El jalón del caminero
Numerar para controlar
Hoy no nos sorprende ver a una persona portando un número que sirve para su identificación. En la mayor parte de las competiciones deportivas se identifica a cada participante mediante un número generalmente colocado en la espalda, que en ese caso recibe correctamente el nombre de dorsal.
Se dice que en 1911 en una competición (no se especifica de qué deporte) se utilizaron números identificativos en Australia. En fútbol, el equipo inglés Arsenal fue el primero que lo probó (en 1928), siendo obligado en todos los equipos ingleses desde 1939. En España, el primer equipo de fútbol que puso números en sus camisetas fue el Real Madrid, en un partido contra su máximo rival capitalino celebrado en 1947. Por cierto, los no identificados atléticos les pasaron por encima. A partir de la temporada 1948-1949 ya fue obligatorio en la liga española que cada jugador llevara su número en la espalda.
En atletismo, los jueces necesitan ver bien el número que identifica a los atletas que llegan a la meta, de ahí que sea habitual que ese número lo lleven delante. No sé por qué se siguen denominando dorsales a estas cosas que se ponen delante. Quizá deberían denominarse pectorales, si bien, como en el diccionario oficial no aparece esta definición, nos hemos acostumbrado a llamar dorsal a todo. En este deporte, ya constan atletas con un número en su camiseta en las olimpiadas de 1900, si bien no todos lo llevaban.
A la vista de lo anterior, parece que esto de que algunas personas, en algunas circunstancias, lleven un número visible que permita su rápida identificación nació y se desarrolló en el siglo XX. Pues no, existen unos pioneros que ya llevaban su número siempre a cuestas… desde 1841: los camineros.
Los camineros
Casi en paralelo con la construcción de las primeras carreteras modernas en España nació el oficio de caminero. En 1781 ya aparece nombrada esta profesión en una ordenanza y en el memorial de Floridablanca de 1788 se cita que se habían establecido “peones camineros en cada legua, con un celador facultativo cada ocho, que vela sobre todo, edificando para ello casas donde la distancia de los pueblos no permitía establecerlos en éstos. Son ya 49 las casas hechas que acompañan los caminos y sirven de consuelo y recurso a los viajeros”.
Desde sus inicios, el trabajo de los peones camineros fue muy duro, no solamente por tener que operar al aire libre en tareas de cierta exigencia física, sino porque hasta 1914 debían hacerlo de sol a sol, durante todos los días del año. El único descanso que se les permitía era de 2, 3 o 4 horas al día, según los meses del año, para almorzar, comer y merendar. No podían ausentarse nunca de su trozo (normalmente una legua). Se puede afirmar que eran esclavos de su carretera. No tenían fiestas ni vacaciones y hasta 1914 tenían la obligación de trabajar también los domingos, recorriendo su trozo y limpiando el material y las herramientas.
La historia de los camineros figura en esta otra entrada de este blog:
Quejas (como sucede siempre en esta vida)
La única ventaja que tenían los camineros (si es que se puede denominar así) era que su trabajo solía ser individual y completamente aislado, no sujeto por ello a una cadena laboral que generara cierta ansiedad. Por otra parte, en un entorno de mucha miseria, tener un salario estable (aunque fuera escaso) y una pequeña vivienda provocó envidias entre muchos de sus paisanos. Tampoco les favoreció el desconocimiento que, en general, se tenía del rendimiento del trabajo que realmente podía llevar a cabo en una carretera una persona aislada con unas pocas herramientas comunes. Para rematar el escenario, se dieron casos de corrupción que, como suele suceder, afectó a todo el colectivo, aunque buena parte de los camineros cumpliera con el reglamento.
De entrada, el sistema de conservación por medio de peones camineros tuvo un enemigo potente, nada menos que Agustín de Betancourt, quien en 1803 escribió: “De aquí se deduce lo mismo que la experiencia ha acreditado; esto es, que los peones camineros son insuficientes para conservar los caminos en buen estado, y más adelante haré ver a V.E. que es el medio más dispendioso”. Efectivamente, más adelante, en el mismo escrito, propone que se vayan suprimiendo “y consiguiente a él, no se han dado unas veinte plazas que han vacado en poco más de un año, ya por fallecimiento de algunos y ya porque otros se han despedido por haberles obligado a que trabajasen reunidos los de cada jornada. Cada una de estas, que regularmente se compone de seis a siete leguas, está a cargo de un celador, que tiene de 12 a 20 reales diarios, con el fin de velar que los peones cumplan con su obligación; pero ellos mismos no cumplen mejor con la suya, reciben su sueldo y los más no salen al camino sino para ir a cobrar la mesada a la Administración de correos más inmediata […] Quitando así poco a poco los peones camineros y celadores, veamos cómo se ha de reparar y mantener los caminos en buen estado con más ciencia y economía”. La propuesta de Betancourt consistía en disponer un ingeniero y un aparejador cada veinte leguas, que contratasen lo necesario en cada momento. En ese sentido fue pionero de la externalización de la conservación… ya en 1803.
