Alojarse en la Fontana de Oro… o en la venta del Pirata.
En Europa, ya en el siglo XVII, las posadas de cierta categoría poseían un distintivo, o al menos un nombre que realzara la presunta calidad del establecimiento. Fue el comienzo de la publicidad hotelera, a falta de estrellas o de otras valoraciones más o menos oficiales.
Se trataba de nombres rimbombantes, capaces de atraer al viajero exigente, y mejor si además era pudiente. Antoni Maczak, en su libro “Viajes y viajeros en la Europa moderna”, menciona que Bales citó, en una lista de posadas europeas, 32 que se llamaban “Corona”, y otras tantas que llevaban la palabra “Cruz” en su denominación. Solo encontró 25 posadas con nombres de santos, incluyendo a la Virgen María. Algunas posadas, en su afán por parecer importantes, tuvieron hiperbólicos nombres, como por ejemplo la “Sirena Escarlata” en Venecia, “las Nereidas” de Noyan o la posada de “San Francisco de la Barba Larga” en Agen (Francia).
Otras posadas se esmeraron por atraer a clientes de determinadas zonas geográficas, disponiendo nombres atractivos para los viajeros de esas zonas. Un ejemplo es la posada de “la Gloriosa Polonia” en Pontebba (Italia).
En las grandes ciudades españolas también llegó la moda de poner nombres elegantes a las fondas y posadas. El viajero pudiente se podía alojar en Madrid en la fonda de la “Cruz de Malta”, que fue la más famosa, en la calle de Alcalá; pero también podía elegir entre “la Fontana de Oro”, la fonda de “la Aurora”, la “del Ángel” y la de “la Reina”. Ahí es nada.
Hospedarse en una posada de tan importante nombre no libraba al huésped de tener un mal servicio, o de carecer de la higiene necesaria. Así, Moldenhawer dejó escrita esta sabrosa (por decir algo) descripción: “Al amanecer me cambié de alojamiento. La factura de La Cruz de Malta llegó a 30 reales por día, sin tener en cuenta la cantidad de comida que hubiera tomado. Estaba contento de abandonar esa fonda sucia y repugnante. El tufo que manaba constantemente de los aseos y llegaba a mi habitación era lo más repugnante que jamás había olido. Los aseos consistían en un pasillo estrecho donde cada uno escogía su sitio lo más cerca posible de la puerta. Las tazas de los inodoros no tenían tapas ni nada que se les pareciera. El que me precedió esa mañana había ya escogido su lugar cerca de la entrada. Cada día uno de los chicos de la fonda tenía la tarea de barrer el suelo con un cepillo, en consideración a los recién llegados huéspedes”.
Arrieros, valijeros y ganaderos debían buscar otro tipo de establecimientos más económicos y de menor postín. Los arrieros de buena parte del Este peninsular (y todos los de Teruel) se alojaban en Madrid en el mesón del Peine. La diligencia de Teruel también salía de esta posada en el siglo XIX. Se trata de uno de los hoteles en servicio más antiguos de España (data de 1610). En este caso, su nombre proviene de la existencia en las habitaciones de un peine atado a una cuerda, para que no se lo llevaran. Era un “servicio” adicional para los clientes, que era importante destacar en el nombre del mesón.
Evidentemente, si le damos la vuelta al asunto de los nombres, los establecimientos pobres carecían de él, o eran denominados popularmente, sin pretender ningún reclamo publicitario. Es el caso de las numerosas ventas que estructuraron el territorio junto a caminos y senderos de España.
Después de analizar los nombres históricos de más de cien ventas que existieron en la provincia de Teruel, ninguna de ellas tenía un nombre que buscara la ostentosidad o el atractivo para el caminante. Las ventas cumplían su función de albergar a los caminantes, sin mayor interés por generarse un buen nombre. Los nombres de las ventas de Teruel pueden clasificarse en cuatro grupos:
1 – Nombres descriptivos de su ubicación o de algún detalle de la venta. Es el caso de las ventas Alta, Baja, de Arriba, de Abajo, Nueva, Vieja, del Puente, del Chopo, de la Parra, de las Escorrentías, de la Vega Alta o del Barro. Estos nombres son habituales, y algunos se repiten hasta tres veces en la misma provincia.
