Vados
Oficialmente, un vado es un lugar de un río con fondo firme, llano y poco profundo, por donde se suele pasar andando, cabalgando o en algún vehículo.
A pesar de la gran cantidad de puentes y de pequeñas obras de paso que se han construido durante los últimos 150 años (solo en la red de carreteras del Estado, existen más de 25.000 obras de paso cuya luz mínima es igual o superior a un metro), todavía es habitual la existencia de vados para cruzar pequeños cauces de agua en muchos caminos rurales.
Por desgracia, cada vez más a menudo suelen salir a la luz con noticias negativas cuando el pequeño cauce, casi siempre seco, adquiere un gran caudal después de alguna tormenta o lluvia intensa. En estos casos, el mal menor es la necesidad de esperar para poder continuar el viaje, ya que en ocasiones el agua es capaz de arrastrar vehículos y provocar tragedias. No sin razón otra acepción cotidiana de la palabra vadear suele ser la de vencer o esquivar una gran dificultad.
El puente, un bien escaso a lo largo de la historia
Hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los puentes se integran de verdad en el trazado de las nuevas carreteras, estas obras singulares eran un bien escaso. Estaban construidos en zonas aisladas en las que era dificultoso pasar o bien en las inmediaciones de algunas poblaciones privilegiadas que gracias al puente podían ampliar su dominio territorial y atraer a arrieros y viajeros. En la mayor parte de los casos, la construcción de un puente fue iniciativa de las propias poblaciones. Para hacernos una idea de la escasez, basta tener en cuenta que la provincia de Teruel, con 14809 km2 de superficie, cuenta con tan solo 60 puentes de piedra, anteriores a la construcción moderna de carreteras, que hayan sobrevivido.
Tanta era la necesidad de adecuar los viajes para salvar mediante puentes las mayores dificultades, que los autores de las guías e itinerarios de caminos (y de sendas, que en muchos casos era la única “infraestructura”) se preocuparon de hacer constar los puentes con el mismo rango que las poblaciones por las que se iba a pasar. Sea, por ejemplo, el caso de Matías Escribano (1767) o de Isidoro de Antillón (Geografía de España, 1815):
Cuando no había puente ni barca…
En época de lluvias, y sobre todo de tormentas, vadear determinados ríos o ramblas que carecían de puente o de una sufrida barca constituía uno de los mayores peligros del viaje, registrándose numerosos accidentes, algunos graves, en el intento de cruzar cauces con agua. Como mal menor, la crecida de un arroyo o de una rambla provocaba estar detenido uno o varios días hasta que se pudiera cruzar con seguridad.
Prácticamente todos los viajeros escritores dejaron constancia de algún percance por culpa de los vados. He aquí varios casos, que van desde la molestia porque los caballos salpicaban agua a una distinguida dama, pasando por detenciones en un lugar durante bastante tiempo, hasta rozar en algún caso la tragedia:
“Al llegar a Buitrago, íbamos ya tan mojados como la noche de la inundación en Aranda; porque, como si a pie o a caballo fuese, no se libra de mojaduras quien viaja en litera, pues tan malas condiciones reúnen los tales vehículos en este país, que cuando las mulas atraviesan algún arroyo, el agua que hacen saltar con las patas entra en la litera, chapuzando al viajero, y como no tiene salida, le proporciona un baño de pies. En cuanto pude me mudé toda la ropa, y luego salí con D. Fernando, mi hija y los tres caballeros, para ver el castillo, que me habían ponderado mucho” (Madame D’Aulnoy, 1679).
“Es un dolor el ver y oír que se detienen muchas veces los correos, en que tanto interés tiene el Estado, especialmente por las avenidas de los barrancos” (Fernández de Mesa, 1755).
