Alcohol y carretera
En la década de 1970 era habitual que, en las celebraciones del día del turista o con motivo de algunas fiestas populares, jóvenes ataviados con sus trajes regionales recibieran a los conductores foráneos en las entradas a la población. La foto que sigue corresponde a Teruel, en su acceso por la antigua carretera N-234, procedente de Sagunto. En ella, dos mujeres jóvenes agasajan a un donostiarra con jamón y con unos folletos, mientras que otro joven le ofrece un buen palmero… de vino. La foto ampliada permite distinguir mejor el alcohólico detalle.
Hoy no cabe ninguna duda de que conducir con los efectos del alcohol es una irresponsabilidad que puede pagarse muy cara. El alcohol afecta seriamente a las capacidades mínimas que necesita cualquier conductor. No obstante, no siempre se tuvo esa conciencia e incluso hubo épocas en las que se impulsaba el consumo de bebidas alcohólicas.
Según el Instituto Nacional de Toxicología español, casi el 52% de los conductores fallecidos en accidente de tráfico en el año 2022 dieron positivo en alcohol, drogas o psicofármacos al hacerles un test de sangre momentos después del accidente. Y entre esas sustancias, el alcohol fue la más habitual, apareciendo en un 57,6% de los positivos. En resumen, prácticamente el 30% de los fallecidos en accidente de tráfico dieron positivo por alcohol.
Asustan los porcentajes anteriores, por lo que durante los últimos años se ha incrementado el control preventivo a los conductores y se ha endurecido la legislación. A título de ejemplo, durante el año 2021 la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil realizó 4,3 millones de pruebas de alcoholemia en las carreteras donde es competente. El 80% de las pruebas fueron por prevención y el 20% restante después de que el conductor cometiera una infracción o sufriera un accidente. El porcentaje de positivos fue de un 1,2% en el primer caso y el 6,2% en el segundo, es decir, cinco veces más.
El problema es muy claro. Conducir con cierta tasa de alcohol es muy peligroso. Deshace vidas e ilusiones. Y no hay que engañarse: es fácil alcanzar las tasas máximas permitidas bebiendo determinados licores y la duración del efecto dura bastantes horas. Se adjuntan dos gráficos que lo muestran claramente. Sobran los comentarios.
El largo camino: de potenciar el consumo a la toma de conciencia
Con pan y vino se anda el camino
El dicho popular recoge una realidad histórica: el vino fue siempre el acompañante del caminante, entre otras cosas porque no siempre era posible encontrar agua no contaminada para beber. Richard Ford ya citaba en la década de 1830 que “no vayas sin bota en el camino, y cuando fueres, no la lleves sin vino”. En multitud de relatos de viajeros aparecen menciones al vino. Para muestra, unos botones:
La bota de vino no faltaba nunca. Branet, en 1797, expuso las provisiones que cargó en su viaje entre Teruel y Zaragoza: “Me procuré buenas alforjas llenas de provisiones de pan, carne, chocolate, queso y de una bota de buen vino y retomé el camino”. Tampoco faltaba el vino en todas las comidas, por escasas que fueran. De este modo, en otras ocasiones la sed se calmaba de golpe, a base de buenos y abundantes tragos de vino. Baretti dejó escrita en 1770 su experiencia en la venta de San Martín, en el puerto del mismo nombre que existía antiguamente en el camino real entre Villarreal de Huerva y Cariñena: “Sin embargo, para compensar los extraños víveres, la esposa del ventero sacó una bota de piel llena de un excelente vino de Cariñena, y bebí tan a menudo y tan amablemente que mis espíritus fueron reclutados por completo y olvidé mi cansancio en media hora”. Es una poética forma de describir los efectos.
Si para el viajero común era abundante el vino, no faltaba cuando se trataba de una visita real. En estos casos la bota era sustituida por la más monumental fuente de vino. En 1585, Enrique Cock fue el cronista del viaje de Felipe II a Zaragoza: “Dejamos la villa de Longares a mano derecha, en la cual se aparejaba para su Majestad que había de venir a la tarde. También estaba aquí hecha una fuente de muy buen vino para quitar la sed a los pasajeros”, hecho que se repitió casi cien años después con motivo de la visita de Carlos II, como expuso Fabro Bermundán en 1680: “Hasta fuentes de vino se hallaron en el camino, a costa de algunos particulares”.
