El abandono de carreteras (el de 1870).
Durante muchos años he tenido en mi mesa de trabajo la fotografía de un firme con la rodadura muy deteriorada, acompañada del sabio proverbio «quien no tapa gotera, hace la casa entera». Es un perenne recordatorio de lo importante que es conservar las cosas (los elementos de la carretera en mi caso) y actuar en el momento oportuno.
El puente de Alcolea.
Esta historia comienza en la carretera de Andalucía, concretamente en el puente de Alcolea, cerca de Córdoba.
La simbiosis monárquico – conservadora del reinado de Isabel II fue llenando de gotas el vaso del descontento y de las ganas de cambio de buena parte de la sociedad española. La inestabilidad política, los pronunciamientos militares y la crisis económica, acelerada hacia 1866, habían conseguido colmar el vaso. El 18 de septiembre de 1868 se sublevó el almirante Topete en Cádiz. Diez días después, el 28 de septiembre, tuvo lugar la batalla del puente de Alcolea, en la que vencieron las tropas sublevadas al mando del general Serrano. Fue la gota que desbordó. Dos días después, Isabel II abandonaba España (lo tenía fácil, pues veraneaba en San Sebastián) y se formó un gobierno provisional, sellando el triunfo de la Gloriosa, la Revolución de 1868.
Liberalismo radical.
Con el cambio se impuso de inmediato el liberalismo radical, que algo atenuado se plasmó en la avanzada Constitución de 1869.
El furor liberalizador era tan potente que cuando todavía no tenía el nuevo gobierno los dos meses de vida, el 14 de noviembre de 1868 el ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, decretó las Bases Generales para la nueva legislación de Obras Públicas (publicadas en la Gazeta de Madrid del 15 de noviembre de 1868). Sus artículos, pero más aún su introducción, fueron un alegato a favor del ultraliberalismo:
“El monopolio del Estado representa de hecho el primer período de las obras públicas en la Europa moderna: el Estado es, en efecto, en dicho período la única fuerza creadora de estas inmensas máquinas industriales que envuelven en una red de hierro a toda una nación, que rompen un istmo, que contienen un mar, que iluminan quinientas leguas de costa: él construye, pero no deja construir; de la misma manera que enseña y no permite enseñar, que da crédito y anula o limita el de los particulares, que mantiene un culto y da un dios, y sin embargo, no tolera ni otros dioses ni otros cultos que a los suyos hagan competencia. Es este el momento del absolutismo gubernamental, es la concentración de todas las fuerzas en la unidad, es, por decirlo así, el panteísmo administrativo».
«Así el Estado seguirá construyendo obras, mientras la opinión pública lo exija, pero solo en un caso: cuando una necesidad imperiosa, general, plenamente demostrada lo justifique, y la industria privada no pueda acometer tal empresa; y por si este caso llega, se establecen reglas como garantía contra la arbitrariedad”.
La exposición de motivos finalizaba así de explícita y de radical:
“El monopolio del Estado en punto a obras públicas era un mal: ya no existe.
El Estado constructor era contrario a los sanos principios económicos: ya no construye.
El Estado dedicando sus capitales a obras públicas es todavía un sistema vicioso, y desaparecerá”.
Entrando en el contenido de las Bases, destacan los artículos 14 y 15, que se reproducen a continuación. Ya no era solo que el Estado no intervendría en la construcción de nuevas Obras Públicas (salvo que la iniciativa privada no las solicitara), sino que debía plantearse abandonar muchas obras que ya estaban en servicio:
¿Para qué sirve una carretera si hay un ferrocarril?
El siglo XIX vio nacer una auténtica innovación en materia de transporte: el ferrocarril. En la península, al ferrocarril de Barcelona a Mataró (1848) siguieron los de Madrid a Aranjuez (1851) y de Langreo a Gijón (1852). En 1870 España ya tenía una red de ferrocarriles de largo recorrido, coincidentes en buena parte con carreteras ya construidas o en construcción.