2 – Alusiones al propietario, como puede ser su nombre de pila (es el caso de las ventas de Mariano, de Jorge, de Gilo, de Vicenta, de Santiago, de Pablito, de Paco o de Rosa, entre otras), el apellido familiar (como las ventas de Valenzuela, de Llop, Trullén, Rubira, Nazarí, etc.), el mote o apodo (ventas de Migueletas, del Chispo, de Pericato, del Ranchero, del Rallado, de la Pintada, de la Campanera, del Bobo, etc.), la profesión (ventas del Pajero, del Peón o del Pastor) o alguna característica del dueño, siempre negativa, claro (ventas de los Tuertos, del Calvo, del Gordo, etc.).
3 – Nombres geográficos, relacionados con la localización de la propia venta, no con el interés de atraer a viajeros de otras comarcas (ventas de Vivel, de Cañizar, de Andorra, de la Zarza, del Barruezo, del Puerto, del Barranco Hondo, de Villacadima, de Torrijo, de los Ojos de Mierla, de La Pobleta, del Regallo, de Las Canales, etc.).
4 – Otros nombres que no pueden ser clasificados entre los anteriores grupos, como es el caso de las ventas de Esparraguilla, Pardiñas, del Correo, de los Esquejes, de la Panocha (hoy Panolla) o de los Céntimos.
En este último apartado, la provincia de Teruel poseía unas ventas con nombres cuanto menos curiosos: la venta del Ratón (probable mote, pues una cosa es no tener un nombre atractivo y otra amenazar con la presencia de roedores en el local), la del Fullantre (que en el mapa geográfico militar figura como “del Follante”, gracioso desliz del delineante, en qué estaría pensando), de La Jaquesa (cuyo nombre está justificado, pues fue aduana desde el siglo XIV al estar ubicada en el camino real, cerca del límite entre los reinos de Aragón y de Valencia, donde tenían que “retratarse” todos los viajeros, pagando el impuesto en moneda jaquesa), de la Malamadera (posteriormente denominada “Guarina”, no sé si su estructura sería muy de fiar; por cierto, en esta venta tuvo lugar una batalla durante la Guerra de la Independencia), del Porrón (se desconoce si este buen servicio adicional tiene algo que ver con el nombre, imitando al ya citado mesón del Peine), del Cuerno (cerca de cuyas ruinas se encuentra una zona de servicio de la autovía A-23, continuando la labor hotelera en la zona), del Pilata o Pirata (así viene en algunos planos, siendo quizás la venta con nombre más sincero) y la ya citada venta del Bobo (que de cara al viajero tendría el atractivo de poder salir mejor parado que en la del Pirata).
Ni un solo nombre de santo aparece en el listado. Ni siquiera hay una venta o posada dedicada a Santa Marta, patrona de las posadas, o al Espíritu Santo, nombre de unas ventas existentes junto al camino de Madrid hacia Alcalá de Henares, cuyo recuerdo pervive al haber dado nombre a la plaza de toros de Las Ventas.
Y no solo eso, sino que la única venta turolense cuyo nombre se relaciona con algo espiritual es la venta del Diablo. Sí, esta venta existió, y además tuvo un elevado protagonismo en la guerra civil de 1936 a 1939, dando nombre a una de las batallas y saliendo tan mal librada que ya no se levantó de sus ruinas. Sobre su extraño nombre hay varias opiniones. La venta se encuentra en el puerto de Mínguez, lejos de cualquier población. El solitario lugar, con un entorno entonces boscoso, infundía respeto. Cuentan que en cierta ocasión varias personas estaban velando el cadáver de la ventera, que había sido colocado en el primer piso, justo encima del orificio que suelen tener las edificaciones de la zona para colgar el cerdo en las matacías. Al parecer, un hombre aprovechó esta circunstancia para mover con un tronco el cuerpo de la ventera muerta. El pavor hizo mella en los deudos, que huyeron atemorizados y bautizaron a la venta con tan peculiar nombre.