Razón y neoclasicismo
El 10 de junio de 1761, se expidió un real decreto “para hacer caminos rectos y sólidos en España, que faciliten el comercio de unas provincias a otras, dando principio por los de Andalucía, Cataluña, Galicia y Valencia”. Aunque para entonces se había construido a costa del Estado la carretera entre Reinosa y Santander (1749 a 1753) y otro tramo en el puerto de Guadarrama, se trató de la primera ocasión (después de la época romana) en la que el Estado decidía asumir la construcción de carreteras en España con carácter general.
El propio título del real decreto incluía un esbozo planificador (una red radial) que condicionó posteriormente el desarrollo económico de buena parte del territorio español y la estructura de su red principal de carreteras. ¿En qué contexto político y económico surgió ese real decreto? ¿Cómo se entendía que debían ser esas carreteras? ¿Los puentes tenían que ser monumentales? ¿Por qué una cuarentena de años después se creó la Escuela de ingenieros de caminos? Estas preguntas tienen una respuesta común: Ilustración y neoclasicismo.
El contexto
La Ilustración fue una corriente intelectual que marcó el siglo XVIII. Su base fundamental fue el triunfo de la razón, convertida en la luz de todo conocimiento humano. El XVIII suele ser llamado por ello el Siglo de las Luces. Gracias a ello, la Ilustración consiguió impulsar el desarrollo del método científico y de las ciencias. En España, la gran preocupación de los ilustrados fue conseguir vencer el retraso económico, comercial, cultural y tecnológico que el país arrastraba desde hacía decenios respecto a otros países europeos.
El pensamiento económico de Pedro Rodríguez Campomanes, uno de sus principales baluartes, nos permite resumir los principios del movimiento ilustrado en materia económica. Fue obsesivo el objetivo de incrementar la producción, que arrastraría mayor ocupación en el trabajo, pues la cantidad de mendicantes, vagos, bandoleros y desocupados preocupó a la práctica totalidad de los pensadores de esa época. Por otra parte, el crecimiento productivo llevaría consigo el aumento de la población, que haría más poderoso al Estado en su relación con otros países de Europa. Se tomó conciencia de la mala estructura de la producción agrícola y ganadera (grandes terratenientes, elevado número de “manos muertas”, atraso técnico de los cultivos, privilegios de la Mesta, falta de libertad en el comercio de granos, etc.). También consideraba necesario potenciar la industria y no depender exclusivamente del sector primario, y entre esa industria se consideraba muy importante la textil.
Por su parte, el neoclasicismo también se expandió en el siglo XVIII. Fue un movimiento estético en las artes y la arquitectura íntimamente ligado a los principios intelectuales de la Ilustración, elevando lo clásico como modelo de simplicidad, armonía, belleza, perfección y solidez. Los arquitectos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, institución creada en 1752, fueron los impulsores del movimiento neoclásico en la arquitectura y en las obras públicas españolas. La monumentalidad de sus obras fue innata con el afán por demostrar el poder del promotor, habitualmente la monarquía.
Quien promulgó el real decreto citado fue Carlos III. En 1759 comenzó su reinado en España. Hijo de Felipe V y de Isabel de Farnesio, sucedió a su hermanastro Fernando VI. Llegó al trono con la amplia experiencia adquirida como rey de Nápoles y de Sicilia durante los 15 años anteriores e imbuido por la corriente político-filosófica propia de la Europa de la segunda mitad del siglo XVIII, el despotismo ilustrado, merced al cual el monarca mantuvo el poder absoluto pero aplicó las ideas de la Ilustración, eso sí, sin cambiar las principales estructuras sociales.