Las quejas sobre el rendimiento laboral de los camineros arreciaron a partir de 1834. La Memoria de Obras Públicas de 1856 así lo recogió: “Peón había cuyo trabajo apenas representaba la tercera parte del que le correspondía, lo cual nada era de extrañar si se considera que algunos tenían labranza e invertían parte de su tiempo en trillar y en otras faenas análogas, o en cultivar arroz en las cunetas del camino. Por lo que hace a los sobrestantes no faltaba alguno que en lugar de hallarse continuamente sobre el camino estaba sentado tranquilamente en una oficina, y no de obras públicas, cobrando otro sueldo y ejerciendo además otra industria. Y finalmente, tampoco ha dejado de haber auxiliar que asistía a la universidad siguiendo la carrera de leyes”. Eran casos aislados, pero la generalización siempre la sido un deporte muy extendido en España.
Unos por otros, y más bien por las razones expuestas anteriormente, la fama sobre el bajo rendimiento laboral de los peones camineros fue en aumento. El salario estable y la pequeña vivienda justificaban la esclavitud en la opinión de las gentes. Se valoraba su labor de apoyo en la seguridad de los caminos (los camineros del siglo XIX eran también guardas e iban armados), pero nada más. Charles Davillier, viajero y escritor francés, anotó en 1862: “Lo que es completamente cierto es que de los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo, y que hoy los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles, nombre que se da a un cuerpo de tropas reclutadas entre los mejores individuos del ejército, y encargados de velar por la seguridad de los caminos. Los civiles, cuyos uniformes se parecen a los de nuestros gendarmes, van siempre por parejas. Se les considera mucho en todas partes, a causa de los valiosos servicios que prestan al país. No olvidemos colocar a su lado a los peones camineros, que llevan en su sombrero una gran placa de cobre indicadora de su profesión. Además del azadón y de la pala, van armados de una escopeta para mantener a raya a los rateros (…) El peón caminero es ordinariamente gran fumador de cigarrillos y enemigo decidido de la fatiga. Se le ve transportar, sin apresurarse nunca, algunas piedrecitas en una cestita de junco con dos asas, que deposita con cuidado en las rodadas, sin llenarlas, para que le quede trabajo al día siguiente”.
El jalón del caminero
¿Qué se le ocurrió a la Administración para controlar el trabajo de los camineros y conseguir aumentar el número de celosos controladores de su trabajo? Pues lo dicho al comienzo: asignarles un número que debían tener siempre visible.
En el tomo VII de la edición de 1853 de la Enciclopedia Española de Derecho y Administración, apartado “caminos”, se cuenta con detalle la medida adoptada: “En mayor escala se han logrado estos resultados con la circular de 21 de junio de 1841, la cual se propuso cortar los abusos que una viciosa costumbre y la indolencia de los peones camineros habían hacho prevalecer. Dispúsose en ella que a cada peón caminero se le proveyera de un jalón indicador de cinco pies de altura y del diámetro proporcionado que llevara en la parte superior una tabla rectangular fijada a él la cual deberá tener diez pulgadas de ancho y siete de altura y estar pintada de encarnado al óleo, llevando sobre este fondo, marcado con color blanco, el número de la legua correspondiente. Cuando se hallan trabajando los peones camineros está mandado tengan inmediato a ellos clavado el jalón indicador colocándole fuera del firme; pero no mas allá de la arista exterior de la cuneta, con el número vuelto hacia el camino. De esta manera los viajeros podrán ver y apreciar las fallas en que incurran los peones camineros y dejarlas, a su tiempo, anotadas en un registro que al efecto hay establecido en cada parada de postas. Así ha venido a crearse por este medio una constante vigilancia y una general fiscalización que todo transeúnte puede ejercer, que da las suficientes garantías de que no estará desatendido el servicio público. En las visitas quincenales, que está mandado hagan los celadores, examinan aquellos registros, anotan las faltas cometidas, y los firman poniendo la fecha del día en que lo hacen, con lo que se logra tener exacto conocimiento de los abusos que existen y mayor facilidad de corregirlos”.
