Buen camino para el rey.
Caminos, por llamarlos de alguna manera.
En la segunda mitad del siglo XVIII comenzó la construcción de carreteras por parte del Estado, incluyendo muy pronto también su conservación. El ritmo de construcción fue muy tímido en sus comienzos y prácticamente nulo durante la primera mitad del siglo XIX. El gran impulso tuvo lugar una vez superada la crisis provocada por la primera guerra Carlista.
Anteriormente a la existencia de las carreteras modernas, viajar por España era un suplicio. Dominaban las sendas. El camino capdal o caudal se identifica con el más popular camino real, que según el diccionario era “el construido a expensas del Estado, más ancho que los otros, capaz para carruajes y que ponía en comunicación entre sí poblaciones de cierta importancia”. Hay que matizar que muchos caminos reales no fueron en realidad construidos por el Estado y generalmente ni siquiera eran mantenidos por él. Podríamos decir con mayor propiedad que los caminos reales estaban “protegidos” por el Estado, ya que habitualmente eran de largo recorrido y estructuraban el territorio. Su capacidad para circular carruajes también debe ser matizada, pues aunque su anchura lo pudiera permitir, la inmensa mayoría de estos caminos solían estar en muy mal estado, sin mantenimiento y sin firme adecuado, por lo que durante la mayor parte del año resultaban intransitables para vehículos con ruedas.
Ese mal estado de los caminos fue recogido en el testimonio de diversos viajeros que recorrieron España en el siglo XIX antes de la construcción de las nuevas carreteras. La posibilidad de desplazarse en carro por el territorio era mínima y prácticamente nula en invierno o en épocas de lluvias. Las recuas de mulas y los peatones formaron el paisaje del transporte entre pueblos y ciudades durante siglos. Del mal estado de los caminos no se libraban ni las principales ciudades de España. En las zonas costeras, la falta de comunicaciones terrestres se vio aliviada por el transporte de cabotaje.
«Todo el camino de Córdoba a Sevilla es tan malo que no recuerdo haber encontrado otro igual o peor. Sobre todo, un tramo en la etapa de hoy. Debido al peligro que corríamos de que volcase el coche, tuvimos que apearnos y seguir a pie, hundiéndonos en el barro hasta el tobillo y a menudo aún más. Para poder avanzar, Emilie tuvo que quitarse los zapatos y seguir descalza. Mi mujer cabalgaba con Theodor delante y su hermano detrás en un mulo, mientras Gropius lleva a Li a cuestas […] El camino de Valencia a Barcelona es tan malo que en invierno los carros tardan de 17 a 20 días. Hoy solo hicimos 4 horas porque el carro se metió en un agujero y necesitamos dos horas para sacarlo» (Wilhelm Von Humbolt, Diario de viaje a España. 1799-1800, Cátedra, 1998, pp. 160 y 241).
«La comunicación entre Madrid y Toledo, la ciudad que alumbrara el sol el mismo día que Dios la creó, es una vereda con una cuarta de barro en invierno y una nube de polvo en verano, y cuyo trazado cambió a gusto de los ganados y arrieros que transitan por ella” (Richard Ford, 1830-1833, Las cosas de España, Turner, 1988, p. 58-59).

“Palamós es otro puertecito de la costa del Ampurdán, subiendo un poco más hacia el Norte. Me instalo en una tartana en compañía de otros dos viajeros, y no hay que olvidar tampoco los paquetes, los cestos y las cajas, cuya función será la de acariciarnos agradablemente las piernas a lo largo del viaje.
Apenas si habíamos salido de la ciudad, cuando nos metimos en un lago de fango:
¡Eh!, ¡Eh!, ¿Qué es esto?
Es el camino
¿El camino de Palamós?
¡Exactamente!
Pensé para mis adentros: ¡menuda idea la de la tartana!