Los buenos caminos: una necesidad acuciante
El incremento y abaratamiento del transporte comercial fue una premisa fundamental para todos los ilustrados. Los objetivos económicos de la Ilustración no podían llevarse a cabo si no se mejoraba e incrementaba el comercio. Para conseguirlo en un país que, salvo en las zonas de costa y en muy pocos tramos de ríos o canales navegables, carecía en la práctica de cualquier posibilidad de transporte de mercancías ajeno a las recuas de animales por las maltrechas sendas, era absolutamente necesario disponer de buenos caminos y no solo eso, sino que también tenían que ser seguros y disponer de suficientes servicios para el arriero o viajero. En el siglo XVIII, cualquier texto sobre caminos llevó asociado su capítulo correspondiente a las posadas como algo que no se podía separar. Unos buenos caminos permitirían mejorar el transporte de los productos agrarios y el desarrollo de las industrias, que a su vez conseguirían reducir la mendicidad y el bandolerismo, auténtica obsesión de los ilustrados.
“Como no puede haber ríos navegables ni canales en todas partes, se ha de suplir esa falta con buenos caminos, cuya utilidad y necesidad se hace patente, viéndose que seis caballerías tiran en un carro más peso que llevan doce al lomo, y en un camino bueno e igual bastan cuatro caballerías; y así vemos que se puede reducir a la tercera parte el coste de transportar nuestros frutos por tierra; y por consiguiente el labrador que dista 45 leguas del mar, tendrá la misma ventaja que el que ahora dista 15, y fácilmente se comprende lo que esto servirá para adelantar nuestra agricultura, comercio y circulación” (Bernardo Ward, Proyecto Económico, escrito hacia 1760 e impreso en 1762).
Durante la década de 1750 se fue gestando el pensamiento ilustrado sobre los caminos que entonces necesitaba España. Se va a seguir el planteamiento en el que coincidieron la mayoría de los intelectuales de la época.
El nefasto estado de los caminos en España
En el siglo XVIII encontramos los primeros textos escritos por españoles en los que se deplora, por encima de todo, el mal estado de los caminos. En esa situación, era imposible que pudieran llevarse a cabo las ideas económicas ilustradas para el progreso del país.
Uno de los que analizó su estado y criticó su abandono con mayor rigor fue el ya citado Pedro Rodríguez de Campomanes. Miraguano editó en 2006 los relatos de sus viajes por España y Portugal y cita un cúmulo de tramos de caminos y de puentes en pésimo estado. He aquí una muestra, que se refiere al paso por Jadraque del camino de Madrid hacia Sigüenza y Zaragoza:
“Por esta causa en tiempos lluviosos la cuesta de Jadraque se debe mirar como un río bastante rápido y caudaloso, y de difícil tránsito por su pendiente. El piso de la cuesta es seguramente de los más desiguales, así por los peñascos, berrocales, y lastras, que a manera de verrugas tienen erizado el camino, como por los socavones de la tierra que va haciendo el agua por todas partes para buscar salida. Esta desigualdad horrible del piso se aumenta cada día más en las nuevas avenidas, y los coches se atascan y atollan en aquella cuesta especialmente al subirla porque se lucha con los pedruscos que es preciso sobrepujar, y que los caminantes sufran los vaivenes de los molestos carruajes, o que se expongan a encharcarse de agua si se apean. Tiene también este camino de la cuesta de Jadraque la incomodidad de que solo cabe un coche”.
Las penalidades de cualquier viaje por la España de entonces las resumió así otro de los escritores de la Ilustración española, Pedro José García Balboa (1695-1772), más conocido como Fray Martín Sarmiento, benedictino, del que se volverá a hablar más adelante:
“Hablen por mí los que se han hallado y hallan precisados a emprender jornadas prolijas por los caminos de España. Montes, cuestas, precipicios, barrancos, pantanos, torrentes falsos, vados falaces, puentes peligrosos, barcas rotas o mal seguras, despoblados de todo viviente y vegetable, sin poderse guarecer, ni del sol, ni de las tempestades, ni de la lluvia; incertidumbre de los caminos en las encrucijadas, de la distancia de los lugares y de sus nombres, del rumbo, de la hora, etc. Todo esto es un complejo de incomodidades que ha de padecer un caminante, aún cuando viene a la Corte”.
