La venta
1
Estoy muy cansado.
Hace horas que dejé atrás la venta de Vivel y la permanente cuesta, la estrechez del camino, descarnado por las heridas que en él han marcado los regueros del agua de lluvia y esa oscuridad prematura que se sufre en el bosque que nunca se termina de atravesar me obligan a caminar en tensión y muy despacio.
También cansa la soledad. No hay nadie. Desde hace mucho tiempo no oigo más que el ruido de mis pisadas y las de mi mula, en ocasiones amplificadas por el rodar de algunas piedras o por el chasquido provocado por la rotura de una rama seca o por haber pisado alguna piña.
Hace frío y está anocheciendo.
Me han dicho que arriba, en el puerto, hay una venta, donde ansío, al menos, estar sentado junto al fuego. Solo pienso en eso…
De repente, el bosque torna más ralo y deja entrever una rácana cuota de paisaje. Siento que la mula, siempre tan terca pero tan firme, no camina como de costumbre. El animal siente algo gracias a su instinto que yo soy incapaz de averiguar.
A mi izquierda existe un valle, cuya visión se va perdiendo entre las primeras tinieblas de la noche. Más cerca, a mi derecha, el paisaje es misterioso. Son unas tierras rojizas que hace muy poco parecían arder en el crepúsculo, como si fuera una imagen del fuego infernal, y que tienen tantos barranquillos que ahora ofrecen un juego de luces perturbador, así como chimeneas térreas que parecen obra de brujas. La luz tenue de la luna es ya la única que me permite distinguir los sombríos perfiles de los árboles y de estas tierras. Parecen fantasmas en movimiento, sombras que siguen mis pasos, que me espían y que se esconden jugando conmigo. Procuro caminar más despacio y en silencio. No estoy tranquilo.
Por fin, a lo lejos, distingo los oscuros contornos de un edificio solitario. Debe ser la venta.
Apenas hay luz en su interior, solo en una mísera ventana del primer piso parece distinguirse la temblorosa luz de alguna vela encendida. Me preocupo. Necesito el descanso y el cobijo. Hace mucho frío y el cierzo hace tiempo que silba su tediosa y gélida canción.
Me acerco a la venta.
No siento el habitual bullicio que he vivido en otras. La entrada por la cuadra está oscura. Apenas se distingue un par de mulas, junto a las cuales dejo a la que me ha acompañado en el viaje. Entro buscando ese hogar que nunca falla en las ventas, pero el fuego está apagado y no hay nadie, ni un miserable arriero, ni un viajero perdido como yo…
Solo escucho un monótono murmullo que viene de arriba, del piso superior, y que por un momento se ha apagado. Me dirijo en silencio y casi a oscuras hacia la escalera, cuando unos hombres y mujeres descienden horrorizados tropezando y profiriendo unos terribles gritos.
¡Satán!
¡Es Satán!
Todos salen corriendo al oscuro exterior y sus siluetas desaparecen entre las tinieblas de la noche…
Decido subir con sigilo al primer piso. No sé qué habrá asustado de esa manera a ese grupo de gente, pero tiemblo ante la incertidumbre.
El silencio ahora es total.
No sé por qué está todo tan oscuro. Instintivamente me detengo y contengo la respiración cada vez que alguna de mis pisadas hace más ruido de lo normal. Poco a poco me asomo a la estancia, que tiene una triste vela encendida.
Mis ojos no dan crédito.
Una mujer, posiblemente la ventera, se encuentra muerta sobre un pequeño lecho. Antes de mi llegada esto era un velatorio… Era, porque todos lo han abandonado aterrorizados. Permanezco quieto, mirando al cadáver, cuyas facciones se adivinan merced al baile de luces y sombras que la pequeña vela forma ante cualquier mínima corriente de aire.
La triste ventana solo enseña la oscuridad exterior, como si acompañara en el duelo. Alrededor del cuerpo de la ventera hay unas sillas vacías. Ningún otro mueble se encuentra en la vieja habitación. Ni una sola imagen, ni un miserable adorno.
Miro de nuevo a la ventera. Su rostro muestra las huellas de una vida muy dura, que la palidez que dibuja la muerte va difuminando.
No sé qué hacer. Tampoco quiero abandonar un techo seguro en esta fría noche invernal. Por otra parte, me inquieta no saber qué es lo que ha hecho abandonar la venta precipitadamente a todos los deudos.
