De la diligencia al ferrocarril
La invención de la máquina de vapor funcional y su posterior aplicación a las máquinas tractoras supuso la mayor revolución en los transportes terrestres a lo largo de la historia. Al fin y al cabo, hasta el siglo XIX no se había avanzado prácticamente nada desde la época romana. La forma más rápida de viajar era la posta montada, con cambio periódico del animal, pero la velocidad diaria estaba limitada a la resistencia del jinete. Así se podían conseguir velocidades del orden de 200 a 250 km al día. Las diligencias, que al fin y al cabo eran el desarrollo a lo grande y pesado de la posta de silla, lograban alcanzar hacia 1850 las treinta leguas diarias, algo más de 150 km, a base de muchas horas de viaje. Sí, hasta el siglo XIX las velocidades se computaban por día. Para el resto de los mortales, la distancia de recorrido horario se limitaba a la legua (con suerte y buen terreno) y la marcha diaria no solía sobrepasar las siete leguas.
Después de varias experiencias, en 1830 se inauguró la primera línea de ferrocarril interurbano, entre Liverpool y Mánchester. En España, la primera línea férrea se construyó en 1837 en la línea de La Habana a Güines, en la isla de Cuba. En la península hubo que esperar hasta 1848 (Barcelona – Mataró). La revolución del siglo XIX había llegado a la península. Los viajes de larga distancia en ferrocarril, a mediados del siglo XIX, obtenían una velocidad media de entre 25 a 30 km/h. En 1858, el viaje en ferrocarril de Madrid a Alicante duraba 17 horas (25 km/h). Nos parecerán hoy día velocidades muy pequeñas, pero para la época era lo nunca visto. En hora y media se recorría sobradamente la distancia que cada día podía recorrer cualquier persona, andando o en carro. Y además sin el cansancio y las penurias del viaje por carretera.
Todas las poblaciones anhelaban la llegada de esa revolución. Era la modernidad, el brusco salto al futuro. Poco a poco, y sorteando sus buenos problemas, las líneas ferroviarias comenzaron a extenderse por la península. Antes de la gran crisis de 1864-1866 se fueron esbozando las principales líneas, que fueron construyéndose, igual que sucedía con las carreteras, por tramos. En una tabla al final de esta entrada se muestran los primeros tramos abiertos al tráfico en la península, entre 1848 y 1862.
Los cambios modales de transporte
Durante esos años, en las grandes rutas, los tramos que se podían recorrer en ferrocarril eran escasos, por lo que se mantuvieron las grandes y pesadas diligencias en aquellos a los que no había llegado todavía el nuevo medio de transporte. Desde el punto de vista de los viajeros, hubo un cambio notable de sus sensaciones, que les llevó a la ansiedad: ahora ya conocían las ventajas revolucionarias del ferrocarril. La diligencia dejó de ser para ellos un medio cómodo y rápido de transporte para llegar a ser una experiencia muy negativa. Las comparaciones son odiosas.
Nada mejor que acudir a los relatos de estos viajeros para conocer de primera mano la experiencia de viajar en esas grandes diligencias y el cambio que, para ellos, llegó con el ferrocarril. Lo que sigue se ha recogido fundamentalmente de tres testimonios de viajeros extranjeros: Emil Adolf Rossmässler, naturalista alemán que viajó en 1853; Hans Christian Andersen, escritor danés que viajó en 1862 y Charles Davillier, escritor francés que viajó, también en 1862, acompañado de Gustave Doré.
La diligencia
Las diligencias ofrecieron un servicio regular entre poblaciones. Su funcionamiento fue similar a la posta, ofreciendo un servicio en coche (góndola) con cambio periódico de animales de tiro. El número de animales de tiro era variable, en función del tamaño de la diligencia. Las de mayor tamaño circularon tiradas por ocho o más animales. El desarrollo de las diligencias fue paralelo al de la construcción de las carreteras. Se trató de un servicio de ruedas, que no pudo ofrecerse por los pésimos caminos existentes en España hasta el siglo XIX.
El vehículo
Comenzaremos por la descripción del vehículo. “Este pesado vehículo se encuentra bardado y reforzado de hierro, de manera que pueda resistir los más bruscos choques. En cuanto a la distribución interior […] tiene dos berlinas, comunicando entre sí por un ventanillo que puede abrirse o cerrarse a voluntad y algunas persianas construidas con laminitas de madera, precaución excelente contra el calor. Los caballos y las mulas, cuyo número no es inferior nunca de ocho y excede pocas veces de catorce, están siempre afeitados de medio cuerpo en sentido horizontal, se les engancha siempre de dos a dos, dejando entre cada pareja un espacio bastante grande, como los tiros en ballesta, forma ésta una larga fila, que vista desde arriba se despliega como una serpiente enorme” (Davillier).