“Aún falta más: fieras, salteadores, […] ladrones, rateros avecindados, conocidos y tolerados, mesoneros, venteros, que son de la misma clase, escasez o falta de alimentos para las caballerías y personas, y la tiranía de los precios, cuando los hay, y esos muy malos, falta de camas y cuando las hay, o siempre muy indignas o tal vez apestadas, y que siempre se han de pagar por buenas; falta de establo, y muchas veces de viento para recogerse, falta de oportunidad para oir misa, falta de alimentos para hacer prevención, falta de herrador y de albéitar [veterinario]”.
El mal estado de los caminos tampoco escapó a la crítica del primer tratadista español sobre la materia, Thomás Manuel Fernández de Mesa y Moreno, quien en 1755 publicó su “Tratado legal y político de caminos públicos y posadas”: “Es un dolor el ver y oír que se detienen muchas veces los correos, en que tanto interés tiene el Estado, especialmente por las avenidas de los barrancos, no habiendo puentes para pasar sobre ellos. En este reino [Thomás era valenciano] frecuentemente sucede cortar el correo de Cataluña el barranco llamado de la Viuda, y el otro de Algemesí impide el tránsito al de Alicante, que trae las cartas de toda la Andalucía, y suelen ser estas detenciones de varios días. En el camino de la Corte se halla el paso decantado de las Cabrillas, que también varias corrientes y avenidas de agua le hacen impracticable, obligando a los caminantes a rodear por la Mancha baja, gastando cerca de tres días enteros, en lo que pudieran andar con dos horas solamente”.
La planificación
El territorio español puede decirse que, en lo que se refiere a las comunicaciones terrestres, era un papel en blanco en el siglo XVIII. La mayor densidad de población se encontraba en determinadas zonas costeras, estando todo el interior de la península más despoblado. Una serie de ciudades tenían más población, pero sin que descollaran notoriamente del resto.
La Corte se localizaba en Madrid, un punto estratégico por estar prácticamente en el centro de la península, pero sin comunicaciones terrestres mínimamente adecuadas. Lo que inicialmente podía ser bueno desde un punto de vista estratégico y político, era una rémora para su desarrollo económico, objetivo primordial de los ilustrados.
En ninguno de los textos escritos por los pensadores de la época se plantea la mínima duda de que todos los caminos principales deberían partir desde Madrid. Este axioma planificador pudo deberse a varias razones:
Imbuidos por el clasicismo, todos elogiaron a la ingeniería romana y citaron a los autores clásicos profusamente. El hecho de que Roma fuera considerada el origen de las calzadas del imperio pesó mucho. La capital española no iba a ser menos. Además, tenían presente el reflejo de París, también borbónica, que ejercía no solo como sede de la Corte francesa, sino como un poderoso centro económico y cultural, eso sí, ganado a pulso gracias a su privilegiada localización y a sus excelentes comunicaciones.
Por otra parte, entendieron que existía una especie de correlación entre los itinerarios de la posta y los caminos que era necesario disponer. La posta nació en el siglo XVI como una organización de mensajería al servicio de la monarquía, con un componente militar importante. Posteriormente sus ventajas se fueron poniendo a disposición de determinados clientes y terminó siendo un servicio público de correos que llegaba a todo el territorio. La estructura de las carreras de postas llevaba mucho tiempo siendo radial (no olvidemos sus orígenes). De hecho, en el mismo año de 1761, unos meses antes del real decreto de Carlos III, Pedro Rodríguez de Campomanes publicó la relación de carreras de postas españolas. La inmensa mayoría partían de Madrid y la estructura era claramente radial, algo plenamente asumido por los ilustrados.