En ese instante salí lanzado violentamente contra mi vecino de enfrente. La tartana tenía una rueda hundida en un lendel de al menos cincuenta centímetros. El lago de fango no tenía el fondo muy uniforme. Las mulas se hunden en la greda hasta el pecho, tiran de derecha a izquierda, describiendo caprichosas zetas. El cochero suelta juramentos, suda la gota gorda, y esto no ha hecho más que empezar. Atolladeros, rodadas y baches son nuestro camino. El tartanero, semejante a un general en combate, resulta sencillamente admirable. A cada obstáculo nuevo se vuelve hacia nosotros. Se comprende todo en el raudo relampagueo de su mirada.
¡Usted, el gordo, al fondo para hacer contrapeso!, Usted, el delgado, más a la izquierda. ¡Usted, el grande, en el medio!
Obedecemos de manera inconsciente levantándonos de nuestros asientos. A cada sobresalto, nuestros sombreros se aplastan contra el techo de la tartana, y nos abrazamos todos locamente como amigos de hace veinte años que se encuentran. ¡Si por lo menos pudiéramos sujetarnos, apoyarnos, respaldarnos contra algo…! Pero el mínimo contacto de nuestro esqueleto con las paredes de la caja de tortura nos rompe los miembros. Las cajas y las cestas que andan sueltas se desplazan y nos desuellan las piernas y, si logras doblarte en dos, te quedan los riñones molidos.
La tartana desequilibrada, bamboleándose de derecha a izquierda, me recordaba esas botellitas de saúco con fondo de plomo que sacudidas, agitadas en todas direcciones, siempre vuelven a su posición de equilibrio, con el gollete hacia arriba.
¡Qué caminos hay en España!, se aventura a decirme el tartanero.
¡A eso llamaba caminos!
Al llegar al final, molidos y derrengados, salimos cabizbajos de la tartana arrastrándonos uno tras otro. No habían sido más que tres horas, pero cada uno se acordaba de las veinte monedas que había pagado” (Henry Lionnet, 1896, La España desconocida, Cátedra, 2002, pp. 41-42).
Los concejos y la conservación de los caminos.
Los Reyes Católicos dictaron en 1497 una norma sobre conservación que no parece que fuera muy seguida por los Concejos: “Mandamos a las Justicias y Concejos que hagan abrir y adobar los carriles y caminos, cada Concejo en parte de su término, por manera que sean del ancho que deban, para que buenamente puedan pasar, e ir y venir por los caminos; y que no consientan ni den lugar los dichos Concejos que los dichos caminos sean cerrados ni arados, ni dañados ni ensangostados, so pena de diez mil maravedíes a cada uno que lo contrario hiciere”. Es decir, los caminos eran cuestión de los Concejos. No había una planificación de largo recorrido ni otro control estatal que no fuera la multa si se dañaban.
El impuesto más conocido fue el portazgo o peaje, que tuvo una doble vertiente. Por una parte fue un impuesto fiscal vinculado al comercio. En una época en la que era difícil el cobro de este tipo de impuestos se aprovechó que las mercancías debían utilizar necesariamente los caminos. La recaudación engrosaba las rentas del Rey, de algunas Instituciones, de las Órdenes Militares, de Monasterios o simplemente del Señor del lugar.
Ya desde el principio, los portazgos tuvieron también una componente relacionada con el mantenimiento del camino. Esta componente se acabó imponiendo en el siglo XIX, conforme se fueron construyendo las carreteras por parte del Estado o por concesionarios. Sin embargo, en las Edades Media y Moderna, en las que no se disponía de caminos adecuados ni correctamente mantenidos, el cobro de los portazgos tuvo relación o más bien una excusa con la aparente “seguridad” que la monarquía o los señoríos ofrecían al viajero y con la protección de éstos frente a los abusos en las ventas y mesones. Esta segunda faceta se puede observar teniendo en cuenta que el impuesto gravaba a las mercancías, pero también al paso de personas, animales y carros, aunque fueran de vacío. El mínimo mantenimiento del camino interesaba para garantizar el paso y poder seguir cobrando.
