide con la antigua travesía. Cuestión de aplicación de las alineaciones legales establecidas por tratarse anteriormente de una carretera…
La entrega de los tramos exclusivamente urbanos a los ayuntamientos
La Ley de Carreteras de 1974 incluyó una novedad. En una época en la que se incrementó la construcción de variantes de población, muchas de las antiguas travesías quedaron fuera de la red principal de carreteras, con tráfico exclusivamente urbano. En esos casos, la ley estableció que se entregarían a los ayuntamientos, aún en el caso de no estar estos de acuerdo. No obstante, fue habitual que el ministerio ejecutara algunas obras de mejora en la propia travesía (a veces, con la participación municipal de un 30% del presupuesto) antes de iniciar el expediente de entrega a los ayuntamientos. Se trataba de no reñir demasiado.
La Orden de 23 de julio de 2001 modificó el sistema, y ofreció a los ayuntamientos la transferencia de treinta millones de pesetas (180.304 euros) por cada kilómetro de travesía que se quedaran (cincuenta millones de pesetas si se trataba de carretera con dos calzadas). Los ayuntamientos invertían esa cantidad en obras de mejora, no necesariamente en la propia travesía. Eso sí, para recibir la transferencia tenían que justificar haber ejecutado esas obras. El 27 de octubre de 2005 se actualizaron las cantidades a transferir, pasando a 204.644 euros/km en el caso de una sola calzada y a 341.704 euros en el caso de dos calzadas. Estas cantidades serían actualizadas en el futuro en función del IPC. Sin embargo, en la ley de Carreteras de 2015 se habla de la cesión gratuita a los ayuntamientos. La última moda es llegar a convenios con ellos para efectuar actuaciones por parte del ministerio previamente a la entrega.
El urbanismo-dedo
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de la construcción de numerosas variantes de población. No obstante, con el crecimiento urbano acelerado registrado en el siglo XX y el triunfo del automóvil y de la velocidad, fueron los pueblos los que buscaron a la carretera, edificando junto a ella e instalando edificios de servicios y de hostelería en sus proximidades. La normativa propia de la defensa de las carreteras fue un instrumento para mantener la distancia debida, pero en las ciudades y núcleos de importancia la presión edificatoria dificultó su cumplimiento, en especial en los casos que podemos definir como “urbanismo dedo”, que es aquél que utiliza una infraestructura para edificar en sus márgenes, creciendo el suelo urbano sin crear un auténtico entramado organizado y planificado y convirtiendo en travesía tramos de carreteras que antes no lo eran.
El hartazgo sobre este desarrollo lineal lo manifestó claramente la exposición de motivos de la ley de 7 de abril de 1952, sobre ordenación de las edificaciones contiguas a las carreteras: “Las poblaciones en general, prefieren para su desarrollo elegir para la formación de los núcleos urbanos las inmediaciones de las carreteras, que así se convierten en calles por las que la circulación rápida de tránsito se dificulta grandemente por el tráfico local con su secuela de estacionamientos y la invasión de peatones. El problema planteado por este desarrollo lineal de la población ha obligado al Ministerio de Obras Públicas a realizar obras costosas en algunas variantes para suprimir travesías, vías de ronda y nuevos accesos. Pero esta labor queda inutilizada si no se adoptan las precauciones oportunas para contener y ordenar el desarrollo de edificaciones, estimulado y atraído no solo por la importancia de las nuevas arterias de tráfico, sino porque las mismas revalorizan los terrenos contiguos”. Para evitar eso, la citada ley prohibió construir variante alguna que no llevara aparejada la construcción de vías laterales a la carretera para el tráfico local y de peatones. La sección que se estableció para conseguirlo fue de 31 metros, que comprendía una calzada central de 10,50 m (tres carriles), calzadas laterales de 6 metros, arcenes de 2,75 m y aceras de 1,50 m. Evidentemente, esta ley pensaba en las grandes poblaciones que ya se expandían en la época. La cifra de 31 m se mantuvo en muchos instrumentos de planeamiento hasta hoy (los habituales 15,5 m al eje, para aclararnos mejor).