Establecido el axioma del origen de todos los caminos principales, se pasó a discutir sobre el destino de estos caminos, y en concreto sobre si debían desviarse de su rumbo para acceder a las principales ciudades o no. El real decreto concretó áreas geográficas de importancia económica (Andalucía, Cataluña, Galicia y Valencia) para los caminos principales más urgentes. Fue una simplificación (y difuminación) de la propuesta de Bernardo Ward, cuyo Proyecto Económico tuvo una influencia decisiva. Escribió Ward: “Necesita España de seis caminos grandes, desde Madrid a la Coruña, a Badajoz, a Cádiz, a Alicante y la la raya de Francia, así por la parte de Bayona como por la de Perpiñán; y de estos se deben sacar al mismo tiempo para varios puertos de mar y otras ciudades principales: uno de la Coruña para Santander (que es el más esencial y urgente hoy día), otro para Zamora y hasta Ciudad Rodrigo: del de Cádiz otro para Granada, y así de todos los demás. Después se necesitan diferentes caminos de travesía de unas ciudades a otras”.
No obstante, se plantearon otras propuestas en las que la razón, vestida en este caso de estructura matemática y geométrica pura, se imponía a la realidad geográfica y social del territorio. Quizá el caso más extremo fue el del ya citado Fray Martín Sarmiento. Este fraile sería hoy el clásico tertuliano televisivo, capaz de disertar sobre cualquier asunto. Entre sus numerosas y variadas publicaciones, todas ellas plagadas de elogios a los clásicos y adornadas con abundantes citas, fruto de su vasta cultura y de su impresionante biblioteca, destacan sus “Apuntamientos para un discurso sobre la necesidad que hay en España de unos buenos caminos reales y de su pública utilidad y del modo de dirigirlos, demarcarlos, adornarlos, abastecerlos y conservarlos”, obra del año 1757. He aquí una muestra de su pensamiento planificador:
“No sé cual es el intento de dirigir los caminos. Si se han de dirigir sin entrar en los lugares como se dirigían las vías militares de los romanos. Si se han de dirigir de lugar en lugar, formando una línea curva muy irregular. O si se han de dirigir por una línea recta, pase o no pase por lugares. Propongo que esto último me parece más nuevo y más útil. Digo que desde Madrid como de centro deben salir líneas rectas hasta las extremidades de toda España, y que estas líneas denotarán las demarcaciones de los caminos”.
“Y para que haya útil simetría en ellos, imagínese que está colocado el astil de la Cruz de la nueva Capilla Real del Palacio en el centro de un grande círculo que contenga los 32 vientos o rumbos de la aguja de marear. Esa cruz hará lo que la columna dorada hacía en la plaza de Roma, para comenzar a contar desde ella las millas de los caminos. Desde el astil, pues, de la cruz dicha se deben contar las distancias en los caminos que se imaginen comenzar en él. Para desembarazarse de las entradas de Madrid se describirá un círculo, cuyo centro sea el dicho astil en el punto en que prolongado caiga o se imagine cae perpendicular en el pavimento. El radio de este círculo será de mil pasos. Y en esa circunferencia se fijarán 32 columnas curiosas, que tengan los nombres de los vientos o rumbos por donde ha de ir la demarcación de los caminos reales […] Los rumbos de norte y de sur coinciden con el meridiano de Madrid. Y los de oriente y poniente con su círculo vertical. Los caminos de esos cuatro rumbos son los primeros que se han de emprender”.
Como se observa, las ciencias exactas dominan su pensamiento en estos asuntos. Martín Sarmiento proponía no desviarse nunca de esos rumbos al construir los caminos y si hubiera alguna dificultad orográfica sortearla para volver a tomar exactamente el rumbo. Entre sus cálculos, dejó claro que en el caso más extremo, si se construyeran esos 32 caminos según esos regulares rumbos, ninguna población española distaría más de 9,7 leguas de un camino real.
La planificación de los caminos reales por parte de los ilustrados ha marcado la estructura viaria española desde entonces. Como muestra, he aquí cuatro mapas que corresponden a los principales planes de carreteras… del siglo XX:
El efecto impulsor de la economía por parte de los nuevos caminos ya lo dejó entrever nuestro fraile, relacionando historias de romanos, como era habitual y él las entendía: “Las vías militares no las enderezaban por lugares populosos, por evitar las resultas de la libertad militar en los dichos lugares. ¿Y qué sucedió con esto? Que las vías militares se convirtieron en una población continuada de nuevas ciudades, nuevas villas y nuevos lugares. Que todo el terreno que estaba a uno y otro lado de esos caminos, o se cultivó si era bravo o se perfeccionó su cultivo, si estaba ya trabajado”.