De repente, oigo un ruido y sobresaltado vuelvo mis ojos hacia la ventera. ¡No es posible! ¡El cuerpo está moviéndose, como saltando sobre su lecho, aún manteniendo la rigidez de sus miembros!
Quedo paralizado. Quiero gritar, pero el miedo estrangula mi garganta y soy incapaz de emitir sonido alguno. Desciendo las escaleras a oscuras ya sin reparos ni silencios y salgo corriendo de la venta.
El frío y el viento abofetean mi cara.
Tengo tanto miedo que no sé si he visto o no la misteriosa silueta de un hombre en la planta baja. ¡Pudiera ser el mismo demonio! Lo he debido soñar, buscando una lógica que no tiene cabida en un lugar como éste…
2
Sueño…
Sueño…
Cada vez que el cansancio me vence aparece esta escena en mi breve sueño. No sé por qué.
Tengo miedo.
Quizá sea la presencia del cadáver de mi compañero, de mi amigo, al que en cuanto salga el primer rayo de sol quiero darle entierro con algo de dignidad, aunque solo sea a costa de colocar sobre su cuerpo un montón de estas piedras que la guerra que estoy sufriendo ha arrancado de este viejo edificio.
Hace ya unas horas que mis compañeros abandonaron las paredes ruinosas de esta antigua venta que ya no protege. Ha vencido febrero y el mes de marzo se presenta igual. Más frío, más viento, más cerca siento la presencia del enemigo. De vez en cuando el silbido de una bala, ese pitido de muerte, me produce un escalofrío. Pienso que si me duermo junto a esta pared desnuda puedo despertar con un cuchillo en el cuello a punto de cercenar mi joven existencia. Es terrible. El enemigo está cerca y estoy muy solo. A veces oigo pasos y el golpeo de piedras que parecen cercanas. Contengo la respiración y trago saliva amarga…
Y si, a pesar de todo, me quedo dormido, vuelve a machacarme el sueño recurrente de la ventera muerta…
No aguanto más. Este lugar está maldito.
No sé qué será de mí, pero voy a levantarme, abandonar con el amparo de la oscuridad estas terribles ruinas y huir ladera abajo hacia cualquier lugar. El miedo y la inquietud que tengo me impiden permanecer aquí. Me levanto, esperando oír el silbido de la bala que finalmente no llega, avanzo entre cascotes y ruinas y una pequeña losa provoca un extraño crujido a mi paso.
Un trueno seco provoca un estruendo que las montañas próximas se encargan de repetir al cabo de unos segundos.
No sé qué está pasando.
Aguanto, estoy quieto, buscando el silencio, deseando el silencio.
Me inclino lentamente, con cuidado, y con la escasa y pálida luz que la luna presta a esta maldita noche recompongo la vieja cerámica. Abro bien los ojos para ver lo que está escrito…
Siento un horrible estremecimiento… Estoy en la venta del Diablo.
La venta del Diablo existió.
Sobre el origen de su peculiar nombre escuché un día, en un pueblo cercano, la historia del hombre que, aprovechando el hueco que en el forjado del primer piso se suele dejar en estas tierras para colgar al cerdo allá por san Martín, movió el cadáver de la ventera muerta y asustó a todos los presentes. Otras versiones más prosaicas hablan de que quienes la construyeron eran apodados “los diablos”, extremado epíteto para unos albañiles.
Lo cierto es que la guerra civil le pasó por encima, una pesadilla de destrozo y de muerte que terminó el 1 de marzo de 1937 cuando el ejército de la República tuvo que abandonar estas posiciones. La venta quedó destrozada casi por completo.
Hoy sus escasas ruinas están enterradas junto al cruce de las carreteras A-222 y N-211, cerca de la cima del puerto de Mínguez y a pocos kilómetros de Portalrubio (Teruel), pero su recuerdo sigue presente en los mapas, ya que la partida sigue llevando su nombre.
Frente a la ubicación de la antigua venta, una formación geológica de “tierras malas” regala su color al paisaje. Rojo, por supuesto.
Me ha encantado, Carlos, la narración y la historia.
Jubilado, pero muy ocupado, una de mis aficiones es la historia de las ventas, sobre lo cual hace años publiqué un artículo.
Enhorabuena por tu afición a la historia.