Como quiera que uno de los mayores problemas era el polvo que todos esos animales y el propio vehículo levantaban en las primeras carreteras españolas y en los caminos reales que sobrevivían con dignidad aunque todavía esperaran su acondicionamiento, Davillier y Doré cuidaban mucho de reservar plaza en “la imperial”. Entre Barcelona y Valencia, “nuestra diligencia, con un tiro de doce mulas, levantaba torbellinos de polvo blanco. Felizmente, como habíamos tenido la precaución de coger sitio en la imperial, la nube pocas veces se levantaba hasta nosotros, mientras que los viajeros del interior estaban literalmente cubiertos de polvo”. Entre Granada y Jaén insistieron en ello: “Habíamos reservado desde hacía varios días en la oficina de la Acera del Darro tres plazas de cupé (imperial) […] Para el verdadero turista, el cupé es la mejor plaza de la diligencia española. Desde lo alto de su puesto de observación no pierde ninguna de las bellezas del camino, y la espesa nube de polvo que penetra en el interior rara vez sube hasta él. Llegó el momento de la partida, y la pesada máquina se sacudió y rodó con ruido de hierro viejo sobre el pavimento desigual de las calles de Granada”.
El personal encargado de la diligencia
Las grandes diligencias viajaban de continuo, con las necesarias paradas para el cambio de animales de tiro. Muchos de los relatos de los viajeros se refieren a viajes nocturnos, muchos más de los que pensaríamos, teniendo en cuenta la dificultad de hacerlo con semejante recua de animales tirando del coche, con la luz de un farol y marchando por las primitivas carreteras, envueltos en una polvareda y sin balizamiento luminoso alguno.
A cargo de la diligencia estaban invariablemente tres personas, el mayoral, el zagal y el delantero. Así nos describió Davillier su durísimo trabajo:
“El mayoral es de ordinario un hombre grueso, de cara alargada y color subido, enmarcada en espesas patillas cortadas en forma de chuleta. Lleva a la cabeza un pañuelo de seda anudado en la nuca y cubierto por un sombrero calañés, sombrero andaluz con los bordes hacia arriba, rematado con dos borlas de seda negra. Usa la marsille, chaqueta corta adornada con bordados y cordones, con dos trozos de paño verde o rojo en los codos y un gran jarrón con flores, bordado, que extiende sus ramas por la espalda. Su pantalón, que desciende un poco más debajo de las rodillas, está hecho de paño galoneado de terciopelo. Algunas veces es de piel de carnero, calzón de pellejo. En cuanto al calzado, consiste invariablemente en zapatos blancos recubiertos de botines, polainas de cuero abiertas en la pantorrilla.
El mayoral es un personaje importante: él lo sabe y abusa de ello. Reina como tirano, no solo sobre sus subordinados, el zagal y el delantero, sino también sobre el viajero.
Después del mayoral está el zagal. Se dice que su nombre viene de una palabra árabe que significa ágil. En efecto, el papel de zagal es de los más activos, y la mitad de su vida por lo menos se la pasa corriendo al lado de las mulas, hostigándolas por todos los medios posibles. Sus recursos a este respecto son inagotables. Ora vuela rápidamente desde la primera mula a la última, propinando a cada una el correspondiente bastonazo, ora se le ve, adelantándose al tiro, hacer provisión de cierta cantidad de guijarros que lanza diestramente a las orejas de las bestias más perezosas. Nunca le fallan los medios de conseguir lo que se propone, y a veces hasta se excede, pues las mulas electrizadas y sintiendo las cosquillas que los proyectiles les causan, lanzan coces a derecha e izquierda. Ocasiona esto un barullo intrincado de patas enredadas en los tirantes, y el zagal, para hacer entrar las cosas en orden de nuevo, no encuentra mejor medio que volver a empezar la distribución de guijarros. Se pregunta uno cómo pueden las mulas españolas resistir los innumerables golpes que las abruman. Si no los recibieran más que del zagal, podría pasar. Pero es costumbre establecida que los peatones no dejen nunca de dar un bastonazo o un latigazo a las mulas que encuentran a su paso, pequeño servicio que ponen cuidado en no olvidarse de prestar. El traje del zagal es de los más simples y ligeros: un sencillo pañuelo anudado alrededor de la cabeza, una camisa de color y, como calzado, las alpargatas de cáñamo trenzado. El zagal lleva siempre a la espalda, atravesando el cinturón, como la cara de arlequín, un bastón delgado y flexible, instrumento bastante regular que parece indispensable en su profesión.
El delantero se llama así porque va siempre delante, montado en la primera mula de la izquierda. Se le llama el condenado a muerte, a causa de la dureza extraordinaria de su oficio. Antiguamente, permanecía cuarenta y ocho horas seguidas en la silla y aún más. No hace mucho que el trayecto de Madrid se hacía sin cambiar el delantero ni una sola vez. Hoy, su infierno se ha cambiado en purgatorio, y es raro que permanezcan más de treinta horas en los caminos. El delantero es muy corrientemente un muchacho de quince a veinte años. Va tocado de ordinario con la montera, especie de gorro de piel de cordero que da a su cara renegrida por el sol una expresión de lo más salvaje”.