El vino también tuvo una relación directa con la construcción algunas de las primeras carreteras, esta vez en forma de impuestos: “En el año 1790 se impusieron arbitrios sobre el consumo de carnes y vino en los pueblos de los Obispados de Teruel y Albarracín, que entonces pertenecían al Reino de Aragón y hoy corresponden a la provincia de Teruel, con destino a la construcción de la carretera desde Teruel a Valencia”. En estas tierras era la bebida por excelencia.
Mientras los viajeros por caminos y carreteras fueron caminantes o condujeron carros tirados por animales, la carga alcohólica en su cuerpo no suponía un peligro importante. Es curioso que en el Reglamento de Circulación Urbana e Interurbana de 17 de julio de 1928 se prohibiera que los conductores de vehículos con tracción animal “vayan dormidos en los vehículos a su cargo, y a los que así fueren sorprendidos serán castigados con la multa de 15 pesetas”. Indirectamente, una tasa elevada de alcoholemia podía resultar cara, aunque ya, hace casi cien años, fueran en un vehículo autónomo…
La llegada de los automóviles
El problema llegó con la velocidad de los vehículos a motor. Sin embargo, tardó muchos años en tomar cuerpo la normativa para regular los excesos, como se va a mostrar más adelante, con el agravante de que durante buena parte del siglo XX no es que se publicitara la limitación del consumo de bebidas alcohólicas, sino que se fomentaba.
La publicidad
Como se ha dicho, la publicidad bombardeó durante años a los españoles con las bonanzas del consumo de bebidas alcohólicas, incluso para conducir o para llevar un arma, como muestran los dos conocidos ejemplos que se muestran a continuación. En el primero, aparece una frase mítica: “¡Automovilistas! Antes de emprender un viaje, beba una copa de coñac 103”. Eso sí, a continuación expresaba que la dosis tan beneficiosa tenía un límite: “¡¡no más!!” Por su parte, el otro anuncio vincula el coñac Soberano con el acierto de los buenos tiradores de escopeta…
Pero no solo se limitó la publicidad durante esos años a revistas o periódicos. La oferta llegó a invadir las propias carreteras, faltaría más. Dos vallas publicitarias alcanzarían fama por su diseño y abundancia: el toro de Osborne (Manuel Prieto, 1956) y la salerosa y flamenca botella de Tío Pepe (Luis Pérez Solero, 1935). Fue tal la simbología del toro ligado a las carreteras españolas que, a raíz de la prohibición de la publicidad en la Ley de Carreteras de 1988, ampliada en su Reglamento de 1994 a la propia valla, fue “indultado” por sentencia de la Sala Tercera de lo Contencioso-Administrativo del tribunal Supremo de fecha 30 de diciembre de 1997. Por contagio, también se salvó la botella, ya sin letras.
Ya se ha citado que la publicidad (toda, no solamente la de las bebidas alcohólicas) fue prohibida junto a los tramos interurbanos de las carreteras en 1988. No obstante, el mundillo del motor sigue siendo perseguido por la publicidad de bebidas alcohólicas. Basta ver las entregas de trofeos de las principales carreras, donde los afortunados tres primeros siguen derrochando enormes botellas que, al menos presuntamente, contienen bebidas alcohólicas espumosas (sin el gas no tiene tanta gracia empapar al colindante rival en el podio).
La Dirección General de Tráfico comenzó en la década de 1980 a utilizar precisamente la publicidad para concienciar del peligro de conducir si se ha consumido alcohol y contrarrestar tanta publicidad de bebidas alcohólicas. Un momento culminante tuvo lugar en 1985, con la campaña “si bebes, no conduzcas”, protagonizada por el invidente Stevie Wonder. Fue impactante. A partir de ahí se han multiplicado los anuncios para concienciar al público, algunos de ellos francamente duros y otros muy ingeniosos. A partir de la década de 1970, la entrada de la legislación en esta lucha a favor de la conducción resposable, aunque algo tardíamente, supuso un avance muy importante.
