En galera, pero sin remar.
Galera (de galea):
- f. Embarcación de vela y remo, la más larga de quilla y que calaba menos agua entre las de vela latina.
- f. Carro grande de cuatro ruedas para transportar personas, ordinariamente con cubierta o toldo de lienzo fuerte.
Las galeras fueron vehículos para transportar mercancías, sin perjuicio de que en ellos se «acomodaban» también personas.
Eran carros sin muelles, tirados por mulas y dedicados fundamentalmente a transportar bultos y otras mercancías, sobre los cuales se solían disponer unos colchones para que se acomodaran, si aguantaban, los viajeros o las personas que acompañaban el desplazamiento de la galera, al amparo de la seguridad que ofrecía el viaje junto a profesionales del transporte debidamente armados.
Su velocidad fue siempre muy baja, como mucho de 35 km al día.
Así las describió Richard Ford a comienzos de la década de 1830 (“Las cosas de España”, Turner, 1988, pp. 72-73):
“La galera es un carro grande sin muelles; los lados van forrados de estera, y debajo lleva una red abierta como en los calesines de Nápoles, en la cual duerme y gruñe un terrible perro, que hace guardia de cerbero sobre los pucheros de hierro, cedazos y otros utensilios».
“La carga y partida de la galera cuando la alquila una familia que va de traslado, son únicas en España. El equipaje pesado se coloca primero, y encima de todo, las camas y los colchones, sobre los cuales la familia entera descansa en admirable confusión. La galera es muy usada por los pobres estudiantes españoles, únicos en su clase, llenos de andrajos y de desvergüenza; sus aventuras tienen fama de ser muchas y pintorescas”.
Algo parecido narró Théophile Gautier diez años después (“Viaje a España”, Cátedra, 1998, pp. 311 y 314):
“Imaginad un carro bastante bajo, con adrales calados y que no tiene por fondo más que una red de esparto en la que se acumulan los baúles y los paquetes sin prestar gran atención a los ángulos salientes o entrantes. Encima, se echan dos o tres colchones, o más exactamente dos sacos de tela dentro de los cuales flotan unos manojos de lana cardada. Sobre estos colchones se extienden transversalmente los pobres viajeros en una posición bastante parecida […] a la de los terneros cuando los llevan al mercado. Lo único, que no llevan los pies atados, pero su situación no es mucho mejor. Todo ello va recubierto de una especie de toldo extendido sobre unos aros. Lo conduce un mayoral y va tirado por cuatro mulas”.
“De vez en cuando bajábamos y hacíamos un trecho a pie, colocándonos a la sombra de las caballerías o del carro; y luego, una vez desentumecidas las piernas, volvíamos a subir a nuestros sitios, aplastando algo a los niños y a su madre, porque no era posible llegar a nuestro rincón sino arrastrándonos a cuatro patas bajo esa especie de cúpula rebajada formada por los aros de la galera”.
En el siglo XIX, el ferrocarril supuso una auténtica revolución. Imaginemos lo que significó para los viajeros poder desplazarse a una velocidad de unos 30 km/h sin grandes peligros y cómodamente sentados, y además poder llevar fácilmente sus cargas. Todas las poblaciones de España quisieron disponer este nuevo medio de transporte.
Ramón Mesonero Romanos escribió acerca de un viaje que efectuó en 1813 lo siguiente: “Limitáreme a decir que en las 33 leguas que separan a Madrid de Salamanca, y que hoy se salva en diez horas por ferrocarril, empleó nuestra galera cinco días mortales, a razón de 5 o 6 leguas cada uno y andando desde antes de amanecer hasta bien entrada la noche. […] Pasamos al día siguiente el famoso puerto de Guadarrama, divisorio de ambas Castillas, a pie enjuto (por estar a la sazón limpio de nieves) y escoltando modestamente la galera para librar de toda fatiga a las escuálidas mulas, que a las cinco o seis horas dieron en los pesebres de la desmantelada fonda de San Rafael”.
Viajar en galera era, pues, muy cansado y deparaba un sinfín de incomodidades. No obstante, siempre era mejor que ir destinado a galeras, salvo que uno se pudiera cruzar con el valeroso Don Quijote.