La descripción de Rossmässler fue similar, en su viaje de Alicante a Murcia. “Siempre que el camino lo permita se viaja con extrema rapidez. Teníamos cuatro mulos vigorosos, de los que me decía más tarde el mayoral que tienen el pulmón más fuerte que los caballos y aguantan más. El zagal, que estaba sentado a la izquierda del pescante de tres o cuatro plazas (entre él y el mayoral hay lugar para dos o tres viajeros) siempre camina la mitad del recorrido, ya que cada rato baja durante el viaje a toda velocidad para darles a los animales delanteros con su látigo corto una advertencia impresionante. Éstos de pronto cocean alegremente hacia atrás de donde está él. Un zagal debe ser un buen corredor, ya que el salto hacia abajo es una señal inequívoca para que los animales comiencen a correr fuerte y el zagal sólo a partir de varios cientos de pasos alcance a la primera pareja. De esta manera, el zagal realiza al menos la mitad del camino a pie […] Los que están sentados en la berlina o al lado del mayoral en la silla no se aburren. Porque el mayoral y el zagal conversan casi sin interrupción en todo jocoso y original con los caballos, mulos o mulas, según el género. Cada uno tiene su nombre […] Como si los animales tuvieran que entenderlo, el mayoral hace un llamamiento al honor, y a veces amenaza con pegarles o con castigarles sin alimento”.
Viajando en la diligencia de Castellón a Barcelona, Rossmässler describió el duro trabajo del delantero, chaval del que todos se compadecían: “Mientras dormitaba durante una parte del tiempo en el rincón cómodo de la diligencia o contemplaba admirado durante otra los paisajes por los que viajábamos a toda velocidad, el delantero, un chico de apenas 14 años, había cabalgado durante 12 horas en su silla. Aparte tenía la obligación de cambiar los caballos y, por lo tanto, le daban en cada estación un caballo distinto. Yo sabía que el pobre tenía que seguir esa cabalgata tremenda hasta Barcelona, para volver luego a Valencia de la misma manera y después de un solo día de descanso. Este es su destino, año tras año, hasta que se convierta en zagal cuando cambie de sitio y se siente junto al mayoral en el pescante, saltando al lado de los caballos para alentarles. El chiquillo, sin embargo, parecía animado y alegre, teniendo de manera atrevida su sombrero calañés encima de la oreja izquierda sobre el pañuelo de distintos colores atado a su cabeza, según la costumbre nacional.
De repente, al adelantar el coche, como una flecha, se suelta su caballo y el caballo de mano de la pareja del medio y echan a correr, desapareciendo enseguida en la nube densa y polvorienta de la carretera. Tan solo un momento tardó el pequeño delantero en bajar de su silla, desenganchar un caballo, colgar los tirantes sobre la silla y salir dos minutos después a toda velocidad en persecución de los que habían escapado. Estupefacto se había detenido el mayoral con sus tres caballos restantes; hasta que el zagal enganchase el caballo de silla impar a la punta y nuestro coche pesado se pusiera lentamente en marcha debió producirse una distancia grande entre nosotros y el pequeño domador de caballos. No obstante, éste volvió al galope después de veinte minutos con los tres caballos.
Aparentemente, la situación de los delanteros refleja mucha crueldad. Sin embargo, el éxito no lo confirma, ya que he encontrado entre los zagales, que antes habían sido delanteros, casi siempre chicos sanos y, por supuesto, figuras hábiles. Sin embargo, sería por completo natural que el maltrato de los pulmones, a lo cual contribuye el polvo terrible de las carreteras artificiales españolas, conviertan a todos en tísicos. El oficio del zagal es quizás más perjudicial para la salud que el del delantero pues, cuando salta del pescante para animar a los caballos o mulos, tiene que correr más rápido que éstos y en todo ello el bajar saltando es ya una advertencia para que los animales aceleren el paso ya que saben por costumbre lo que significa”.
El viaje era caro
Las diligencias eran caras, y además no permitían llevar más que un limitado número de bultos, que también había que facturar. No era un medio de transporte al alcance de la mayor parte de la gente. Una de las ventajas que trajo el ferrocarril fue el notable abaratamiento del coste del viaje.
“A las 12 horas en punto del 22 de marzo subimos a nuestros altos asientos en lo alto de la diligencia que nos llevaba a Esparraguera, una buena diligencia ya que nos costaba a cada uno el módico precio de 6 reales. Queríamos tener una vista libre. Sin protestar aceptamos” (Rossmässler).
“Las diligencias son muy caras en España. A menudo hay que pagar dos pesetas por legua, es decir, cinco veces aproximadamente el precio de la primera clase del ferrocarril […] No tienen los equipajes precios menos exorbitantes, y solo se le permite al viajero un peso completamente irrisorio” (Davillier).
