Aprobado en equitación.
El ejercicio profesional de la ingeniería de caminos ha obligado siempre a estar cerca de la obra pública, allá donde se encuentre, tanto en la fase de proyecto como en la de ejecución de las obras. Algunas de estas obras, por su entidad, duración y lejana ubicación, suelen requerir el cambio de domicilio del ingeniero o ingeniera y de su familia.
Esta profesión ha tenido siempre un destacado componente de nomadismo.
De estos desplazamientos y traslados no se libraron ni siquiera los ingenieros de hace más de un siglo, a pesar de tener su destino en una provincia concreta como funcionarios. Tanto la Gazeta de Madrid como la Revista de Obras Públicas en sus secciones de noticias, daban cuenta de las prolongadas ausencias de estos ingenieros para participar en estudios previos, proyectos o dirección de obras, en muchas ocasiones fuera de la provincia en la que estaban destinados.
La aventura de las tomas de datos y de los replanteos.
A finales del siglo XIX se construyeron de nueva planta multitud de carreteras secundarias, por lugares en los que apenas existían sendas por las que circular con las recuas de mulas. Buscar el trazado idóneo o efectuar un replanteo suponía un buen trabajo de campo, en ocasiones por zonas boscosas y montañosas en las que era complicado moverse. Muestro dos ejemplos:
El periódico La Crónica, en junio de 1882, informaba que “con objeto de practicar los estudios de la carretera entre las ventas de Vivel a Cortes pasando por los Baños de Segura, ha salido de esta capital el ingeniero jefe de caminos D. Valero Rivera”. El viaje del ingeniero y su previsible larga ausencia por razones de servicio tenía cumplida noticia en la prensa local. ¿Pero, a dónde iba D. Valero? El tramo por el que tenía que pasar la carretera eran las complicadas hoces del río Aguasvivas, con sus imponentes cortados calizos. Pero además es que era difícil simplemente llegar allí. Cuatro años antes, en 1878, una carta publicada por El Turolense exponía claramente el mal estado de las comunicaciones del balneario junto al que, por razones políticas, tenía que trazarse la carretera: “para enterarse de esto, basta recorrer las diferentes vías que conducen a este establecimiento de baños en donde estamos enteramente incomunicados. Desde la venta de Vivel hasta Segura, y desde Muniesa al establecimiento, no es posible pasar ni en caballerías ni en carros sin peligro de romperse el espinazo. Las últimas lluvias torrenciales los han dejado completamente intransitables”. Estos trabajos técnicos eran una buena mezcla de aventura e ingeniería.
Peor lo pasó, sin duda, el ingeniero José Sans Soler, que en 1897 tuvo que proceder al replanteo previo del proyecto de construcción del tramo de la carretera de Barbastro a Francia entre Campo y El Run por el congosto del Ventamillo, en la provincia de Huesca. El tramo tiene dos partes. La primera ofrece unas condiciones orográficas bastante difíciles, pero al menos se podía acceder, no sin dificultad. Sin embargo, a partir de Seira está tan encajado el río Ésera que aún hoy sorprende cómo pudo construirse una carretera por allí. Esta carretera sigue siendo el principal acceso al valle de Benasque.
El 19 de junio de 1897, el citado ingeniero recibió la orden de proceder a replantear un proyecto que había sido redactado hacía más de treinta años, cabe deducir que sin haber podido acceder en su día a la mayor parte de los tramos. En la memoria del replanteo, redactada por José Sans, se cita que los trabajos de campo duraron casi dos meses, hasta finales de julio. Habiéndose dado cuenta de que el proyecto que le tocaba replantear no se ajustaba a la realidad, se vio obligado a estudiar una nueva traza. Así lo resume en su entretenida memoria: “Del examen del plano y perfiles pudiera deducirse que en esta primera parte no se ha presentado dificultad alguna, pero no ha sucedido así. Entre el perfil 50 y el 71 el terreno está cubierto de espesa vegetación entre la cual difícilmente se ha podido abrir senda […] El terreno sobre el cual debe replantearse la segunda parte comprende primero una extensión en la que ninguna dificultad se presenta y después otra que ofrece trayectos que pueden clasificarse en: accesibles con penalidad, accesibles con dificultad y peligro e inaccesibles”.
Más adelante concreta lo que ha podido hacer y se sincera: “con penalidades, por lo accidentado del terreno en algunos sitios y por la espesa vegetación en otro, he podido tomar datos muy aproximados desde el barranco de Abi al perfil 87, del perfil 11 al 127, del 137 al 169 y del 170 al final. […] Venciendo grandes dificultades y corriendo verdaderos peligros he tomado datos que pueden considerarse exactos para el plano y perfil, pero croquizados en parte para los perfiles transversales desde el perfil 87 al 111 y desde el 127 al 136, y no he recorrido por absoluta imposibilidad material, dados los medios con que contaba, desde el perfil 136 al 137. […] Para penetrar en estos trayectos es forzoso hacer obras que por su duración y coste hay que dejarlas para el periodo de construcción”. Eso sí, para poder tomar datos entre los perfiles 170 al 204 tuvieron que construir puentes provisionales sobre el río y así acceder al margen opuesto al de la carretera.