¿Cómo deberían ser estos caminos?
Su trazado debería ser lo más recto posible. Eso lo tenían muy claro, teniendo en cuenta la escasa velocidad de viaje (una legua cada hora, habitualmente). El ahorro de tiempo era economía. Así lo expuso Bernardo Ward: “la primera atención se ha de aplicar a que todos los caminos y ramales vayan línea recta a costa de cualesquiera dificultades, pues cada legua que se ahorre de camino es un tesoro, que vale para las conducción muchos millones en el transcurso del tiempo y facilita más y más el comercio”. Thomás M. Fernández de Mesa insistió en ello: “En ninguna parte hay más necesidad de hacer caminos rectos que en España, porque en ninguna son más pesados y molestos, por los impertinentes rodeos”.
Además, propuso que fueran elevados, con objeto de ofrecer fácil salida a las aguas, que éstas evacuaran la suciedad a los márgenes… y que fueran seguros, ya que una de las preocupaciones del valenciano fue intentar evitar la facilidad con la que podían ser robados o atacados los transeúntes: “Es un camino hondo, y cual suelen ser todos los de este reino, sumamente incomodado y perjudicial, porque los altos márgenes y muros que forman a un lado y otro los campos impiden la vista al caminante […] Fuera de que embarazado con tales parapetos no puede explorar ni prevenir a sus contrarios y ladrones, antes bien los mismos márgenes son como fortalezas donde puede defenderse y ofender el malhechor. Un solo hombre, puesto arriba, armado con las villanas armas de las piedras, es capaz de rendir e injuriar a muchos pasajeros bien pertrechados y cargados de todas armas, pues el que está en lo alto, con solo doblar el cuerpo, puede burlar el tiro, pero los que están debajo quedan al descubierto, sin saber si les conviene pasar adelante o atrás, o asaltar y subir, porque no puede ver cuántos le esperan”.
Todos estuvieron de acuerdo en que los caminos tenían que tener un buen firme y ser duraderos. Todos los ilustrados elogiaron el ideal de camino romano, muy influenciados por las descripciones de Bergier, al que cita la mayoría. Bernardo Ward era muy optimista en cuanto al coste de los firmes: “Tenemos en España la gran ventaja de encontrarse casi en todas partes piedra, cascajo y arena, lo que me hace creer que la mayor parte de nuestros caminos se podrán hacer a mucho menos costa de lo que se cree, como en Suecia, donde no necesitan de zanjas de uno y otro lado, sino señalar el camino con un lomo en medio y una caída suave para el agua, sin más obra por encontrarse luego un suelo firme”. Ward no había profundizado mucho en la geología española, por lo que se ve. Quien más avanzó en este asunto fue Fernández de Mesa. En su tratado describió los firmes romanos según Bergier y dedicó una amplia y detallada descripción de la formación del firme de la primera carretera moderna construida en España, la ya citada de Reinosa a Santander.
Respecto a la anchura necesaria, el mismo Fernández de Mesa llegó a la conclusión de que debía de ser de 16 pies como mínimo, aconsejando llegar a 20 pies (unos 5,6 metros). De hecho, la carretera de Reinosa tuvo 21 pies de anchura, más dos paredes laterales de 3,5 pies cada una.
Se consideraba necesario disponer arbolado en las orillas de los caminos y señalizarlos “como lo hacían los romanos” mediante pilares que marcaran las millas o las leguas. También lo era disponer “cruces donde parten los caminos, para enseñar donde se dirige cada uno” y disponer arbolado en las orillas de los caminos. Martín Sarmiento estimaba mucho la colocación de miliarios en sus caminos reales, pero bien confeccionados: “En cada una de las columnitas se ha de grabar el número de millas que ella dista de Madrid. No se debe fiar esto a arquitectos, pues por lo común no saben escribir. Un curioso debe hacer en la columna el dibujo de las letras y que después las abra a cincel quien lo entendiere; pero las ha de esculpir profundamente y después ha de embarnizar los surcos con un betún muy negro. El número se ha de expresar con caracteres romanos”. Al fin y al cabo, Martín Sarmiento consideraba su sistema de caminos reales rectos siguiendo los 32 rumbos, con miliarios bien colocados a la distancia exacta, como un pionero sistema de geolocalización casi perfecto.