La idea en el siglo XVIII seguía siendo que los Concejos mantuvieran los caminos, aunque los hubiera construido el Estado. En 1762 Bernardo Ward, irlandés al servicio de la monarquía española, escribió su “Proyecto Económico, en el que se proponen varias providencias, dirigidas a promover los intereses de España, con los medios y fondos necesarios para su planificación”. Bernardo Ward había viajado por Europa con el objetivo de investigar las bases para el progreso de las naciones. El capítulo VII de la parte Primera del Proyecto Económico trata sobre los caminos, para los que propone una planificación centralista y una estructura radial. Respecto a la conservación, lo tiene claro: “haciendo el Rey el primer costo (como corresponde) es muy justo, que en lo sucesivo mantengan esos caminos los pueblos mismos que disfrutarán el beneficio de esa providencia, cada uno en su distrito y jurisdicción”.

Los Concejos no se quitaron esta carga del todo hasta muy avanzado el siglo XIX. Por ejemplo, la Ley de Travesías de 11 de abril de 1849 señalaba “la obligación que tienen los pueblos de costear las carreteras principales que pasan por ellos y por sus arrabales”. Incluía la propia travesía de la población y las 325 varas de entrada y salida, si bien limitaba las obligaciones de los pueblos, que tenían que contribuir hasta donde pudieran con sus recursos, quedando la parte restante a cargo de la provincia o del Estado. La Ley fue muy poco concreta en este aspecto fundamental de la financiación.
Posteriormente, el aspecto más importante de la Ley de 22 de julio de 1857 fue que el Estado asumiría la construcción y la conservación posterior de las carreteras incluidas en el Plan General de Carreteras, que debía ser redactado de inmediato. No obstante, se exceptuaban de esta financiación las travesías de poblaciones de menos de 8.000 habitantes, para las que seguía en vigor la Ley de 11 de abril de 1849.
Reyes viajeros.
Los reyes medievales viajaron mucho, pudiendo afirmarse que fueron, en su gran mayoría, reyes itinerantes. Desplazamientos por causas militares, por matrimonios, por asistencia a Cortes o para administrar justicia aparecen relatados en crónicas y anales de la época.
Para las poblaciones que atravesaba el cortejo, el viaje real podía suponer su ruina. Dejando al margen las expediciones militares (esas arruinaban a todo el territorio), al rey viajero le acompañaban centenares de personas, con sus caballos y mulas, amén de un buen número de carros cuando ello era posible. Se daba por sentado que los pueblos correrían a cargo de semejante intendencia pasajera.
El plan de viaje y los avisos a las poblaciones por las que iba a pasar la comitiva solían estar bien organizados.
Por ejemplo, en el Fondo Histórico de Aragón de IberCaja figura el siguiente relato, denominado “registro de cenas”: “en Teruel el día 6 de julio de 1330 el infante Pedro (futuro Pedro IV el Ceremonioso, rey de Aragón) mandó una carta a los hombres de Cubla avisándoles de su llegada junto con su hermano el infante Jaime, conde de Urgell. El 15 de julio fueron avisados de lo mismo los hombres de Aldehuela. Lo mismo a los hombres de Valdecebro y Gasconilla, para que pagaran por los de Castralvo, dada su pobreza. El 19 de julio el infante avisó de su presencia y para que prepararan la cena a los hombres de Camarena, para que ayudaran a los de Cubla por su pobreza. Lo mismo a los hombres de El Campillo (Campillo) y de «Al aboham» para que ayuden en el pago de la cena de los hombres de Aldehuela. El 8 de agosto escribió para que prepararan la cena para su llegada a los hombres de La Puebla de Valverde, Sarrión, Torrijas y Arcos (de las Salinas) aldeas de Teruel. El 9 de agosto avisó para que prepararan los alimentos de la cena a los hombres de Villel, Camarena y Arcos (de las Salinas)”.