Claro que eso de no cuantificar exactamente el presupuesto, por la carencia de unos datos que no podían tomarse entonces en el desfiladero, era complicado. Razonablemente, sigue escribiendo el ingeniero que “es pues indispensable, expresando francamente nuestra opinión, que se den al ingeniero atribuciones para que durante la construcción, que es cuando tendrá medios para extender la zona de estudio, introduzca aquellas modificaciones que sean conducentes a la mayor economía, y aún para que reduzca a 5 metros el ancho de la explanación en algunos sitios”.
El peligro al que estaban sometidos tanto el ingeniero como los peones y auxiliares durante el replanteo era notorio. Así justificó el ingeniero no haber tomado datos en un tramo: “desde el perfil 136 al 137 no pude seguir el curso del río: en el país se cuenta que una vez lo intentaron unos navateros y desaparecieron tres”. Más adelante dice que “desde el perfil 169 al 170 no he podido penetrar […] por el extremo opuesto no negaré que en el estiaje del río quizás pueda recorrerse, lo que dada la altura que tenían las aguas no he podido. […] En cuanto a penetrar en algún punto intermedio bajando por los barrancos que ofrecen dificultades casi insuperables, si lo hicieron lo dudo, pero yo en la seguridad de obtener pocos resultados no lo he intentado, accediendo a la resistencia que oponían los peones más conocedores del país”.
Cada vez que circulo por el congosto del Ventamillo recuerdo lo que debió sufrir el ingeniero José Sans Soler; eso sí, prestando suma atención a la conducción y evitando cualquier despiste. El río Ésera lo puso difícil, pero ahí sobrevive la pintoresca carretera.
La aventura del viaje.
En muchas ocasiones, la visita a cualquier obra alejada de la Jefatura de Obras Públicas era toda una aventura, tanto por lo complicado del viaje como por los establecimientos en los que había que comer o alojarse. En cierto modo coincidían las peripecias y las dificultades de estos viajes con las que dejaron escritas los viajeros que recorrieron España en el siglo XIX. Al cansancio de los viajes tan largos se sumaban las carencias en cuanto a manutención y alojamiento, en especial cuando se trataba de trabajar en zonas poco pobladas o sin los mínimos servicios para el viajero.
El ingeniero Vicente Machimbarrena terminó la carrera de ingeniero de caminos en 1888 y prácticamente desde 1891 estuvo destinado en Madrid, siendo durante muchos años director de la Escuela de Ingenieros. En 1950, un año después de su muerte, se publicó su libro Recuerdos pintorescos de mi vida profesional. En él narra una de sus visitas a obra, cuando siendo un joven ingeniero estaba destinado en Guadalajara. Se trataba, probablemente, de las obras de construcción de la carretera de tercer orden “de Orihuela del Tremedal a la de Huete a Tortuera, por Orea, Checa y Peralejos”, si bien no lo especifica en sus Recuerdos.
He aquí su complicado viaje: “Para visitar una carretera en construcción, en los confines de la provincia de Teruel, tenía que hacer el viaje siguiente: Salía a media tarde de Guadalajara en un tren carreta, para llegar a Sigüenza al anochecer. Cenaba en un fonducho de mala muerte que había cerca de la estación, y a media noche tomaba una diligencia incómoda, para ir en once horas mortales a Molina de Aragón, donde se almorzaba espléndidamente. Todavía recuerdo con delicia, en estos tiempos de penuria alimenticia, el plato obligado de sabrosas truchas asalmonadas, entre otros dos huevos y carne con patatas, todo por tres pesetas. A media tarde montábamos a caballo y en unas horas llegábamos al pueblo de Checa, donde nos recibía en su casa D. Román Morencos, señor que tenía a gala hospedar a los ingenieros”.
Después del viaje, tocaba visitar las obras: “El día siguiente lo invertíamos en recorrer a caballo la carretera en construcción, cuyas obras se reducían a una serie de pequeños desmontes y terraplenes y de muretes y obras de fábrica de la colección oficial. Al otro día volvía a Guadalajara, por el mismo camino. No merecía tan largo e incómodo viaje la visita a tan insignificantes obras de ingeniería”.
Continúa justificando que todo se podía aguantar gracias a la juventud: “Gracias a los pocos años soportábamos alegremente toda clase de incomodidades, tanto en los medios de transporte como por el atraso inaudito de la mayor parte de los pueblos en que nos veíamos obligados a pernoctar”. Para todo un ingeniero capitalino, lo más penoso debía ser la higiene: “el retrete era la cuadra o el corral, donde para satisfacer necesidades de nuestra flaca naturaleza, teníamos que alternar con toda clase de animales domésticos y aves de corral, en general a la intemperie, sufriendo las injurias del tiempo”.
A caballo vamos “pal” monte… (Compay Segundo).
Para poder llegar a muchas poblaciones, como se ha visto en el caso de Checa, o para visitar cualquier obra lineal, era imprescindible el caballo o la mula, que el ingeniero debía saber montar, como es lógico.
Machimbarrena cita que “el último año de carrera tomábamos lecciones de equitación en un picadero de la calle de Piamonte. […] En Guadalajara continué estas lecciones con el profesor y en el picadero de la Academia de Ingenieros Militares. […] Otro medio de locomoción de entonces era el velocípedo, que se hizo más práctico al convertirse en bicicleta. Aprendimos también a montarla en un par de lecciones; pero su aplicación era muy limitada. Por malos caminos, veredas y a campo traviesa, solo servía el caballo”.
Montar a caballo era una asignatura práctica y necesaria para cualquier ingeniero.
Era necesario obtener el aprobado en equitación.