Los compañeros de viaje
Los coches de las diligencias eran estrechos y a menudo iban hasta los topes, con más personas de las que podían caber estrictamente y numerosos bultos. Fue curiosa y habitual la pelea por conseguir un buen sitio. Así nos lo contaron:
“Después de haber deseado una buena noche a nuestro amigo el sereno, nos disponíamos a ocupar nuestros sitios en la imperial de la diligencia, cuando los vimos ocupados por unos payeses, quienes se habían adueñado de ellos de mala manera y parecían poco dispuestos a abandonarlos. Había cuatro plazas y ellos eran siete mocetones de rostro un tanto avinagrado. Por mi calidad de intérprete fui encargado de dirigirles un discurso para exhortarles a desalojar los sitios. Al fin lo logré, medio de grado y medio por fuerza y con la ayuda del mayoral que, para consolarlos, les propuso tomaran acomodo bajo la baca. Y allí se instalaron, a pesar de estar ya todo ocupado por una docena de grandes atunes que acababan de ser traídos de Palamós, un puertecito próximo. El camino era detestable. A cada instante nos sentíamos sacudidos como dados en un cubilete. Compadecidos de la desgraciada situación de los catalanes, se nos ocurrió ofrecerles una vela encendida. Uno de ellos sacó su navaja, la hincó en el lomo de un atún y plantó allí la vela, que se mantuvo encendida en medio de aquel alboroto en que hombres y atunes se encontraban confusamente revueltos” (Davillier, diligencia de Puigcerdá a Tordera).
La pelea por conseguir espacio en una diligencia la describió irónicamente más de treinta años después Henry Lionnet, en 1896: “Una vez decidida mi partida de Alcoy, me advierten que es prudente reservar con antelación el asiento de la diligencia, mejor durante el día. Me dirijo a la oficina a las dos; me dicen que todo está completo, todo, excepto la banqueta de arriba.
Este contratiempo me contraría infinitamente, así que vuelvo a la carga:
¿Cómo es esa banqueta? – Está arriba. – Ya le he entendido, ¿pero bajo techo? – Por supuesto. – Entonces, si llueve, está uno a cubierto. – Perfectamente. – Hecho, me quedo con la banqueta. A qué hora salimos? – A las diez de la noche.
A las nueve y media me presento en la oficina de la diligencia. La gente que allí espera, entre los bultos, tiene un aire tristón. La perspectiva de la noche que nos espera no es nada halagadora. Llega la diligencia, enganchada a sus ocho mulas cascabeleras. Una gran linterna situada sobre la cabeza del cochero hace resplandecer los collares de las mulas. Me dejan una escalerilla, subo y me deslizo bajo el toldo y, entonces, detrás de un gran panel de cuero, enciendo una cerilla y empiezo a darme cuenta de la situación.
Estoy solo, completamente solo. Va a estar usted mejor que abajo, me dice el conductor.
Y me lo creo sin dificultad, porque los de abajo están amontonados como sardinas en lata, y a los de delante les da el viento en la nariz. Al menos estoy solo. Al fondo, detrás de mí, hay unas maletas bien amarradas. En la parte delantera, además del panel de cuero, hay una especie de cortinillas, también de cuero, que ajustan de tal modo que se puede cerrar el toldo casi por todas partes. Me quito el sombrero y lo sustituyo por un gorro, me envuelvo en un viejo gabán y me tumbo en el banco.
La diligencia se pone en marcha primero con suavidad, pero enseguida me doy cuenta de que, en esa posición horizontal, la cabeza me da con las paredes a cada bache. Hay que pensar otra cosa; me vuelvo a sentar. El viento, que se cuela por las juntas, no tiene nada de agradable. Me protejo las orejas con un pañuelo. El cochero grita ¡arre, arre! ¡muuuula! ¡che!, y gritará así, sin parar, durante siete horas.
Me gusta el espectáculo de las mulas iluminadas por el reflector, que está justo debajo de mí.
¡Arre, arre! ¡muuuula! ¡che! ¡Ah!, ¡Si pudiera encontrar una posición!
Llevábamos ya galopando así una hora cuando la diligencia se paró en un pueblo grande. Estaban dando las once. El pueblo, todo negro, sólo estaba iluminado por las pequeñas lamparillas que ardían delante de las Santas Vírgenes.
Un viajero levanta el toldo, ¡Un rival! Vamos a pasar una noche incómoda, me dice. Algo de eso ya sabía yo.
Enciende también una cerilla, investiga los lugares, y hace sus preparativos de combate mientras la diligencia emprende de nuevo el camino.
¡La una de la mañana! Parada y cambio de mulas.
Se vuelve a levantar el toldo: Sube al asalto un tercer viajero, fusil en mano, seguido de un campesino. Esto es ya demasiado, no cabemos. Convencemos al campesino de que con tres estamos al completo, de que en el banco no caben más viajeros y de que estaría muy mal con nosotros. En definitiva, logramos que se siente fuera del panel de cuero, con las piernas replegadas encima del reflector.