Joaquín Rubio Tovar recoge en “Viajes, mapas y literatura en la España medieval”, por boca del rey Fernando IV de Castilla, las quejas de las villas y aldeas a raíz de su paso (por lo que describe, un viaje real equivaldría al paso de Atila y sus huestes): “Me dixieron en razon de la mucha gente que yva en mio rastro de las unas villas a las otras, que astragavan las villas e las aldeas, quemando la madera de las casas, e cortavan las huertas e las vinnas e los panes, e tomando el pan e el vino e la carne e la paia e la lenna e las otras cosas que fallavan, los logares yermos e astragados. Et pidieron me merçed que toviese por bien de levar tanta gente conmigo que los podiese sofrir, et que castigase que non fiziesen fuerça nin malfetría ninguna”.
Con el paso de los años y la llegada de la Edad Moderna las Cortes reales se fueron asentando. Por lo general, sus viajes fueron esporádicos, pero con mayor parafernalia y gasto. Entre esos gastos comenzaron a incluirse los del arreglo de los caminos.

Preparad el camino del Señor.
No me refiero al camino espiritual que expuso San Mateo en su evangelio, sino a algo más terrestre, tangible y caro.
Los viajes de los reyes de la Edad Moderna utilizaron carruajes y galeras auxiliares. Por ejemplo, el 19 de enero de 1585 partió Felipe II y su Corte desde Madrid hacia Zaragoza, “yendo caballero delante del coche con seis caballos donde iban sus hijas […] Las damas iban tras ellas repartidas en seis coches”.
Ya no bastaba con tener organizada la intendencia del viaje. Los caminos debían poder permitir el paso de la rodada comitiva.
El 11 de marzo de 1526 casó Carlos I con Isabel de Portugal en Sevilla. Desde esa ciudad viajaron con toda la Corte a Granada, donde llegaron el 5 de junio. Cuando se conoció la visita, la ciudad de Granada acometió una serie de obras, entre las que figura la reparación del camino Real desde Santa Fe y el empedrado de algunas calles.

Cristina Torres-Fontes Suárez describe la visita de Carlos I a Murcia en el año 1541 y la ruina de la ciudad a raíz de la estancia del emperador durante cinco días en ella. Uno de los mayores gastos fue el arreglo del camino entre Cartagena y Murcia, muy deteriorado entonces “por la mucha carretería que por allí había pasado”. La ciudad tuvo que enviar posteriormente a dos corregidores para exponer su situación económica ante el Consejo Real. En el expediente figura que “al tiempo que yo el rey desembarqué en Cartagena, la dicha ciudad envió muchos mantenimientos al camino por haber nueve leguas de despoblado«.
Su sucesor Felipe II viajó a Zaragoza, Monzón, Barcelona y Valencia en 1585. La descripción de su viaje por el arquero real Henrique Cock es una maravilla y dejó muchos detalles camineros. Por ejemplo, el 9 de febrero “se detuvo Su Majestad en Anguita, que había caído tanta nieve que se hubo de abrir camino para los coches”, por supuesto a costa de los lugareños. En este viaje, era tanta la comitiva y tan despobladas algunas zonas por las que atravesaba el camino, que muchos acompañantes se alojaron en los pueblos del contorno.
No solo se adecuaron los caminos para la expedición real; la cosa iba más lejos al necesitar cruzar algún río de importancia. Continúa narrando Cock la salida de Zaragoza: “Entre tanto fuimos adelante para quitarnos la pesadumbre de los coches y carros. Después, en pasando Su Majestad le saludamos con los pistoletes y fuimos poco a poco siguiéndole por el camino. Muy poco trecho de la ciudad se pasó el Gállego, río, por una puente de madera fecha para Su Majestad y su gente”.