Breve historia de los alcoholímetros
Un importante avance en la lucha contra la conducción irresponsable fue debido al desarrollo de los alcoholímetros. Difícilmente se puede legislar con objetividad si para averiguar el estado de un conductor se necesita una muestra de sangre y el posterior análisis. La legislación en materia de seguridad vial no pudo avanzar mientras no se dispuso de instrumentos rápidos y fiables para detectar la presencia de alcohol en un conductor.
En la década de 1930 se dieron los primeros pasos, con la prueba del globo desarrollada por Rolla N. Harger. Se podía detectar la presencia de alcohol en el aliento merced a la reacción con unos productos químicos. Tuvo dos inconvenientes: que los resultados no eran demasiado precisos (simplemente detectaba la presencia de alcohol) y que no era portátil.
Años más tarde, en 1954, Robert Borkenstein diseñó una cámara hermética, que contenía una disolución de dicromato de potasio, nitrato de plata y ácido sulfúrico, y que era capaz de detectar el porcentaje de alcohol en sangre gracias al aliento, mediante una correlación. Había nacido el auténtico test de alcoholemia
En 1971 Richard A. Harte inventó un sistema con tecnología de infrarrojos, que resultó poco fiable con tasas bajas de alcohol. Posteriormente aparecieron otros sistemas, como la fuel cell, utilizada ampliamente en España. Se puede afirmar que la década de 1970 fue decisiva en el desarrollo de alcoholímetros fiables. La guardia civil de tráfico utiliza actualmente el etilómetro Dräger Alcotest 4000.
La legislación: el largo y tortuoso camino
La introducción de limitaciones específicas relacionadas con el consumo de alchohol en la legislación española estuvo relacionada con el avance de la técnica.
Hasta 1973, las sucesivas normas se limitaron a impedir la obtención del permiso de conducción o a retirarlo en casos de conducción temeraria o de conductores ebrios.
La primera referencia apareció en el Reglamento para la circulación de vehículos con motor mecánico por las vías públicas en España, de 16 de junio de 1926. En este reglamento se instauró la necesidad de obtener un permiso de circulación para poder conducir vehículos a motor. Entre las condiciones que se exigían a los que aspiraban a obtenerlo estaba la de “Nada de alcoholismo ni de otras toxicomanías”. Algo es algo, aunque fuera tan etéreo.
El Código de Circulación de 25 de septiembre de 1934 simplemente se refirió, de modo indirecto, a los resultados de conducir en estado de embriaguez. En su artículo 18 imponía una multa de 10 pesetas a los que condujeran vehículos, recuas o ganado “de un modo negligente o temerario”. Nada más.
Ya en 1959, el Código de Circulación fue modificado mediante el Decreto 2165/1959, de 3 de diciembre, y se incluyó una mención expresa al problema de conducir ebrio. De nuevo, la acción se dirigía hacia el carné de conducir: en su artículo 296 incluyó entre los motivos para la retirada definitiva del permiso “cuando sea sorprendido conduciendo en estado de etilismo o bajo la acción de estupefacientes o drogas que anulen la conciencia de sus actos”.
En 1967 se introdujo en el Código Penal, con penas de multa (o más graves si se hubiera producido lesión o daño) y retirada temporal del carné de conducir al “que condujere un vehículo de motor bajo la influencia de bebidas alcohólicas, drogas o estupefacientes«. Fue un paso más, previo a la concreción de los niveles de alcohol en sangre.