Posteriormente, la Ley de Carreteras de 1988 incluyó un artículo cuanto menos curioso para luchar contra el urbanismo-dedo. El artículo 25 reguló la línea límite de edificación según el tipo de carretera, sin novedades significativas frente a lo que estaba vigente desde 1974. Ahora bien, al final de ese artículo se añadió un apartado específico, indicando que “no obstante lo dispuesto en los apartados anteriores, en las variantes o carreteras de circunvalación que se construyan con el objeto de eliminar travesías de las poblaciones, la línea límite de edificación se situará a 100 metros medidos horizontalmente a partir de la arista exterior de la calzada en toda la longitud de la variante”. Sin duda fue un añadido posterior a la redacción inicial y mostraba el hartazgo por esa persecución de los promotores de viviendas y negocios hacia las nuevas carreteras. Tan fuera de lugar estaba que en los casos de carreteras convencionales se dio la paradoja de que la línea límite de edificación estaba fuera de la zona de afección de la carretera.
Hoy día, en el caso de las carreteras estatales, la ley vigente es la de 29 de septiembre de 2015. Los mecanismos de defensa han variado poco, salvo la eliminación de los 100 m como distancia límite de edificación en casos de variantes, que ahora es de 50 m. También incluye restricciones derivadas de los mapas de ruido y donde la ley se muestra tajante es en la regulación de accesos o en su cambio de uso, auténtico caballo de batalla para la defensa de unas carreteras que, se supone, deben estar dedicadas al tráfico de largo recorrido. De hecho, el preámbulo de la ley ofrece una frase que lo define muy bien: “El proceso urbanizador no se puede apoyar en la exigencia continua de nuevas carreteras estatales que vengan a solucionar dichas demandas”.
Travesías bellas
Con el auge del turismo se fue consciente de que una travesía hermoseada podía ser fuente de ingresos para la población y dejaba una buena impresión en los miles de viajeros que iban a recorrerla, además a baja velocidad. Fue el propio Ministerio de Obras Públicas el que impulsó el embellecimiento de las travesías con la creación de los premios nacionales “Conde de Guadalhorce”, mediante Orden Ministerial de 14 de enero de 1961. Inicialmente se otorgaban premios anuales de 100.000 pesetas a tres municipios de menos de 25.000 habitantes que se hubieran distinguido durante el año en el cuidado y embellecimiento de sus travesías. A partir del 8 de marzo de 1973 se redujo la convocatoria a los municipios de menos de 20.000 habitantes, siempre que estuvieran en las provincias seleccionadas para cada convocatoria. Se valoraba especialmente la limpieza de los márgenes y el saneamiento de terrenos y edificios de la travesía, la pavimentación, el buen desagüe de las aceras, la ordenación del tráfico, el cuidado de las señales y del balizamiento, el cuidado de las calles laterales, la limpieza y el ajardinamiento de los márgenes. Un cartel, definido en la orden de 1973, daba fe de que la travesía había sido premiada.
El chollo de la publicidad
La ley de Carreteras de 1988 prohibió realizar publicidad en cualquier lugar visible desde la zona de dominio público de la carretera, siempre que estuviera fuera de los tramos urbanos. Esta coletilla convirtió en un chollo publicitario a las travesías que todavía existían. Se llenaron de grandes carteles, colocados estratégicamente en las entradas y salidas de las poblaciones, procurando los publicistas que siempre estuvieran dentro de suelo urbano. Más adelante, en el entorno de las grandes poblaciones, ya ni se respetó que la carretera atravesara suelo urbano, bastaba con poner la inmensa cartelería en su entorno.
La proliferación de todo tipo de publicidad, alguna con diseños que conseguían distraer al conductor (este es el éxito del publicista), provocaron más de un accidente. De este modo, la Ley de Carreteras de 2015 tuvo que añadir que el ministerio podría ordenar la retirada o la modificación de aquellos elementos publicitarios o informativos que pudieran afectar a la seguridad viaria o la adecuada explotación de la vía.