En abril de 1677 Carlos II viajó de Madrid a Zaragoza, por el camino de ruedas, que pasaba por Daroca. Su viaje fue descrito por Francisco Fabro Bremundan. Del puerto de Balconchán, entre Used y Daroca, relató lo siguiente: “De allí cuentan dos leguas hasta Daroca, pero la una vale por dos en el rodeo forzoso a los coches, y en lo agrio del Puerto por donde se baja a la ciudad. Es verdad que ella no perdonó trabajo o gasto para aderezar la carretera, concurriendo a la obra el cuidado y expensas de la Comunidad, así en esta parte como en las demás de su distrito por donde su Majestad había de pasar, de suerte que en todas se hallaron los caminos muy acomodados y practicables, sin que sucediese el mínimo accidente de vuelco u otros a que la diligencia había procurado ocurrir”.
La guinda: gastar casi tres veces el presupuesto carretero anual para que se case el príncipe. Carlos IV y el futuro Fernando VII.
El 28 de abril de 1803 Agustín de Betancourt envió a Pedro Cevallos la “Noticia del estado actual de los caminos y canales de España, causas de sus atrasos y defectos y medios de remediarlos en adelante”. Después de describir la pésima organización anterior, la falta de técnicos adecuados para la construcción de carreteras, varios ejemplos de dislates en la construcción de carreteras y puentes y el escaso mantenimiento de la escasa red construida (“la mayor parte de los caminos que se tienen por concluidos, están en el día intransitables”), pasó a informar sobre el estado de las carreteras principales.
Betancourt dio noticia del presupuesto anual que se podía disponer para la construcción y la conservación de caminos, detallando los ingresos para tales fines, algo más de siete millones de reales: “se reducen al producto del impuesto de dos reales en fanega de sal, que con respecto a lo que rindió en 1802 son 2.300.000; a los dos impuestos particulares que tiene sobre sí el reino de Galicia, los que se cobran en el día con mucho atraso y producen anualmente 500.000; al 1 por 100 de la plata que desembarca en Cádiz, que siempre que la Real Hacienda lo pague con puntualidad rinde 720.000 reales; a los arbitrios que se exigen a los pueblos inmediatos a Cádiz, cuya concesión finaliza dentro de cinco años, y producen en cada uno 550.000; de otras fincas de la comisión, 187.000 reales, y últimamente, al producto de los portazgos, que dan unos tres millones al año; todo lo cual hace 7.257.000”.
Acto seguido manifestó que este presupuesto no daba para la construcción de nuevos tramos de carretera, pues vendría justo para conservar adecuadamente lo que ya estaba construido: “Éste es el único caudal con que puede contar el ramo de Caminos, de fijo, y con él hay que atender no sólo a los gastos de los empleados que importan en el día cosa de 1.420.000 reales, sino también a la reparación de los puentes, que muchos de ellos se hallan en un malísimo estado, a las ocurrencias eventuales que ocasionan las avenidas de invierno, y a los gastos necesarios para conservar lo que está ya construido en las carreteras generales; de suerte que si esto se hiciese como corresponde, faltaría mucho dinero para desempeñarlo. De aquí se deduce que no hay fondos destinados para adelantar los caminos ni una sola legua por año, y que si se quiere llevar adelante esta importante empresa es absolutamente indispensable buscar otros ramos o arbitrios que produzcan una cantidad suficiente para ello, y que no sea eventual, pues esta clase de obras casi siempre es necesario empezarlas y concluirlas sin interrupción, a fin de hacerlas con la debida economía y de sacar pronto la utilidad que se tiene por objeto cuando se emprenden”.
El informe de Betancourt finaliza con dos anejos. En el primero de ellos recoge el estado de las carreteras generales a finales del año 1801. Hay que tener en cuenta que desde hacía cuarenta años el Estado había asumido la construcción de las carreteras principales, con un marcado carácter radial.
El segundo se titula “Noticia resumida del caudal invertido en todo el año pasado de 1802, para la habilitación de los caminos por donde transitaron SS.MM. desde esta Corte a la ciudad de Barcelona a Figueras, Monserrate, Valencia, Cartagena, hasta su regreso al Real Sitio de Aranjuez, como también en las demás carreteras del Reino, caminos de Sitios Reales y otros”.
