Para haberse matado
En el siglo XIX, los viajeros estaban expuestos a todo tipo de incidencias. A las penurias de un viaje muy lento, a la indefensión ante las veleidades de la meteorología y al desamparo frente a cualquier incidente o malhechor que se les acercara, hay que añadir los variopintos accidentes, muchos de ellos fatales. Los accidentes, en especial cuando se viajaba con carros, galeras o en diligencias, fueron abundantes. En los antiguos caminos y carreteras era habitual que en sus márgenes aparecieran lápidas o cruces recordando a alguno de los viajeros que sufrieron una desgracia, no siempre causada por una mano airada.

Los carros cargados y las diligencias atiborradas de viajeros y de equipaje debían circular por caminos y carreteras en mal estado, siendo alto el riesgo de vuelco. Pero lo peor era la pérdida del control de las caballerías de tiro. Buena parte de los accidentes que se han descrito en el siglo XIX tienen como origen la espantada de los animales. El control de las mulas y caballos de tiro requería cierta pericia. Veamos tres ejemplos:
“Este carruaje detrás de estas mulas era como una cacerola atada al rabo de un tigre: el ruido que hacía les excitaba más aún. Una hoguera de paja encendida en medio del camino estuvo a punto de desbocarlas. Eran tan espantadizas que había que sujetarlas por la brida y ponerles la mano delante de los ojos cuando se acercaba un coche en sentido contrario. Como regla general puede afirmarse que cuando dos coches arrastrados por mulas se encuentran frente a frente, uno de los dos termina volcando. En fin, que lo que tenía que ocurrir ocurrió. Estaba yo dando vueltas a la cabeza a no sé qué pingajo de hemistiquio como suelo hacer en mis viajes cuando vi venir sobre mí, como describiendo una parábola, a mi compañero de viaje que estaba sentado enfrente. Esta acción extraña fue seguida de un choque muy fuerte y un crujido general. ¿Estás muerto?, me preguntó mi amigo al terminar la curva que acababa de hacer. Al contrario, respondí, ¿y tú? Muy poco, me contestó. Y salimos lo más deprisa que pudimos por el techo hundido del pobre coche que había quedado roto en mil pedazos. Vimos, con una satisfacción infinita, a quince pasos en un campo, la caja de nuestro daguerrotipo tan intacta y pura como si estuviese aún en la tienda de Suso, ocupada en tomar vistas de la columnata de la Bolsa de París. En cuanto a las mulas, habían salido volando llevando consigo la parte delantera del carruaje y las dos ruedas pequeñas. Nuestra pérdida se limitó a un botón que salió saltando por la violencia del choque y que no pudo ser encontrado. No cabe volcar de una manera más admirable […] Nuestras mulas se habían esfumado como si fueran humo, y no nos quedaba más que un coche desmantelado y sin ruedas. Gracias a Dios, la venta no estaba lejos. Fueron a buscar dos galeras que nos recogieron a nosotros y nuestro equipaje” (Théophile Gautier, año 1840, Viaje a España, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 119-120).
“En la mañana de hoy la galera número 3 perteneciente a la mensajería de la compañía de diligencias, su mayoral Agustín Pascual, caminaba con dirección a Córdoba por el llano de Rabanales y al llegar a la inmediación de la alcantarilla del mismo nombre, una de las mulas, resabiada o espantadiza, se espantó repentinamente, no sé por qué causa, de manera, que aunque el carruaje caminaba por medio del arrecife, de día, y guiado a mano por el mismo mayoral, que a pie llevaba del diestro una de ellas, arrastró a las otras, arrollando al referido mayoral, que no fue poderoso a contener el ímpetu, arrastraron el carruaje fuera del camino hasta la zanja o pequeño cauce de la alcantarilla, precisamente la misma en donde por causa bien diferente había volcado la diligencia, causando la rotura de uno de los pellejos de vino que formaban parte de la carga. Los peones camineros, que actualmente se ocupan recargando el firme en aquel paraje, acudieron en seguida, y ayudaron a levantar el carruaje y hacerlo entrar de nuevo en la carretera, lo que verificado y puesto en marcha, a los pocos pasos, y en presencia de los peones, volvió a espantarse la misma mula, arrastrando de nuevo por algún trecho el carruaje, que nuevamente hubiera tal vez caído si el terreno le hubiera prestado desigualdades capaces de producir vuelco” (Boletín oficial de Córdoba del 13 de agosto de 1842; texto recogido en “El riesgo de accidente en los viajes en diligencia en el siglo XIX” por Jacinto Contreras Vázquez; IV Congreso Virtual sobre Historia de las vías de comunicación. 2016).
Un caso curioso fue relatado por el Diario de Teruel de fecha 19 de mayo de 1903. El inicio del suceso tuvo lugar en la bajada de la actual calle Miguel Ibáñez de Teruel (antigua carretera de Teruel a Cortes) y a punto estuvo de dejar a Teruel sin su guía espiritual: “Sobre las siete próximamente de la tarde del viernes último, nuestro querido e ilustre prelado D. Juan Gomes Vidal estuvo a punto de ser víctima de una terrible desgracia. Al regresar de paseo por la carretera de Alcañiz y al bajar la cuesta próxima a la plaza de toros, se desbocaron los caballos del coche que conducía a S.E.I. acompañado de uno de sus familiares, y en vertiginosa carrera recorrieron el trayecto que media desde dicho punto a la subida del Tozal, siendo verdaderamente milagroso el no ocurrir una catástrofe al cruzar el puente de la Reina, en el cual rozó el coche con una de sus ruedas el pretil del lado izquierdo. Gracias a la pericia y fuerza del cochero, pudo refrenar a los caballos al entrar en la población, pero al descender por la calle del Tozal el vehículo hubo de echar el torno y del ruido debieron espantarse nuevamente las bestias y emprendieron otra carrera rápida, hasta ir del todo desbocados, produciendo verdadera angustia y gran alarma en el público que presenciaba el accidente, viendo en inminente peligro la vida de nuestro ilustre jefe diocesano y de los que le acompañaban, observando con dolor que al entrar en la plaza del Mercado (actual plaza del Torico) chocó el coche con las pilastras de la fuente y volcó, siendo arrastrado en esa posición hasta algunos metros en que fueron sujetados los caballos por algunos esforzados turolenses, evitando así una desgracia mayor”.