Sobre la relación entre publicidad y carretera puede visitarse esta entrada del blog:
Circule despacio, que es una travesía
Con la llegada del automóvil se plantearon los primeros problemas de seguridad vial en las calles/carretera. El 17 de septiembre de 1900 se aprobó el primer reglamento para el servicio de coches automóviles por las carreteras. Fue la primera vez que se limitó genéricamente la velocidad: “En las travesías de los pueblos se reducirá por regla general al máximo de 12 kilómetros por hora, pero en los sitios estrechos, en las curvas de pequeño radio, enfrente de las bocacalles y en el cruce con tranvías, se moderará la marcha lo necesario para evitar accidentes”.
El reglamento de 1900 tuvo vigencia hasta el 23 de julio de 1918, cuando se aprobó el “Reglamento para la circulación de vehículos de motor mecánico por las vías públicas de España”. En cuanto a la velocidad, no se establecieron límites como en 1900, aunque se insistió en la moderación de la velocidad en determinadas circunstancias: “La velocidad de la marcha de los automóviles y motocicletas se reducirá cuando sea necesario, siempre que su presencia pudiera ocasionar algún desorden o entorpecer la circulación, y no podrá exceder de la equivalente al paso de hombre en los parajes estrechos o muy frecuentados”.
El 16 de junio de 1926 se aprobó un nuevo reglamento, que llevó el mismo título que el de 1918. Dejó en manos de los gobernadores civiles la señalización de los límites máximos de velocidad en las travesías. Dos años después, el 17 de julio de 1928 se aprobó el interesante y completísimo Reglamento de Circulación Urbana e Interurbana, que estableció las primeras normas modernas de circulación. Respecto a la velocidad de los automóviles ligeros, se optó por no establecer un límite genérico. “La velocidad de los vehículos automóviles deberá ser tal que sus conductores puedan cumplir en todo instante, sin incertidumbre y con facilidad, la totalidad de las prescripciones de este Reglamento”. Se optó por esta fórmula, regulando acto seguido los casos en los que se debería reducir la velocidad, entre los que se encontraban los caminos con viviendas próximas a los bordes.
El 19 de septiembre de 1934 se aprobó el Código de Circulación, basado en el de 1928 y con mayor número de artículos. Para los vehículos ligeros no se estableció una velocidad genérica máxima, ya que de nuevo, después de cargar la responsabilidad sobre los conductores, se limitó a citar una serie de casos en los que éstos debían moderar la velocidad, similares a los que recogía el anterior Reglamento de 1928.
La antesala para la inclusión de velocidades máximas genéricas en las carreteras españolas (costumbre que también ha llegado hasta hoy) fue el Decreto 951/1974 de 5 de abril, que fue desarrollado por la Orden de 6 de abril de 1974, estableciéndose para las travesías y vías urbanas la limitación de 60 km/h. Dieciocho años después, el Real Decreto 13/1992 provocó otra modificación importante, que ha llegado hasta hoy: en las vías urbanas y travesías se limitó la velocidad a 50 km/h, por razones de seguridad.
La tendencia es seguir a la baja. En mayo de 2021 entró en vigor la modificación del Reglamento General de Circulación por la cual las vías urbanas de un carril por sentido tienen, por defecto y como máximo, un límite de velocidad de 30 km/h. Multitud de travesías y calles urbanas tienen ya rebajada la velocidad máxima a esos 30 km/h. Se trata de que la convivencia entre peatones, ciclistas y vehículos sea lo más segura posible, ya que se suele admitir que la posibilidad de que el accidente por atropello sea muy grave se reduce al 20% si el vehículo circula a 30 km/h frente a si lo hace a la antes genérica velocidad de 50 km/h. Son denominadas habitualmente “calles pacificadas”. Evidentemente, lo contrario de la paz, la guerra, es circular con una velocidad inadecuada en las travesías.