Lanzamos un suspiro de alivio que, por desgracia, dura poco. El viento le corta la cara y hételo aquí otra vez. Ahora la lucha es por la banqueta, en la que el pobre hombre no consigue sentarse más que de un lado, y así hasta las cuatro de la mañana.
Amanecía cuando entramos en Játiva. El conductor gritaba como al menos un millón de veces antes: ¡arre, arre! ¡muuuula! ¡che!. Bajamos uno tras otro del toldo mientras la gente, que había estado apretujada en el interior, presentaba un aspecto igualmente digno de lástima.
En un taller de reparaciones, que por fortuna había allí, vi un tonel de agua. ¡Metí en él con gran placer la cara y las manos! Cuando uno ha pasado por esto, puede entender mejor la belleza del futuro ferrocarril, aunque es justo añadir que desde un número infinito de años hay tres en construcción”.
Con los compañeros de viaje no se compartía solo el vehículo. También los descansos en las sufridas ventas y paradores. Esta fue la reflexión de Rossmässler al observar la mezcolanza de personajes alrededor del fuego en una venta de Andalucía:
“A menudo, en el sur de España, he visto sentados en una venta solitaria alrededor del mismo fuego, sobre los mismos sillones de esparto, a arrieros, condes, comerciantes ricos y damas distinguidas, todos juntos, y sobre el grupo de gente volaba visiblemente el siguiente pensamiento: tenemos que conformarnos los unos con los otros y compartir lo poco que nos ofrece esta pobre venta.
Cuando a la mañana siguiente la condesa sube a su elegante galera o tartana no sabe si ésta, después de media hora, se encontrará clavada en un lodazal del camino y estará allí más tiempo de lo que permite su paciencia y su tiempo, y tendrá que venir el carretero que estaba ayer a su lado junto al fuego, con sus cinco mulos para sacarla de manera servil del aprieto ocasionado por el arte español de la ingeniería de caminos. De este sentimiento de dependencia del amor al prójimo ni siquiera está libre aquel que está en el seno de Abraham, en un rincón confortable de una diligencia. Para comprender esto, hay que haber visto, al igual que yo, en la ruta entre Granada y Málaga, es decir, una ruta principal, veinticuatro bestias ante una de esas diligencias. Con tiempo de lluvia, en las carreteras en España, se demuestra irreflexión cuando se dice como si nada: hoy quiero llegar hasta tal sitio. Esto no lo puede saber ningún mortal”.
El traqueteo y los vaivenes durante el viaje
Fue una constante en todos los viajes. Podemos imaginar que las primeras carreteras tenían poca regularidad superficial en la rodadura, su mantenimiento llegaba hasta donde se podía, y las diligencias tampoco es que tuvieran unas suspensiones muy desarrolladas. Las consecuencias eran movimientos de vaivén entre los pasajeros y golpes y empujones de unos contra otros, lo que aumentaba la incomodidad y el cansancio.
Joséphine de Brinckmann, una valiente viajera, relató así su viaje entre Zaragoza y Huesca en 1850: “Pero, ¡oh Dios mío!, ¡qué camino el de Zaragoza a Huesca!, ¡es algo que no tiene nombre! Los pobres habitantes del ómnibus caían con estrépito unos contra otros; las narices entrechocaban, los pechos tropezaban, las rodillas se golpeaban unas con otras, era espantoso. Sin embargo, por un favor providencial, el ómnibus y todo su contenido llegaron sin estar hechos trizas”.
La descripción de Joséphine fue similar a la de Rossmässler, Andersen y Davillier:
“Ya en las calles de Barcelona los movimientos del carro cuando éste se levantaba de un pozo de la calle adoquinada en pésimo estado para caer en otro al instante siguiente. Encontré consuelo en la ciencia. No debía ser de otra manera que al final de cada empujón siguiese una línea circular más grande que los que estaban sentados más abajo y en el interior de la berlina. Aunque a veces temía que la fuerza centrífuga se apoderase de mí. No he encontrado en ninguna ciudad de España calles bien adoquinadas” (Rossmässler).
“El trecho más largo de la línea de ferrocarril de Córdoba a Madrid aún no está completo; hay que tomar la diligencia. Ésta va tirada por diez mulas que, sin consideración a lo accidentado del camino, corren a la velocidad de vértigo. Así y todo hay que aguantar unas veintitrés horas dentro de ese carromato para llegar a Santa Cruz de Mudela, desde donde hay vía hasta Madrid” (Andersen, diligencia de Córdoba a Santa Cruz de Mudela).