“Antes de entrar en Guadalajara tomaron los carruajes el vado del río Henares, que iba bajo por la sequía de la estación. […] Pasado el vado se encuentra a corta distancia el arroyo de la Magdalena, y en él, un puentecillo de piedra con acitaras ruinosas, y la anchura precisa de un coche. […] El camino que sigue desde allí a […] Guadalajara todo es terrizo: las aguas le han socavado, y están expuestos a volcarse los carruajes que pasen por él. […] Por este puente pasaban las carreterías que conducen la sal de las salinas de Atienza, […] y ahora no es practicable a carruajes por los dos arcos de la banda septentrional que miran a Cogolludo y Carrascosa. Con todo las carretas siguen aquel camino buscando los vados, y otros pasos porque en aquellos parajes el camino es más tratable y encuentran los carreteros pastos en que hacer sus sueltas” (Pedro Rodríguez de Campomanes, c.1770).
“Después de atravesar Caminreal y pasar por Fuentes Claras, recorrí la bella llanura de Calamocha y atravesé la villa sin detenerme. A su salida se presenta un puerto de difícil acceso. Me apeé del carro para no volcar. Llegado a la cima, me vi obligado a ayudar a los dos hermanos que retenían el carruaje para que no se precipitara, pues el descenso es malo, lo que me fatigó considerablemente. No por ello me abstuve de continuar mi ruta hasta bien entrada la noche, de cruzar el río [Pancrudo], de atravesar el pueblo de Lechago y de ir a dormir a Cuencabuena. Este mal pueblo está construido sobre una roca. Cené a toda prisa y me eché en una cama que un labrador me ofreció pagando” (Branet, 1797).
“Tuvimos que cruzar dos ríos, que en esos parajes no tenían puente. El primero era pequeño y estrecho, pero con pozos peligrosos en el fondo; el otro ancho y profundo, pero seguro. Un hombre arremangado hasta las caderas conducía el mulo delantero” (Humboldt, 1800).
“En las comarcas en donde las carreteras y los puentes son un lujo, sirven los cauces para río en invierno y para camino en verano. En este país de anomalías, así como hay ríos sin puentes, hay puentes que no tienen río; el más notable de estos pontes asinorum está en Coria, donde se cruza el Alagón en una mala y a veces peligrosa barcaza, mientras que a dos pasos, en unas praderas cercanas, se eleva un hermoso y seco puente de cinco arcos. Según dicen, esto es consecuencia de que en alguna inundación el río varió su cauce, se salió de madre, dicen los españoles, los cuales no se preocupan mucho de ello, pues no hacen ningún esfuerzo para que vuelva a cruzar por los arcos de aquél. Invocan a Hércules para que cambie a este Alfeo y, entretanto, se atienen al proverbio que dice: después de años mil, vuelve el río a su cubil” (Richard Ford, 1830-1833).
“Alrededor de las cuatro llegamos a la amable y maravillosamente bien situada ciudad de Vélez-Málaga, después de cruzar poco antes sin puente ni balsa el río de Vélez. En aquel momento no suponía ningún problema. Sin embargo, a menudo, los viajeros deben tener mucha paciencia, sobre todo en ciertas épocas del año, a causa de la lluvia, hasta que el río vuelva a tener su nivel de agua normal. Felizmente se produce dicha situación a las pocas horas, ya que especialmente los ríos pequeños de la costa bajan de las sierras y tienen una fuerte caída” (Emil Adolf Rossmässler, 1853).
En el siglo XIX no existía el teléfono 112, pero la atención de las emergencias ya corría a cargo de la guardia civil y de los trabajadores de la carretera, como nos muestran los dos siguientes casos:
El 11 de septiembre de 1854, la diligencia de Teruel a Zaragoza, al intentar vadear una rambla en Villarquemado, quedó hundida y aislada en medio de la corriente y a punto de ser arrastrada por las aguas; dos guardias civiles y dos camineros lograron formar una cadena humana desde la orilla y rescatar a los viajeros.