El ferrocarril supuso una revolución. En sus inicios multiplicó por seis la velocidad de recorrido, y eso sin tener en cuenta la facilidad para transportar grandes cargas y la comodidad de los viajes. Ramón Mesonero Romanos escribió acerca de un viaje que efectuó en 1813 lo siguiente: “Limitáreme a decir que en las 33 leguas que separan a Madrid de Salamanca, y que hoy se salva en diez horas por ferrocarril, empleó nuestra galera cinco días mortales, a razón de 5 o 6 leguas cada uno y andando desde antes de amanecer hasta bien entrada la noche”.
En 1870 no se vislumbraba la aparición del automóvil. ¿Era lógico, entonces, mantener una carretera cuyo corredor coincidiera con el de un ferrocarril? La pregunta tuvo su importancia entonces y hubo muchas opiniones tendentes a que la carretera tuviera el rol de distribuidora de transporte de segundo nivel, es decir, para llegar a las poblaciones y enlazar con un ferrocarril.
Pensemos que estamos en 1870. ¿Qué hubiéramos opinado? La pregunta tenía entonces su miga.
El abandono de la conservación de ciertas carreteras.
De acuerdo con lo que establecieron las Bases de 1868, la Orden de la Regencia de 15 de abril de 1870, provocó el abandono por parte del Estado de nada menos de 2.599 km de carretera, la mayor parte de primer orden: “En los presupuestos generales del Estado para el año económico de 1870 a 1871 […] se ha rebajado en 500.000 escudos el crédito destinado para conservación de carreteras […] Esta medida obedece al principio de que el Estado se vaya desprendiendo de los caminos ordinarios paralelos a los de hierro”.
La Orden incluía el abandono de las casillas de camineros y de todos los elementos auxiliares de las carreteras contenidas en el listado.
La Orden fue firmada por el entonces ministro de Fomento, el polifacético ingeniero de caminos José Echegaray, primer español en conseguir el premio Nobel de literatura (1904), experto en matemáticas y física y ministro en varias ocasiones.
La conservación de estas carreteras pasó a depender de Diputaciones, ayuntamientos o incluso de particulares que lo solicitaron a los gobernadores provinciales. Ilusoriamente, la exposición de motivos de la Orden mencionaba que ésta iba a “hacer posible que las Diputaciones provinciales y Ayuntamientos empiecen a usar la amplia libertad que la legislación actual les concede, aplicando sus recursos a la conservación de las vías que hoy tienen solo un interés local, ya que la escasez de aquellos no les permite dedicarse sino en muy pequeña escala a la ejecución de las redes de carreteras provinciales y vecinales, que por desgracia están todavía en un lamentable retraso”.
En la Gazeta de Madrid pronto aparecieron los anuncios de las transferencias de estas carreteras. Algún ayuntamiento, como el de Madrid, solicitó asumir todas las carreteras estatales que contenía su término (pronto tuvo que renegar de tan amplias y pesadas atribuciones al verse incapaz de mantenerlas debidamente).
Las consecuencias del abandono.
Como era de esperar, y al contrario de lo que se preveía en la Orden de 1870, los escasos presupuestos de las corporaciones locales y su poco interés, no permitieron mantener adecuadamente estos tramos de carreteras. Históricamente, los portazgos, única fuente directa de ingresos para la conservación, habían sido insuficientes. Es más, en muchos casos las corporaciones provinciales aprovecharon de la carretera lo que era utilizable para aumentar sus ingresos, subastando incluso el macadán de la rodadura o su arbolado.
Lo cierto es que, a pesar de la existencia de la línea ferroviaria, estos tramos conservaron un tráfico propio, y en algún caso importante. Además, no se tuvo en cuenta que cuando se interrumpía la línea férrea, si no existía la alternativa de la carretera se colapsaba el tráfico totalmente. Esto era más habitual de lo que parece. No hubo que esperar mucho, pues la III Guerra Carlista impidió el funcionamiento ferroviario en más de un tramo: “en la actualidad, interrumpido el servicio de ferrocarril de Barcelona a Francia, todo el movimiento entre dicha ciudad y Gerona tiene lugar por la carretera de primer orden de Madrid a La Junquera, hoy abandonada y en tan mal estado, que los carruajes en algunos puntos han de salirse del camino y dirigirse por los campos contiguos” (Revista de Obras Públicas nº 13 de 1873).