Los ilustrados tuvieron conciencia de que unos buenos caminos sin servicios complementarios no tenían sentido. La escasa velocidad diaria y la indefensión del viajero en tramos separados de cualquier lugar habitado los necesitaba. Martín Sarmiento los relacionó en su capítulo denominado “adornos”: “habitaciones decentes para hacer mediodía y noche con comodidad, iglesia para oir misa, casas para el cirujano y herrador, por lo que puede suceder a un hombre y a una caballería, sombra para defenderse del sol y cubierto para ampararse de la lluvia y tempestades, señales para saber en qué hora y a qué plaga está el caminante cuando está en despoblado, casas en que estén venales y a mediano precio los alimentos para todo género de viajeros y animales, fuentes de trecho en trecho o traídas o nacidas en el camino y tabernas de cuando en cuando”. Por cierto, lo de las tabernas lo desarrolló posteriormente. Tenía que haber una cada tres kilómetros: “de dos en dos millas ha de haber una taberna en que se venda vino y pan, exceptuando aquellos sitios en que ya por otro motivo debe haber esas prevenciones”. No pensemos mal, el fraile lo propone pensando en los sufridos mozos de mulas: “los mozos de mulas no pueden andar un cuarto de legua si no mojan la boca. Con este arbitrio andará 2.400 pasos antes de mojarla”. Otro de los productos que debían vender las tabernas era tabaco en hoja y en polvo. En fin, toda una feria a lo largo de los caminos reales. Bernardo Ward era más realista y condicionaba la existencia de buenos servicios al incremento notable del tránsito por los caminos: “¿cómo pueden tener camas, buena ropa, criados, cocinero, limpieza y provisiones si no pasa gente para el consumo de los comestibles? ¿Y cómo podrán sufragar los gastos del aseo y conveniencias necesarias?”.
Respecto a los tramos de caminos afectados habitualmente por nevadas se propuso la colocación de postes toscos de piedra, con suficiente altura, en los márgenes del camino (ya Felipe II había promulgado una pragmática al respecto). En algún escrito se citó también la necesidad de que “en las noches tenebrosas con espesísimas nieblas” se tañeran campanas u otras señales sonoras para que los caminantes no perdieran el rumbo.
¿Y los puentes?
“Barcas en un camino real, pudiendo haber puentes y habiendo quienes quieran fabricarlos, es contra el derecho natural de las gentes, de la sociedad humana, de la hospitalidad y de la caridad cristiana. Este aspecto de barcas peligrosas y excusables pide especial atención en los superiores que han de entender en la construcción de los nuevos caminos reales […] En Valencia de Don Juan había puente sobre el grande río Esla. Cayose y le sucedió la barca de Villaquexida en el mismo río. Las postas, los correos y los maragatos huyen de las barcas como del demonio, ya porque es preciso esperar mucho, ya por el peligro, ya porque una recua no puede pasar sino en muchas barcadas. Así van a buscar los puentes, aunque rodeen mucho” (Martín Sarmiento).
Es decir, los caminos reales debían ser continuos en todo su recorrido. Los puentes nunca fueron plato intermedio. Se registraron casos en los que fue la primera actuación en la nueva carretera (fue una opinión bastante extendida que cuando había que construir una carretera lo primero que había que hacer era solucionar los “malos pasos” y después ya se iría construyendo el resto). Por el contrario, se han registrado muchos casos en los que los puentes más complejos fueron dejados para el final, y a mediados del siglo XIX todavía se estaban construyendo puentes en algunos pasos importantes.