“No quisimos prolongar nuestra estancia en Alicante y fuimos a reservar nuestras plazas para ir a Elche […] El posadero de la Balseta era, además, propietario de la diligencia. Como le hacíamos la observación de que el precio del transporte nos parecía un poco exagerado, nos respondió ingenuamente que ya no sacaba beneficios. Así que –nos dijo- hace algunos días perdí más de tres mil reales; el coche se rompió en mil pedazos por el mal estado de la carretera. Las quejas del posadero eran poco consoladoras para nosotros. Sin embargo, trepamos a la berlina y pronto salimos de Alicante por la Puerta de Elche […] Al cabo de una hora de vaivenes oímos terribles gritos que salían del interior. No sabíamos qué ocurría. Bajamos y supimos que una de las banquetas, ayudada por los vaivenes, se había roto bajo el peso de los viajeros. Los desgraciados habían sido sacudidos en revoltijo durante un centenar de pasos. Una vez colocada la banqueta como se pudo, reanudamos nuestro camino. Pero pronto una nueva sacudida más violenta desmontó una de las puertas, que fue a caer sobre la arena, seguida por uno de los viajeros. Felizmente, la caída había sido amortiguada por una espesa capa de polvo y nuestro compañero de viaje se levantó cubierto por él de los pies a la cabeza. El mayoral bajó a su vez y trató de hacer con cuerdas y palos una reparación provisional, acompañándose todo el tiempo que duró esta operación con los más terribles juramentos del vocabulario español. Iguales incidentes, a los que ya estábamos acostumbrándonos, se repitieron todavía varias veces, pero como no hay mal que por bien no venga, debimos a todos estos retrasos el entrar en Elche con una magnífica puesta de sol” (Davillier, Alicante a Elche).
Frío…
“No hay mucho que contar de un viaje en diligencia por la noche; recuerdo una racha de luna, la luz de un establo, y alguna silueta surgida […] faltando aún mucho para amanecer llegamos, medio dormidos, al pueblecito de La Carolina […] la portezuela del coche se abrió de un violento tirón; apareció una mujer gorda con una linterna en la mano, cuya luz iluminaba su cara […] “Tuvimos una jornada dificultosa; desde que abandonáramos La Carolina, el camino ascendía más y más; en torno a nosotros surgieron grandes masas de roca al borde de profundos abismos, donde la niebla reposaba sobre la incipiente mañana; el paisaje se hacía cada vez más agreste, pero tan pintoresco y bello que parecía un crimen ir sentado dentro del coche […] Nos salieron al paso unos soldados armados que, para seguridad nuestra, fueron escoltándonos un buen trecho” […] Llevábamos en camino largo rato, pero no había modo de entrar en calor; hacía mucho frío; la escarcha se extendía en derredor nuestro. Al cabo remontó el sol por el cielo y comenzamos a observar gran ajetreo allí cerca: había hombres barrenando la montaña de roca; otros excavaban en las alturas; la línea de tren que enlazaría Córdoba con Madrid iba a pasar por allí y en un par de años estaría completa” (Andersen, viaje de Córdoba a Santa Cruz de Mudela).
“La línea de ferrocarril de Madrid a Francia, hasta Bayona, está llena de interrupciones. Para empezar, no estaba en servicio más que el tramo de Madrid a El Escorial […] Era ya noche oscura, una noche tenebrosa y de suspense; cuando partimos de El Escorial el viento aullaba. Habíamos cambiado el confortable vagón de tren por una estrecha diligencia en la que deberíamos aguantar hasta madrugada. El paisaje a nuestro alrededor estaba nevado, y el viento entraba silbando por los intersticios y rajas del miserable coche. Me arrebujé en mi manta, haciendo con ella un saco, así sentía menos el frío glacial; una criatura pequeña que iba con nosotros se pasó la noche gritando y llorando. Había tempestad de nieve y el coche daba bandazos como si fuese a volcar; se rompió un cristal y cayó para fuera; el viento se las compuso para introducirnos la nieve dentro del coche. Con una manta vieja taparon la abertura de la ventana; mientras tanto, nosotros íbamos como en el vientre de una oscura caldera que oscilaba y brincaba. ¿Quién podía pensar en dormir o descansar? De pensar en algo, sería en el peligro de romperse una pierna […] Al cabo, en San Chidrián volvimos a tener ferrovía; pero el tren no salía hasta dos horas después. Tuvimos que esperar en una barraca grande, fría y en malas condiciones, donde nos dieron un trozo de pan duro y un chocolate aguado; pero hasta eso tocó a su fin […] “Sonó la campana que daba la señal de partir; arrastrándonos subimos al coche, resopló la locomotora y con la claridad del amanecer salimos corriendo por la gran llanura. La nieve caía formando pequeños montículos. […] Dieron las doce antes de llegar a Burgos” (Andersen, El Escorial – Burgos).
Incidentes…
“En Amposta pasamos el Ebro en una balsa para la cual en mi ficha personal de correos se había cargado un real. Tampoco en esta carretera la administración española ha logrado aún construir un puente” (Rossmässler).