El viaje que cita Betancourt tuvo lugar con motivo de las bodas del príncipe de Asturias (futuro Fernando VII) con la princesa napolitana María Antonia y de la infanta de España María Isabel con el príncipe heredero de las Dos Sicilias, Francisco Genaro. Estas bodas se anunciaron en febrero de 1802 y sus preparativos se llevaron a cabo durante los siete meses siguientes.

El cuadro de gastos incluido por Betancourt muestra que para el viaje se empeñaron en la construcción de nuevos tramos de carretera 13.620.508 reales de vellón, mientras que para el resto de las carreteras nacionales la inversión fue de solo 2.179.269 reales. Igual de exagerados fueron los gastos en la habilitación de caminos: 5.450.156 reales para el viaje y solo 1.556.092 reales para todas las demás carreteras estatales. Si sumamos los gastos de construcción y de habilitación o conservación obtenemos que para el viaje se invirtieron 19.070.664 reales de un total gastado en el año 1802 que ascendió a 22.806.025 reales. Esto es, casi el 84% del total invertido en caminos durante ese excepcional año se gastó en el regio viaje. Teniendo en cuenta los ingresos anuales para caminería, el viaje costó el presupuesto de más de dos años y medio.

Betancourt indica, además, que debido a las prisas hubo que pagar a los peones precios exorbitantes “pues en muchas partes fue necesario darles a 12 y 14 reales de jornal y a proporción a los demás empleados, las caballerías, etc.”.
El viaje real motivó el cambio de cualquier atisbo de planificación que hubiera en la época y el olvido de otras carreteras que estaban en avanzado grado de construcción:
“En la carretera de Vizcaya por Burgos, desde la puerta de Santa Bárbara de esta Corte hasta el puente de Bidasoa, raya de Francia, que comprende 82 leguas de 20.000 pies, se hallaban construidas 57 1/2 leguas con 127 puentes y 1.077 alcantarillas y faltan que hacer unas 24 1/2 leguas, 9 puentes y 68 alcantarillas. La necesidad de atender a las carreteras por donde habían de transitar SS.MM., no ha permitido hacer en ésta más que unas 3.677 varas, 19 de las alcantarillas más urgentes, y reparar algunos trozos que se hallaban intransitables; pero en el día ya se está trabajando en ella del modo que lo permiten los fondos que se pueden emplear”.
Entre Madrid y Barcelona se “construyeron” casi 70 km de nueva carretera en solo seis meses y se habilitó el resto que estaba pendiente de construcción: “La carretera de Aragón y Cataluña por Zaragoza comprende 107 leguas: había construidas 9 1/3, 51 puentes y 169 alcantarillas; y estaban por hacer 97 1/2 leguas, 34 puentes y 310 alcantarillas. Esta carretera fue la primera que llamó la atención, luego que determinaron SS.MM. emprender su viaje, y en ella se han construido de firme 12 1/4 leguas, 30 puentes y 150 alcantarillas, además de la habilitación de lo restante de toda ella”.
Podría pensarse que el viaje real provocó el adelanto de la construcción de unos tramos de carretera que de todos modos tenían que construirse en el futuro. No obstante, las prisas nunca son buenas y Betancourt prosigue señalando las obras urgentes que se necesitan para el año 1803, entre las cuales cita: “concluir enteramente la carretera de Valencia a Barcelona, perfeccionando los trozos que hubiesen padecido este invierno, a causa de la precipitación con que se hicieron el año anterior” y “afirmar como unas cinco leguas que quedaron abiertas el año próximo pasado desde Torija hasta el confín del obispado de Sigüenza, cerca de Almadrones”. Es decir, la construcción se limitó en muchos casos a abrir la caja de la carretera para conseguir que pudieran pasar cómodamente los carruajes de la comitiva. Urgía entonces la tarea de finalizar las obras para no perder lo que se había construido tan precipitadamente.