“Una de las diligencias de la empresa de las peninsulares, ha estado muy expuesta a volcar en el río de Pegalajar, en la provincia de Jaén. Al atravesar el río, perdieron tierra las mulas y se echaron a nadar; el coche quedó detenido, y sin el auxilio de los guardias civiles y los peones camineros, que inmediatamente se arrojaron a sacar los viajeros en hombros, se hubieran lamentado algunas desgracias de consideración” (La España, 30 de abril de 1854).
De los vados no se libraban ni las diligencias, ya en épocas de construcción de las nuevas carreteras:
“Mientras tanto el camino se hacía cada vez peor. Habían aumentado nuestros vaivenes de una manera espantosa, cuando sentimos no sin extrañeza que la diligencia se paraba de repente. No tardamos en saber que estábamos ante un arroyo henchido por las lluvias, y que era preciso esperar la retirada de las aguas. Acababa de amanecer y aprovechamos nuestros forzados ocios para explorar los alrededores […] No teniendo ya el torrente más que dos o tres pies de agua, volvimos a ponernos en marcha. La diligencia pudo pasarlo sin demasiada dificultad, aunque el agua entraba casi por las portezuelas. Unas horas después llegamos a Tordera, última estación del ferrocarril que dentro de unos años irá hasta la raya de Francia y unirá Perpiñán con Barcelona. El andén provisional estaba hasta el colmo de payeses que iban a la capital a vender sus frutas y legumbres” (Charles Davillier, viaje por España, etapa de Puigcerdá a Tordera, 1862).
Un vado que colmó un vaso (de agua, claro).
La profesión de ingeniero de caminos, canales y puertos en España debe mucho a un vado concreto, ya que fue la gota que colmó un vaso. Hablo del río Júcar, y copio de la Memoria de Obras Públicas de 1856 un texto que se refiere a la construcción de carreteras en 1794: “El nombramiento de los facultativos y arquitectos más acreditados a quienes se encomendaron los trabajos no pudo evitar que la carretera de Madrid a Valencia por Albacete, dejando el terreno llano que dirige a Játiva, situada al pie de la sierra, y abandonada esta importante ciudad y otras poblaciones de consideración, se llevase al través de la sierra de Cárcel, dando lugar a obras de grandes dimensiones e inmenso coste, ni pudo impedir que se perdiesen, por decirlo así, los constructores dentro de esta sierra sin saber cómo salir de ella, haciendo cortaduras inmensas, proyectando un gran puente entre las breñas, obras que luego hubo que abandonar para seguir otra dirección no menos costosa. No evitó, en fin, que con el objeto de salvar la dificultad de fundar dentro del agua se construyese para el paso del Júcar, a un lado del río, un puente de piedra de varios arcos, con el intento de dar luego paso a aquel por debajo, y que después de hacer sucesivamente tres presupuestos, que todos fueron agotados, se invirtieran más de ocho millones de reales sin terminar el puente, y sin que luego haya sido posible dirigir por debajo de sus arcos la corriente, presentando a los ojos de todos los viajeros el ridículo espectáculo de un río que es preciso pasar en barca, muchas veces con peligro, y de un puente situado en seco en sus inmediaciones”. Cinco años después de estos curiosos hechos, por Real Orden de 12 de junio de 1799 se creó el Cuerpo de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, y con el impulso de Agustín de Betancourt abrió en 1802 la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos en Madrid.
La técnica y los badenes en el siglo XIX
La construcción de las nuevas carreteras impulsó la construcción de puentes y obras de paso y multiplicó su número. No obstante, y aunque los textos técnicos del siglo XIX indicaban que no era aconsejable adecuar badenes en lugar de implantar obras de fábrica, aún se mantuvo el acondicionamiento de puntos bajos en lugares con poco caudal o en los que no se disponía de suficiente cota. De este modo, algunas nuevas carreteras siguieron teniendo badenes, primos de los vados, en algunos lugares críticos.