“Mientras tanto el camino se hacía cada vez peor. Habían aumentado nuestros vaivenes de una manera espantosa, cuando sentimos no sin extrañeza que la diligencia se paraba de repente. No tardamos en saber que estábamos ante un arroyo henchido por las lluvias, y que era preciso esperar la retirada de las aguas. Acababa de amanecer y aprovechamos nuestros forzados ocios para explorar los alrededores.
No teniendo ya el torrente más que dos o tres pies de agua, volvimos a ponernos en marcha. La diligencia pudo pasarlo sin demasiada dificultad, aunque el agua entraba casi por las portezuelas. Unas horas después llegamos a Tordera, última estación del ferrocarril que dentro de unos años irá hasta la raya de Francia y unirá Perpiñán con Barcelona. El andén provisional estaba hasta el colmo de payeses que iban a la capital a vender sus frutas y legumbres” (Davillier, viaje de Puigcerdá a Tordera).
Cuestas imposibles…
“Alcanzamos, al fin, regiones montañosas que la diligencia sube serpenteando. Era noche cerrada cuando atravesamos las estribaciones de la alta sierra de Martos, una de las más abruptas de Andalucía. Nuestro pesado vehículo trepaba lentamente por aquellas ramblas escarpadas, aunque estaba casi vacío, pues la mayoría de los viajeros, siguiendo nuestro ejemplo, se habían bajado del coche para subir a pie aquellas cuestas que parecía que no iban a acabar nunca” (Davillier, Granada a Jaén).
… y polvo, mucho polvo
Fue una de las constantes de los viajes en las grandes (y en las pequeñas) diligencias. Los animales y el coche levantaban una gran nube de polvo que lo invadía todo. No hay que olvidar que el firme de las carreteras españolas era en esa época macadán recebado con arena. En ocasiones, el tráfico terminaba de convertir en polvo buena parte del firme, como relataron algunos viajeros.
“Debido al polvo de la carretera, que tenía casi un pie de espesor, polvo que los ejes de nuestras ruedas levantaban formando densas nubes, los viñedos se veían desprovistos de todo su verde, convirtiéndose en fantasmas grises y blancos” […] “Pasamos por el lecho del río Francolí donde se construía, por fin, al lado nuestro, un puente […] Poco después de Tarragona oscureció nuevamente y el polvo nos envolvió de manera tan completa que no podía ver casi nada en los alrededores. Cuando se encendieron las linternas del coche creía, al despertarme de un pequeño sueñecito, que habíamos llegado a la altura de alguna montaña y estábamos viajando a través de un campo nevado en medio de un temporal de densa nieve. Sin embargo, habíamos llegado a la llanura de Villafranca […] llegué a las 7 de la mañana como hombrecito gris ante las puertas de Barcelona, donde bajé como todos los viajeros para dar de nuevo derecho al color de mi vestimenta, lo que costó bastante trabajo” (Rossmässler, Reus – Barcelona).
Y en esto llegó el ferrocarril
Menuda diferencia
Basta leer los testimonios de los primeros viajeros en ferrocarril para darnos una idea del inmenso placer que para ellos supuso el nuevo medio de transporte:
“A galope, a toda velocidad pasamos por los campos cultivados y por los regadíos de Manuel, Villanueva de Castellón, Puebla Larga y Carcagente hasta la antigua Alcira que está rodeada del río Júcar para llegar así a la estación. […] Cuando después de media hora sentí cómo me deslizaba suavemente sobre las vías experimenté en cada músculo, en cada articulación, un sentimiento de sorpresa agradable por ese suave consuelo, después de tantos sufrimientos en las carreteras españolas […] En ese ambiente encantador lleno de paz, entre tantas maravillas de la naturaleza entré en Valencia. El amplio hall de la estación me parecía como una garantía de que me encontraba aquí en lo más alto de la cultura europea” (Rossmässler, Alcira).
“El tren salía en aquel instante; subimos al vagón y tras diez horas de viaje llegaríamos a Madrid. Íbamos muy cómodos; resultaba reconfortante sentir la fragosa velocidad del vehículo de la civilización, recobrar la sensación de volver al presente” (Andersen, Santa Cruz de Mudela).
“Nuestra entrada en Córdoba por el ferrocarril casi nos hizo echar de menos los buenos tiempos de las diligencias. Bien es verdad que entonces se llegaba deshecho, agotado por la fatiga, blanco por el polvo, después de haber sido traqueteado en el camino durante cuarenta, sesenta horas y a veces más, en un coche de mala suspensión y demasiado estrecho” (Davillier, Sevilla – Córdoba).
“El viaje de Toledo a Madrid era antiguamente para los turistas un grave problema. Aunque la antigua ciudad de los reyes godos no está muy alejada de la capital, se citaba como cosa extraordinaria el que se pudiera hacer este trayecto entre el amanecer y el ocaso. Había solo doce leguas de camino, pero ¡qué camino! Y ¡qué leguas!; leguas españolas, por supuesto, y un camino polvoriento en verano, cenagoso en invierno y fastidioso e incómodo en toda estación […] El viaje se hace hoy en ferrocarril. Se tarda tres horas, a pesar de que la vía da una gran vuelta para pasar por Aranjuez” (Davillier, Toledo – Madrid).
