Roderas, baches, peces y calaveras
Entre las operaciones de mantenimiento, las relacionadas con el firme de la carretera han sido siempre las más importantes, por su relación con la comodidad y con la seguridad de los usuarios. Hoy día, cualquier Administración que desee explotar correctamente una carretera debe invertir al menos el 50% de su presupuesto de conservación en el mantenimiento y rehabilitación de sus firmes.
No escapó esta preocupación a los ingenieros a partir de mediados del siglo XIX, cuando se impulsó decididamente la construcción de carreteras y la puesta al día de las que ya se habían construido hacía unos años. El estado de la red era pésimo entonces y así lo reconoció sin ningún disimulo la Ordenanza para la conservación y policía de las carreteras generales: “el abandono en que por muchos años han permanecido las carreteras generales por efecto de la guerra civil, que más o menos se ha hecho sentir en todas las provincias, redujo aquellas al mal estado en que se hallaban al terminar esta calamidad pública”. Por cierto, tanto los Reglamentos de Camineros de 1842 y de 1867, como las Ordenanzas de conservación de carreteras de esos mismos años, eludieron tratar sobre las buenas prácticas en la conservación, y eso que durante el siglo XIX los camineros eran los únicos que estaban dedicados a esas funciones.
La ejecución de las operaciones de mantenimiento de los firmes varió muy poco durante todo ese siglo. Son prácticamente iguales las técnicas que describe Espinosa en 1855 que las que incluye el manual de Julián Ramírez titulado “El peón caminero”, publicado en 1907, cuando los vehículos automóviles comenzaban a dejarse ver por las carreteras y ya se pensaba en la pavimentación de la rodadura con alquitranes o productos derivados del petróleo.
Salvo en los tramos no urbanos (en los que por razones de higiene se solían pavimentar con adoquines o enlosados) la inmensa mayoría de los firmes eran de macadán, pavimento compuesto por piedra machacada de tamaño similar, rematado con una pequeña capa de recebo fino en la superficie.
Una de las obsesiones de los ingenieros del siglo XIX era la eliminación del polvo y del lodo de la rodadura de las carreteras, operación que normalmente se efectuaba con escobas de brezo y rastras de madera o incluso, en algunos casos, de hierro. Se supone que en las carreteras muy transitadas, debía añadirse al concepto de “lodo” los excrementos de las caballerías, que sin llegar a causar la crisis sanitaria que se produjo en Nueva York, tenían también su ingrata presencia en la calzada. Fue muy discutida en la época la periodicidad de estas operaciones, pues hubo quien pensaba que si se efectuaba a menudo podía dejar sin el adecuado recebo a la rodadura, entorpeciendo la marcha de animales y personas. Por el contrario, en época de lluvias los lodos podían ser muy perjudiciales y molestos para el tránsito. Según Espinosa, el rendimiento medio diario de un peón caminero, trabajando durante diez horas, era de unos 400 m2 si lo hacía con rastra, y el triple, más o menos, si lo hacía solo con la escoba.
En cuanto a las deformaciones del firme de macadán, las más habituales eran las roderas y los baches, que debían ser eliminados lo antes posible para evitar el aumento de su tamaño y profundidad (o sea, como en la actualidad).
Para reparar las roderas se utilizaba la rastra de hierro o el rastrillo de dientes. Una vez restituida la piedra que se había desplazado y añadida la que pudiera faltar, se tenía que recebar y compactar con un pisón. Espinosa cita una mala praxis, la de utilizar para esta tarea el hierro del mango del azadón o del rastrillo, acción que deterioraba estas herramientas. Relacionada con las roderas y deformaciones del firme estaba la operación que los manuales denominaban “revocado”, que se ejecutaba rebajando con el zapapico el material que se encontraba elevado y rellenando con la piedra obtenida, una vez limpia, las roderas y depresiones, previamente picadas y limpiadas. La operación finalizaba compactando lo que se pudiera con el pisón y recebando el conjunto con arena fina.
Por su parte, los baches se tenían que rellenar con piedra machacada de pequeño tamaño. La discusión en la época versaba sobre si había que picar previamente las esquinas y el fondo de los baches o no hacerlo. En cualquier caso, estimaba Espinosa que un caminero podía llegar a gastar 3 metros cúbicos de piedra al día tapando baches, incluyendo en ese rendimiento el picado previo de dichos baches. De todos modos, esos rendimientos no debían ser obtenidos habitualmente, pues el francés Davillier viajó por España en 1862 y retrató así el trabajo de reparación del firme: “el peón caminero es ordinariamente gran fumador de cigarrillos y enemigo decidido de la fatiga. Se le ve transportar, sin apresurarse nunca, algunas piedrecitas en una cestita de junco con dos asas, que deposita con cuidado en las rodadas, sin llenarlas, para que le quede trabajo al día siguiente”.