El problema durante todos esos años era la dificultad de poder detectar en el acto el nivel de alcohol del temerario conductor. Gracias a los avances de la técnica, en 1973 se dio un empuje radical. En ese año, el Decreto 1890/1973 de 26 de julio modificó el Código de Circulación. En el preámbulo del decreto, que no tiene desperdicio, expuso claramente las dificultades para poder aplicar las normas anteriores por falta de medios de comprobación fiables y la necesidad frenar el creciente número de víctimas en accidentes provocados por la conducción bajo la influencia de bebidas alcohólicas. Para conseguirlo, introdujo la obligación de someterse a las pruebas de “impregnación alcohólica” que pidieran las autoridades de tráfico mediante alcoholímetros (si se negaba el conductor a pasar la prueba, la multa era de 4000 pesetas) y la inmovilización del vehículo en casos positivos, que concretó explícitamente cuando “se hubiere obtenido un resultado equivalente o superior a la tasa de alcohol en sangre de cero coma ocho gramos por mil centímetros cúbicos”. Por primera vez en España se limitaba la tasa de alcohol para conducir (a 0,8 g/l). Este decreto se desarrolló con mayor detalle en una Orden de 17 de enero de 1974, que obligó a someterse a la prueba a todos los conductores implicados en un accidente.
A partir de 1973, las sucesivas modificaciones del Código de Circulación fueron cerrando más el cerco a la conducción bajo los efectos del alcohol. El texto articulado de la Ley sobre Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial (RDL 339/1990 de 2 de marzo) introdujo el carné por puntos. Entre la mayor pérdida de puntos se encontraba la conducción con tasas superiores a las establecidas o el negarse a pasar la prueba de alcoholemia. Esta ley se desarrolló mediante el Real Decreto 13/1992 de 17 de enero (Reglamento General de Circulación). Mantuvo la tasa general de 0,8 g/l de alcohol en sangre, pero la rebajó a 0,5 g/l en el caso de transportistas de mercancías y a 0,3 g/l en el caso de conductores de autobuses, transportes especiales, transporte escolar, mercancías peligrosas o servicios de urgencia.
En 1995, el Código Penal (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre) dio una vuelta de tuerca más, ya que consideró delito conducir con una tasa de alcohol en sangre superior a 1,2 g/l o negarse a pasar las pruebas. Tres años más tarde, el Real Decreto 2282/1998, de 23 de julio, modificó el Reglamento General de Circulación y rebajó las tasas de alcoholemia a 0,5 g/l de alcohol en sangre con carácter general y a 0,3 g/l en el caso de profesionales o de conductores noveles. Son las tasas máximas que han llegado hasta hoy. La equivalencia de 1 g/l de alcohol en sangre se fijó en 0,5 mg/l de aire espirado. En 2003 (Real Decreto 1428/2003 de 21 de noviembre) se hizo extensiva la tasa máxima y la obligación de someterse a los controles también a los ciclistas.
En 2014 se ampliaron horizontes, regulando el intercambio transfronterizo de información en lo relativo a estos delitos de tráfico. En 2015, el Real Decreto Legislativo 6/2015 de 30 de octubre (texto articulado de la ley de Tráfico) tuvo en cuenta que en las vías públicas también conducen ciclomotores o bicicletas los menores de edad. Para estos se estableció la tasa lógica: 0 g/l. Por otra parte, obligó a que a partir del 6 de julio de 2022 determinados vehículos de transporte de viajeros tuvieran alcoholímetros antiarranque.
En las áreas de servicio
Se ha tratado sobre la evolución de la normativa, rebajando las tasas de alcohol en los conductores. Hay que añadir un conato de reglamentación dirigido a limitar la venta de bebidas alcohólicas en el entorno de las carreteras. En 1994, el Reglamento General de Carreteras del Estado prohibió en las áreas de servicio la venta de bebidas con una graduación de alcohol superior a 20 grados. La medida es muy limitada, pues se ciñe a las áreas de servicio, que son aquellas que disponen de acceso directo a las carreteras y forman parte de sus elementos funcionales. No es de aplicación a la infinidad de zonas de servicio que han florecido en los últimos años en el entorno de los enlaces y que en puridad no son áreas de servicio.
En definitiva, si bebe, no conduzca. Distinga la fórmula H2O de la C2H6O. No son lo mismo, y puede ir la vida en ello.