“La silueta de Alcázar de San Juan recortábase contra el llameante cielo crepuscular, en tanto nosotros salíamos de nuevo veloces, impulsados por la fuerza del vapor. El viaje era largo; el tiempo se hacía largo; […] la conversación en el vagón se redujo a nombrar solamente las horas y los cuartos de hora que faltaban para llegar al fin de nuestro viaje” […] Fue una hora larga y tenebrosa; corríamos por la desolada campiña, otrora cubierta de extenso bosque. […] Al fin, el tren paró en la estación, era medianoche y conseguimos librarnos del pesado registro” (Andersen, Alcázar de San Juan – Aranjuez – Madrid).
Seguridad
“La ferrovía sigue su camino en línea recta; no tarda en cruzarse con la carretera antigua, pero la pasa de largo sin querer nada con ella; es claro que tampoco tiene buena fama. La mayor parte de los atracos contados por compatriotas habían ocurrido en esa carretera […] El tren llenaba de ruidosos resoplidos la sombría tarde: de cuando en cuando se veía una fogata ardiendo a la puerta de alguna choza próxima a la vía del tren; junto al fuego había sentados hombres, mujeres y niños, que reían y nos hacían señas […] El reloj dio las nueve de la noche antes de que llegásemos a Córdoba” (Andersen, Sevilla – Córdoba).
La novedad. Como ir a la feria
Además de un medio de transporte, los primeros ferrocarriles fueron toda una atracción para los habitantes de los pueblos cercanos. “Me di cuenta que aquí el paseo en tren era todavía una diversión del domingo, ya que casi todas las caras expresaban satisfacción sobre esta nueva forma de viajar. Muchos de los viajeros estaban equipados de cañas de pescar y fusiles para disfrutar de las dos diversiones favoritas de los valencianos, la caza y la pesca en la maravillosa Albufera” (Rossmässler, Valencia).
Anexo. Primeras líneas de ferrocarril puestas en servicio en España (península)
Los viajeros que nos han acompañado en esta entrada utilizaron, cuando pudieron, algunas de las primeras líneas de ferrocarril existentes en España. Rossmässler y Davillier, incluso, pudieron viajar en algún tren que llevaba muy poco tiempo en servicio. He aquí el listado de las primeras líneas ferroviarias puestas en servicio en la península.
fecha | línea |
1848 (28 de octubre) | Barcelona – Mataró |
1851 (9 de febrero) | Madrid – Aranjuez |
1852 (22 de marzo) | Valencia a El Grao |
1852 (25 de agosto) | Gijón – Pinzales (ffcc de Langreo) |
1852 (24 de octubre) | Valencia – Silla |
1852 (8 de diciembre) | Silla – Benifayó |
1853 (9 de abril) | Carcaixent – Alcira |
1853 (15 de septiembre) | Aranjuez – Tembleque |
1854 (20 de junio) | Tembleque – Alcázar de San Juan |
1854 (22 de junio) | Jerez – Puerto de Santa María |
1854 (1 de julio) | Carcaixent – Manuel |
1854 (22 de julio) | Barcelona – Granollers |
1854 (14 de noviembre) | Barcelona – Molins de Rei |
1854 (20 de diciembre) | Manuel – Játiva |
1855 (18 de marzo) | Alcázar de San Juan – Albacete |
1855 (2 de mayo) | Moncada – Sabadell |
1856 (15 de marzo) | Sabadell – Tarrasa |
1856 (17 de septiembre) | Reus – Tarragona |
1856 (10 de octubre) | Puerto de Santa María – Trocadero |
1857 (10 de enero) | Mataró – Areyns de Mar |
1857 (17 de noviembre) | Albacete – Almanza |
1857 (19 de noviembre) | Játiva – Alcudia de Crespins |
1858 (15 de marzo) | Almanza – Alicante |
1858 (12 de junio) | Castillejo – Toledo |
1858 (19 de noviembre) | Alcudia de Crespins – Mogente |
1859 (2 de junio) | Córdoba – Sevilla |
1859 (3 de junio) | Madrid – Guadalajara |
1859 (3 de diciembre) | Arenys de Mar – Tordera |
1859 (19 de noviembre) | Mogente – Almansa |
1860 (1 de julio) | Alcázar de San Juan – Manzanares |
1860 (1 de octubre) | Manzanares – Daimiel |
1860 (5 de octubre) | Guadalajara – Jadraque |
1861 (21 de enero) | Daimiel – Almagro |
1861 (14 de marzo) | Almagro – Ciudad Real |
1861 (9 de agosto) | Madrid – El Escorial |
1861 (18 de septiembre) | Barcelona – Lleida |
1862 (21 de abril) | Manzanares – Santa Cruz de Mudela |
1862 (2 de julio) | Jadraque – Medinaceli |