Espinosa, en su libro sobre carreteras, decía en 1855 que “los badenes que suelen construirse en las carreteras para que pasen las aguas por una parte baja, como sucede en el encuentro de una pendiente y una contrapendiente, son obras que deben evitarse siempre que puedan ser sustituidas por alcantarillas o tajeas, pues son molestos para la circulación y nunca es conveniente que atraviesen las aguas por encima del camino”.
Por su parte, Mauricio Garrán (“Tratado de la formación de los proyectos de carreteras”, 1862) incluyó los badenes entre las obras destinadas a dejar libre el paso de aguas. Treinta años después, Pardo copió todavía, en buena medida, a Garrán. Decía este último: “los badenes en las carreteras, no son más que unos pequeños trozos de ellas, sin bombado alguno, colocados a la altura del terreno, empedrados con más o menos esmero y en donde se reúnen y pasan las aguas de un lado al otro de la explanación […] suelen tener de 4 a 10 metros de longitud, según la mayor o menor cantidad de agua que haya de afluir a él; se componen de dos arcos cóncavos de piedra a la entrada y salida de aguas que se denominan rastrillos, unidos entre sí por dos a más cadenas o cintas transversales de piedra, con objeto de dividir todo el espacio en cuadriláteros que se afirman o empiedran cuidadosamente”. Continuaba diciendo que “estas obras, sin embargo de su mucha economía, deben evitarse en las carreteras, y solamente se deberán emplear en casos muy limitados”. Incluía entre estos casos las travesías, en las que resulta difícil encajar obras de fábrica sin modificar la rasante de la carretera.
Lo cierto es que muchos de los badenes construidos en las principales carreteras durante el siglo XIX han llegado, incluso, hasta hoy. Uno de los tramos que más badenes tiene es el comprendido entre Calamocha y Calatayud, en la carretera N-234, debido al cruce de la carretera con numerosos conos de deyección de ramblas laterales. Existen algunos en las travesías de población, en las que tradicionalmente se han dispuesto puertas para cortar el tráfico en momentos de crecida de aguas.
El vado en la toponimia
Donde históricamente hubo un puente es habitual que figure en la toponimia. Muchos pueblos de España llevan tal apellido. Donde hubo un vado, también quedó su huella. Solo en Aragón, 28 “vados” figuran en la toponimia oficial.
En otros casos, el puente que finalmente sustituyó al precario cruce a nivel del río, rambla o arroyo obtuvo el digno nombre “del Vado”, recuerdo de penurias anteriores. En ocasiones, es fácil adivinar el cercano vado.
Un precioso tango que nació… gracias a un vado
En 1902, Gabino Coria Peñaloza viajaba por Argentina desde Chilecito hasta San Luis. Una crecida del río le obligó a permanecer en Olta durante varios días. Allí conoció a María, maestra y profesora de música, perteneciente a una destacada familia del lugar. Ambos se enamoraron e intimaron recorriendo el cercano sendero que “bordado de trébol y juncos en flor” conducía a Loma Blanca. Cuando disminuyó el caudal del río, Gabino siguió su ruta. Al cabo de un año regresó a Olta, pero María ya no estaba. Su familia había decidido enviarla a otro lugar para evitar una relación que no aprobaba. Gabino abandonó Olta por segunda vez, entristecido por haber perdido a su amor, y escribió unos versos rememorando sus momentos de paseo por el… caminito. Fue la letra de un tango universal, al que puso la música Juan de Dios Filiberto. Y todo gracias a un vado…
Otros vados
Hoy día, además del clásico vado fluvial, la palabra se ha extendido también para definir la modificación de aceras o bordillos que facilitan el acceso a garajes o viviendas. Nos encontramos la palabra en numerosas señales y carteles, que incitan a no obstruir esos espacios (vados permanentes), por cuya existencia cobran los ayuntamientos. Ahora vadeamos mucho más a menudo, pero ya no es lo mismo.
Extraordinario, D. Carlos.
Hasta la cosa más ‘simple’, hace ud. que se convierta en odisea.