Lo de circular por un lado determinado del camino según el sentido de la marcha no se había establecido en el siglo XIX. Aprovechando esta circunstancia, para conseguir que los carros no fueran siempre por el mismo sitio y degradaran más esa zona del firme, se publicaron propuestas que podrían denominarse de “bacheo parcial”, como recoge Espinosa (1855): “como aconsejan algunos ingenieros, conviene que los bacheos se hagan alternadamente, es decir, no verificándolo en todo el ancho de la carretera a la vez, sino por piezas en distintas direcciones; de este modo se obliga a las caballerías a marchar en distintas direcciones también y se descompone menos el firme”. Era una paradójica política preventiva en materia de conservación, consistente en no rematar la faena. A lo mejor fue eso lo que vio Davillier, quién sabe.
El desgaste del firme era otro de los deterioros que más preocupaba a los ingenieros del XIX. Hubo muchas teorías sobre la necesidad periódica de efectuar recargos y sobre cómo hacerlo. En los firmes nuevos o en los recién recargados era habitual el desplazamiento de piedras a causa del tráfico, ya que la compactación previa era muy débil. La recogida de estas piedras en los márgenes o paseos de la carretera tenía un nombre: descantar. Era habitual que a causa del desgaste aparecieran en la superficie piedras gruesas que no habían sido suficientemente machacadas cuando se construyó el firme. Estas piedras recibieron el tétrico nombre de “calaveras” y era obligado partirlas con la almádena o con la maza, recibiendo esta operación el nombre nada original de “remachaqueo”.
Los paseos, para los acopios.
Las carreteras construidas en el siglo XIX se componían de una calzada afirmada y de sendos paseos exteriores, que no se afirmaban. El Reglamento de la Ley de Carreteras de 1877 oficializó las anchuras en función de la clase de carretera: “Las dimensiones de las carreteras […] serán respectivamente para las de primero, segundo y tercer orden, 8 metros, 7 metros y seis metros contados entre las aristas exteriores de los paseos; de dicha latitud será el afirmado, respectivamente también, 5,50 metros, 5 metros y 4,50 metros, distribuyéndose el resto entre los dos paseos”.
Para la reparación del firme era imprescindible disponer de acopios de piedra machacada cercanos a la carretera, que recibieron la denominación de “pilas” o “peces”. Ya se ha citado también que las piedras procedentes del descantado se acopiaban en los márgenes de la calzada para su reutilización posterior. Desde los inicios, el lugar para acopiar la piedra fueron los paseos.
A veces la piedra se machacaba in situ, por parte de los peones camineros, si bien a partir de la segunda mitad del siglo XIX fue común efectuar subastas públicas para servir el macadán. En este último caso, la recepción se hacía por “cargos” que se medían en cajones, normalmente de medio metro cúbico cada uno. Las pilas o peces de piedra se componían de uno o más cargos y solían tener sección triangular (al dejar caer la piedra de los cargos) o bien trapecial (este caso era común cuando la machacaban los camineros). En muchas fotografías de carreteras anteriores al año 1913 aparecen estos “peces” en los paseos de las carreteras, listos para su empleo. En el museo de carreteras de Teruel se exponen varias piezas en ángulo, de distintos tamaños, que servían para medir el volumen de los acopios cuando eran de sección triangular.
Con la llegada del automóvil, el ancho pavimentado de las carreteras del siglo XIX resultó ser insuficiente y peligroso para el cruce de dos vehículos a cierta velocidad. Además, no había escapatoria por los paseos, pues se encontraban, como se ha dicho, ocupados por acopios de piedra machacada.
Por este motivo, el 30 de diciembre de 1913 se firmó una Orden Ministerial que obligaba, por una parte, a conseguir parcelas anexas a las carreteras para depositar en ellas los acopios de piedra y dejar libres todos los paseos laterales, y por otro ir afirmando dichos paseos para conseguir, al menos, un ancho de 6 metros en todas las carreteras. En otro de sus apartados, la Orden Ministerial propuso una novedad: que los contratistas que suministraban la piedra para la conservación del firme de las carreteras la colocaran también en obra. Se pretendía evitar la pérdida de material provocada por los acopios, que a veces permanecían durante mucho tiempo junto a las carreteras ofreciendo, de paso, una mala imagen.
Con la pavimentación de la rodadura, a lo largo del siglo XX, aparecieron otras técnicas de conservación y se mecanizaron los procesos. Atrás quedaron rastras, zapapicos, pisones, almádenas, recebados, descantados, revocados, cargos, pilas, peces… y calaveras. Por desgracia, los baches y las roderas siguen con nosotros en cuanto nos descuidamos un poco.
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