Rafael Yagüe ponía el dedo en la llaga, eso sí, como se suele decir, a toro pasado, en un artículo publicado en la Revista de Obras Públicas en 1874. El párrafo siguiente, además de mostrar el escaso interés que por la conservación de las carreteras mostraron las corporaciones locales, es un alegato a favor de dicha conservación, también aplicable perfectamente hoy día: “La carretera o camino ordinario requiere para su conservación un gasto continuo e importante […] No es de extrañar que las corporaciones locales caigan en ese defecto, puesto que muchas veces, por desgracia, hasta la Administración central parece olvidarse de la capital importancia que tiene esa conservación constante […] No hay que olvidar, por otro lado, que el carácter temporal que lleva consigo el desempeño de los cargos populares contribuye también a este mismo resultado, puesto que la tendencia natural de los que con ellos se hallan investidos es más bien dejar testimonio perenne de su paso por la Administración local, que consumir los recursos disponibles en conservar lo que sus antecesores hayan construido”.
En 1873 la Revista de Obras Públicas (nº 13 de ese año) hacía un triste balance de las condiciones en las que se encontraban las carreteras abandonadas, tres años después de la Orden Ministerial. A las Diputaciones Provinciales se habían cedido 1.770 km (un 68% del total). Otros tramos sin pretendientes se habían dejado abandonados, sin más. El artículo de la Revista señalaba que los tramos a cargo de las Diputaciones estaban también abandonados en la práctica: “ninguna atiende a su conservación del modo debido”. Se habían utilizado los acopios abandonados en mayo de 1870 (a veces para utilizarlos en otras carreteras) y no se habían repuesto.
El mayor gasto de las Diputaciones era el mantenimiento de los peones camineros. Eso sí, la Revista criticaba tanto la falta de conocimientos de muchos de los camineros colocados por las entidades locales, como la imposibilidad de atender tramos de carretera por encima de los tres km. Cita casos en los que se encomendaba al caminero un tramo de 11 km de carretera. Así era imposible que se pudiera mantener en buen estado.
Describe la revista el estado de las carreteras abandonadas en 1873: “En las obras de explanación se ven por todas partes las cunetas cegadas, los paseos deteriorados o destruidos, en los desmontes y laderas los desprendimientos de los taludes llevan las aguas de las lluvias a correr por la carretera, que degradan y destruyen. Las obras de fábrica pequeñas, unas tienen obstruidos los desagües, otras socavados los zampeados o los apoyos, y todas han sufrido los perjuicios que origina su falta de conservación. El afirmado en todas las carreteras se ha deteriorado; en varios trozos se ha destruido ya la segunda capa del firme; en algunos ya no se verifica el tránsito por el camino, metiéndose los carros por los campos; y respecto a otros se anuncia que las lluvias del próximo invierno cortarán el paso para toda clase de carruajes”.
No solo eso, la ausencia de vigilancia y de defensa de la carretera había tenido muy malas consecuencias: “la codicia criminal de algunos se ha agregado a las causas de destrucción ya indicadas. Muchos de los edificios de los portazgos y casillas de peones camineros han sido saqueadas, robando las rejas, las puertas, las ventanas y los maderos de las cubiertas, quedando algunas solo con las paredes; se han robado guardarruedas y postes kilométricos; se ha destruido y robado el arbolado en unas líneas, y en otras lo han cortado y vendido las diputaciones provinciales: los dueños de las fincas lindantes con las carreteras han agregado a sus propiedades la zona ocupada por las cunetas y paseos, que cultivan y siembran como si les pertenecieran; no solo se ha robado la piedra acopiada en los paseos de las carreteras por la Administración, sino que se ha arrancado la de los firmes construidos, como se ha verificado en la provincia de Madrid, para venderla a los contratistas de otras líneas”.
En 1874 Rafael Yagüe incidía en el pésimo estado de las carreteras abandonadas: “Han desaparecido casi todas las obras accesorias; han sido destrozadas las de fábrica; desmanteladas y abandonadas las casillas de peones camineros; el firme completamente destruido por efecto del tránsito y falta de conservación; los acopios llevados por los destajistas y vendidos a la Administración para el entretenimiento de las carreteras que han quedado a su cargo; por último, como remate de tan vandálico espectáculo, el arbolado de muchas carreteras ha sido, en unas partes vendido con todas las formalidades de una subasta pública por las diputaciones que tomaron a su cargo la conservación de los trozos de carretera enclavados en sus provincias, habiéndose dado el caso, por si algo faltaba, que en algunos pueblos ha invitado el alcalde a los vecinos por público pregón a talar el arbolado”.