Podemos imaginar al pobre caminero utilizando su derecho a descansar (tenía de dos a cuatro horas en todo el día, según la estación del año) en el propio tajo y después de comer, y que pasara un carretero resentido y lo viera de esa guisa. La denuncia estaba asegurada. El nuevo sistema consiguió pasar de un celador o sobrestante que vigilaba al caminero de vez en cuando a que todos los viajeros lo hicieran, y además gratis.
Pero no se quedó en eso. No solamente tenía que estar el caminero con el lomo agachado de continuo en su tajo, sino que se extremaron las medidas para conseguir un aumento en el rendimiento del trabajo. Seguimos leyendo la enciclopedia de 1853: “Mas no era bastante asegurarse de la continua presencia de los peones en el camino; era necesario tener una completa certidumbre de que empleaban útilmente el tiempo en las labores que la vía pública exige: para esto se ha acudido al señalamiento de tareas. En su consecuencia en la visita quincenal se señala a cada peón caminero un número de varas proporcionado al estado en que se encuentre el camino. Si en la visita siguiente no tiene concluido su trabajo se le pone, por la primera vez, a su costa un peón que le ayude, el cual habrá de permanecer hasta que esté del todo terminado. Si falta por segunda vez es despedido inmediatamente, así como también lo será todo peón contra quien hubiere queja fundada de su falta de asistencia al camino en las horas prefijadas. Y aquí debe hacerse notar que para que no puedan alegar ningún género de excusa por su ausencia del camino, se ha dispuesto por el real decreto de 23 de junio de 1852 que se les proporcione albergue en el mismo paraje en donde tienen que prestar su continua asistencia”. Les faltó dictar la obligación de incluir en el uniforme oficial del caminero la clásica herropea de los trabajadores forzados.
El jalón del caminero creado por la orden circular de 21 de junio de 1841 fue recogido en el Reglamento de Camineros del año 1842 y en todos los que le sucedieron, hasta el año 1935, nada menos. Así lo expuso el reglamento en su artículo 12: “Tendrán también un jalón indicador, de cinco y medio pies de altura con el regatón de hierro y una tablilla apaisada en el extremo superior, de un pie de ancho y medio de alto, con el número de la legua en su centro, de cuatro pulgadas de altura”. Por su parte, el artículo 28 indicaba cómo tenía que colocarse: “El peón caminero deberá tener, mientras esté trabajando, clavado el jalón indicador en el borde exterior de uno de los paseos o cunetas del camino y a la inmediación del punto donde se halle”.
Ese reglamento insistió en las condiciones laborales de los camineros: trabajar de sol a sol, todos los días de la semana y todo el año, sin fiestas ni vacaciones: “En los domingos y fiestas de precepto se conceden al peón caminero las dos primeras horas, después de salir el sol, para que pueda oír misa, y el resto del día permanecerá en el camino recorriendo y vigilando su legua. En dichos días se ocupará, especialmente en las horas de descanso, en limpiar sus armas, escudo y prendas de vestuario” (artículo 50). “El peón caminero no podrá salir fuera de su legua sino en los casos siguientes: 1.- Cuando vaya a poner denuncias, correr partes y cobrar su haber. 2.- Cuando algún peón inmediato le pida auxilio, y en los casos previstos en los artículos anteriores. 3.- Cuando reciba orden o aviso de cualquiera de sus jefes para que se reúna toda la cuadrilla ó parte de ella, en cuyo caso se presentará sin dilación alguna en el punto que se le designe” (artículo 40).
Las ya citadas horas de descanso diario también se regularon en el reglamento en el artículo 29: “El peón caminero suspenderá el trabajo dos horas de sol a sol en los dos primeros y en los dos últimos meses del año, tres horas en marzo, abril, septiembre y octubre, y cuatro horas en los meses restantes. El ingeniero hará al principio de cada estación la conveniente distribución de dichas horas, para el almuerzo, comida y merienda”.
Identificar
La buena costumbre de que determinados trabajadores estén identificados, en especial en el servicio público, se ha extendido en administraciones y empresas. Sus cartelitos ya no van clavados a un jalón y nada tienen que ver con las exigencias impuestas a esos pioneros en la materia, como fueron los camineros. Por cierto, conviene repasar este tipo de identificaciones y prever connotaciones secundarias. Hace un siglo, un pariente de nombre Patricio Lucas tenía la costumbre de firmar y disponer en sus tarjetas de visita su nombre abreviado, casi a la americana: P. Lucas. Todo le pareció normal hasta que un día un cliente preguntó por don Pelucas. Hoy día sucede algo parecido con algunas direcciones de correo electrónico.