En la época ilustrada podían hacerse cargo de los puentes los ingenieros militares o los arquitectos. Estos últimos, formados en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando para otros menesteres, estuvieron imbuidos de las ideas clasicistas y de la magnificiencia que tenía que tener toda obra pública, como culto al poder de quien la promovía.
La cruda realidad
El impulso de las ideas de los ilustrados sobre la nueva red de caminos que necesitaba España se vio frenado por la realidad. Se encontró con dos problemas muy importantes: la falta de fondos públicos y la de profesionales capaces.
Por una parte, los caminos no eran tan económicos como imaginaba Ward. Agustín de Betancourt se lamentaba en 1803 diciendo que “esta clase de obras no se pueden ejecutar sino reuniendo una multitud de brazos que es necesario pagar, y pagar con exactitud; y las críticas circunstancias en que vivió la nación por largo tiempo, obligaron a echar manos de todos los recursos que no gravasen más a los vasallos, y los fondos destinados a los caminos se invirtieron en objetos de mayor urgencia. El único caudal que pudo disponer la Dirección fue el del producto de los portazgos, que asciende a unos tres millones anuales; y éste apenas era suficiente para el pago de los empleados en su conservación y reparar los pasos más urgentes, a fin de que los viajeros no quedasen detenidos en medio de las principales carreteras”.
Por otra parte, los primeros constructores de caminos no estaban preparados. La Memoria de Obras Públicas de 1856 es una lectura obligada para analizar los casi cien primeros años de la nueva política sobre caminos y carreteras iniciada por los ilustrados. Un párrafo muy conocido lo resume perfectamente:
“Pero más sensible aún era lo que sucedía en la construcción de las obras. Si algunas se hicieron con acierto, se debió a que se pusieron bajo la dirección de ingenieros extranjeros o de ingenieros militares españoles, que en aquel tiempo tenían en este ramo una instrucción muy superior a la de las demás clases facultativas del Estado.
En el mayor número de casos no se obtenía este resultado. El nombramiento de los facultativos y arquitectos más acreditados a quienes se encomendaron los trabajos no pudo evitar que la carretera de Madrid a Valencia por Albacete, dejando el terreno llano que conduce a Játiva, situada al pie de la sierra, y abandonada esta importante ciudad y otras poblaciones de consideración, se llevase a través de la sierra de Cárcel, dando lugar a obras de grandes dimensiones e inmenso coste; ni tampoco pudo impedir que se perdiesen, por decirlo así, los constructores dentro de esta sierra sin saber cómo salir de ella, haciendo cortaduras inmensas, proyectando un gran puente entre las breñas, obras que luego hubo que abandonar para seguir otra dirección no menos costosa. No evitó, en fin, que con el objeto de salvar la dificultad de fundar dentro del agua se construyese para el paso del Júcar, a un lado del río, un puente de piedra de varios arcos, con el intento de dar luego paso a aquel por debajo; y que después de hacer sucesivamente tres presupuestos, que todos fueron agotados, se invirtieran más de ocho millones de reales sin terminar el puente y sin que luego haya sido posible dirigir por debajo de sus arcos la corriente, presentando a los ojos de todos los viajeros el ridículo espectáculo de un río que es preciso pasar en barca, muchas veces con peligro, y de un puente situado en seco a sus alrededores”.
La cruda realidad llevó a que a finales del Siglo de las Luces todo estuviera preparado para que Betancourt impulsara la Escuela de Ingenieros de Caminos, como forma de solucionar el problema de la falta de facultativos entendidos en la materia.
Ahora bien, para solucionar en parte el primero de los problemas citados aún tendrían que pasar más de 50 años, superando un periodo muy negro para España: la guerra de la Independencia, el funesto reinado de Fernando VII, la primera Guerra Carlista y la recuperación económica del país.
Francisco de Goya fue el autor del grabado titulado “el sueño de la razón produce monstruos”, todo un símbolo de lo que sucede cuando dicha razón es abandonada (en este caso, durante el sueño). Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XIX la realidad española superó a lo onírico y generó monstruos mucho más peligrosos. Es lo que sucede cuando quien ostenta el poder razona poco…