Las consecuencias de la Orden de 1870 habían sido horribles para estas escogidas carreteras. En 1873 se estimaba que el coste para recomponer a su estado inicial los 2.599 km de carretera afectados por la medida era de cinco millones de pesetas, es decir, cinco veces más que lo que hubiera sido necesario manteniendo la conservación a cargo del Estado.
El retorno al Estado.
La vuelta de estas carreteras abandonadas a la competencia del Estado se produjo implícitamente al aprobarse la Ley de Carreteras de 4 de mayo de 1877 y el tercer Plan General de Carreteras, aprobado por la Ley de 11 de julio de 1877. El Reglamento de la Ley de Carreteras, de 1 de agosto de 1877, estableció el procedimiento en su artículo 65.
El coste de esta desgraciada experiencia fue enorme, pues fue necesario adecuar y rehabilitar numerosos tramos de carreteras muy deteriorados después del transcurso de los años de abandono. Si en solo tres años se estimaba que el coste para reponer estos tramos de carretera a su estado inicial era cinco veces mayor que el que hubiera supuesto mantener la conservación por parte del Estado, se puede imaginar que en 1877 estaríamos hablando como poco de diez veces más.
Corolario: que no se olvide la conservación. Es prioritaria. Lo de 1870 no es una aislada y penosa anécdota.
El coste de rehabilitación de una carretera mal conservada es elevadísimo. Este tipo de política basada en no dedicar recursos a la conservación para después efectuar grandes obras de reparación es ruinoso.
No es único el caso de 1870, aunque éste tuviera unas consecuencias extremadamente nefastas. En muchas ocasiones, algunas de ellas muy recientes, se ha abandonado o se ha infravalorado la conservación para invertir los siempre escasos recursos en la construcción de nuevas infraestructuras. Craso error, que le sale muy caro a la sociedad.
El interesante “Estudio comparativo de prácticas de conservación y explotación de carreteras en España, Reino Unido, Alemania, Francia e Italia” presentado recientemente por ACEX (http://www.acex.eu/archivos/PDF/Informe-sectorial-ACEX-Conservaci%C3%B3n-de-carreteras-en-Espa%C3%B1a.-Comparativa-con-Alemania,Francia,Italia-y-Reino%20Unido.pdf) pone de manifiesto las carencias endémicas de la conservación de carreteras en España durante la última década:
“En lo que respecta a España se observa una insuficiencia en los recursos destinados a la conservación ordinaria (o rutinaria en otros países) y que se ha visto acrecentada a lo largo del periodo de crisis económica, acentuándose este hecho por la importante inversión en otro tipo de infraestructuras terrestres (nos referimos a las fuertes inversiones en líneas de AVE) que han minimizado los recursos destinados a las carreteras y han llevado a los presupuestos de conservación, que en 2009 alcanzaron los 1.300 millones de euros frente a los 760 millones de euros del año 2018. Pero esta situación, siendo mala, es mejor que la que están soportando las diversas comunidades autónomas, cuya capacidad inversora se ha visto muy comprometida con los problemas de financiación, que ha llevado a que las inversiones en carreteras se alejen mucho no ya de lo óptimo, sino de lo razonable».
«El empeoramiento del estado de estas infraestructuras ha conllevado asimismo un aumento en el coste de las reparaciones necesarias, que los presupuestos disponibles no pueden cubrir, lo que lleva de nuevo a que aumente dicho deterioro, en algunos casos más allá de toda posible reparación y a la necesidad de una completa renovación o reemplazo”.
No viene mal retomar la crítica que Rafael Yagüe escribía en 1874, ahora aplicable a todas las Instituciones que tienen a su cargo las carreteras, y en especial a sus responsables políticos: “la tendencia natural es más bien dejar testimonio perenne de su paso por la Administración, que consumir los recursos disponibles en conservar lo que sus antecesores hayan construido”.
Amén.
Interesante artículo.
Me gustaría saber de un puente que tenemos en nuestra parroquia.
Podías ayudarme ?
Gracias. Debería indicarme de qué puente se trata y la localidad.