¿Qué tipología tenían los accidentes?
Se han analizado 58 casos de accidentes muy graves, registrados a finales del siglo XIX y comienzos del XX en caminos y carreteras de la provincia de Teruel, todos ellos relacionados con desplazamientos andando, en caballería o en carro. La tipología de los accidentes se repite en muchos casos y nos encontramos, simplificando los resultados, con esta distribución:
- 13 casos de atropello por carro ajeno.
- 16 casos de atropello por el carro propio.
- 6 casos de vuelco del carro.
- 7 casos de caída de la caballería.
- 1 caso de caída del carro.
- 5 casos de lesiones por coz de caballo o mula.
- 2 casos de ahogamiento al vadear ramblas o ríos.
- 2 casos de muerte por rayo.
- 3 casos de atropello por ferrocarril.
- 3 casos de alcance de carro por automóvil.
El origen del accidente fue en 16 de esos casos (casi la tercera parte) la espantada de la propia caballería y la dificultad para controlarla. De hecho, en cuatro de esos accidentes el percance sucedió al intentar montar en la caballería o subir al carro.
Como se puede observar en el listado que se ha ofrecido, 35 de esos accidentes (el sesenta por ciento) tuvieron que ver con el vuelco del carro o con un atropello. Es curioso que la tipología de atropello más común fue la causada por el propio carro, en la mayor parte de los casos previa caída del viajero o al apearse para intentar controlar a sus animales. En uno de los accidentes estudiados se achacó la causa del accidente a la embriaguez del conductor del carro (todo un pionero en esta materia). Otro de estos accidentes se produjo al caerse del carro un pobre desgraciado que se había dormido. Por cierto, desde 1842, la Ordenanza para la Conservación y Policía de las carreteras generales preveía una multa para aquellos arrieros, conductores, ganados y carruajes que fueran por el camino sin guía o persona que los condujera (ya se limitaba entonces el desarrollo del ansiado vehículo autónomo…). Relacionado con esto de dormirse en el carro contaba Machimbarrena una anécdota que vivió por tierras alcarreñas (y que debía estar muy extendida). Cuando veían los mozos a un carretero dormido, giraban su trayectoria 180 grados, de modo que los animales retrocedían por el camino ya recorrido hasta que el desprevenido arriero despertaba.

Se observa la existencia de accidentes al atravesar una rambla o un río. Los puentes fueron un bien escaso hasta la construcción de la red de carreteras, y en muchos casos fueron construidos los últimos, cuando el resto de la carretera ya estaba habilitada para circular. Fueron muchos los casos en los que los viajeros estuvieron a punto de morir al cruzar vados de ríos o ramblas subidas de caudal a causa del peculiar régimen de lluvias de buena parte de la península Ibérica. Para muestra, incluyo este botón: “Una de las diligencias de la empresa de las peninsulares, ha estado muy expuesta a volcar en el río de Pegalajar, en la provincia de Jaén. Al atravesar el río, perdieron tierra las mulas y se echaron a nadar; el coche quedó detenido, y sin el auxilio de los guardias civiles y los peones camineros, que inmediatamente se arrojaron a sacar los viajeros en hombros, se hubieran lamentado algunas desgracias de consideración” (La España, 30 de abril de 1854). Esto de que los guardias civiles y los peones camineros estuvieran siempre al acecho para salvar a los viajeros se repite a menudo. Eran la asistencia técnica en carretera de la época. Por ejemplo, el 11 de septiembre de 1854, la diligencia de Teruel a Zaragoza, al intentar vadear una rambla en Villarquemado, quedó hundida y aislada en medio de la corriente y a punto de ser arrastrada por las aguas; dos guardias civiles y dos camineros lograron formar una cadena humana desde la orilla y rescatar a los viajeros.

En cuanto a otros accidentes relacionados con la meteorología, es significativo el caso de muerte por rayo. La presencia de viajeros en campo abierto y la lentitud de la marcha, sin lugar cercano en el que poder guarecerse, multiplicó la posibilidad de este tipo de dramático incidente. Tampoco nos debemos olvidar de los casos de viajeros que murieron congelados en las duras serranías. Mariano J. Esteban recoge en su magnífico blog «Efemérides turolenses» nada menos que 22 sucesos en los que encontraron muertos de frío a mendigos, transeúntes o viajeros, entre los años 1875 y 1935.
Con razón una de las jaculatorias más populares era la de rezar por los arrieros y caminantes. Viajar en el siglo XIX era toda una aventura, que poca gente acometía.
Lo dicho, para haberse matado.

Me ha encantado el artículo, gracias por citarme.