La limitación genérica de velocidad en carretera.
“Hasta la luz y el sonido tienen límite de velocidad” (Chuck Palahniuk).
La regulación de la limitación de velocidad genérica por caminos y carreteras es relativamente reciente, y en la práctica apareció paralelamente al desarrollo de los vehículos automóviles.
Hasta entonces, la velocidad se medía en leguas al día, y oscilaba entre 5 y 8, en función de ir a pie o con animales de tiro. El servicio de postas permitía conseguir en un día desplazamientos de hasta 200 km, cabalgando durante 10 horas a una velocidad de unos 20 km/h, multiplicando por cinco la velocidad media diaria de los desplazamientos sin cambio de caballería (lo habitual fue la existencia de un puesto de posta cada dos leguas).
Los mayores problemas de seguridad se daban con motivo del cruce en el camino con otros carruajes o animales y por supuesto en el paso por las travesías de población. Esta preocupación se expresó en el Real Decreto sobre la circulación de carros y carruajes de correos y postas, de 8 de octubre de 1778, en el que se instaba al gobierno para que gestionara “la seguridad y comodidad de los caminos y tránsitos para la fácil comunicación”. No fue más allá, pero por lo menos mostró una preocupación.
Quizá la primera norma específica española sobre circulación sea la Ordenanza para la conservación y policía de las carreteras generales, de 14 de setiembre de 1842. Aunque trató sobre la conservación y la defensa de los caminos, incluyó diversos artículos destinados al tránsito por ellos:
“Art. 7º: Los carruajes de cualquiera clase deberán marchar al paso de las caballerías en todos los puentes, sean estos de la clase que fueren”.
“Art. 26. A ninguno será permitido correr a escape en el camino, ni llevar de este modo caballerías, ganados y carruajes a la inmediación de otros de su especie o de las personas que van a pie”.
El control de los animales de tiro requería cierta pericia. Un caso singular fue relatado por el Diario de Teruel de fecha 19 de mayo de 1903, y muestra el peligro de atravesar una población a mayor velocidad, en este caso debido a la falta de control de las caballerías en sendas pendientes:
“Sobre las siete próximamente de la tarde del viernes último, nuestro querido e ilustre prelado D. Juan Gomes Vidal estuvo a punto de ser víctima de una terrible desgracia.
Al regresar de paseo por la carretera de Alcañiz y al bajar la cuesta próxima a la plaza de toros, se desbocaron los caballos del coche que conducía a S.E.I. acompañado de uno de sus familiares, y en vertiginosa carrera recorrieron el trayecto que media desde dicho punto a la subida del Tozal, siendo verdaderamente milagroso el no ocurrir una catástrofe al cruzar el puente de la Reina, en el cual rozó el coche con una de sus ruedas el pretil del lado izquierdo. Gracias a la pericia y fuerza del cochero, pudo refrenar a los caballos al entrar en la población, pero al descender por la calle del Tozal el vehículo hubo de echar el torno y del ruido debieron espantarse nuevamente las bestias y emprendieron otra carrera rápida, hasta ir del todo desbocados, produciendo verdadera angustia y gran alarma en el público que presenciaba el accidente, viendo en inminente peligro la vida de nuestro ilustre jefe diocesano y de los que le acompañaban, observando con dolor que al entrar en la plaza del Mercado chocó el coche con las pilastras de la fuente y volcó, siendo arrastrado en esa posición hasta algunos metros en que fueron sujetados los caballos por algunos esforzados turolenses, evitando así una desgracia mayor”.
El automóvil.
Sin perjuicio de los inventos de diversos pioneros, a mediados del siglo XIX aparecieron los primeros vehículos automóviles por las carreteras. Se trataba de exportar las locomotoras de ferrocarril, con menor tamaño, a la carretera.
En España, uno de los antecedentes más destacados fue el locomóvil “Castilla”, importado por Pedro Ribera, con el que realizó el viaje entre Valladolid y Madrid en noviembre de 1860. El locomóvil alcanzó los 15 km/h en terreno llano, pero tardó 20 días en llegar a Madrid. Eso sí, su entrada por la puerta de Segovia convocó a cientos de madrileños curiosos. En realidad, los locomóviles fueron los antecesores de los modernos tractores agrícolas y de hecho fueron utilizados para esas tareas.
En Inglaterra se apresuraron a poner trabas a estos grandes artefactos que podían amenazar el éxito y el negocio del ferrocarril, con el que el gobierno estaba comprometido. Así surgió una de las primeras leyes para limitar la velocidad, aprovechando que el ruido y su aparatosidad asustaban a animales y personas. Fue la Ley de Locomotores de 1861, que limitaba a 12 toneladas el peso de esos vehículos e imponía una velocidad máxima de 10 millas/h en campo abierto (unos 16 km/h) y 5 millas/h en travesías (unos 8 km/h).
Cuatro años después se endureció la ley, promulgándose la que fue conocida como ley de la bandera roja. Se rebajó la velocidad máxima a 6 km/h en el medio rural y a 3 km/h en las travesías, pero además, cada vehículo debía tener a su cargo a un grupo de tres personas (curiosamente, las diligencias también necesitaban ese número de personas): el conductor, un fogonero… y una persona a pie, adelantada, ondeando una bandera roja para avisar a los demás usuarios del camino o a los habitantes de cada población que atravesara el vehículo. Estaba claro el objetivo: ahogar el desarrollo de estos novedosos artefactos.
Todo cambió en 1885, cuando Karl Benz patentó un triciclo con motor de explosión de cuatro tiempos. El desarrollo de los vehículos automóviles modernos y ligeros había comenzado. Por cierto, el primer coche español lo desarrolló Francisco Bonet en 1890. Semejante joya histórica terminó sus días en un chatarrero.
En 1896 se derogó en el Reino Unido la ley de la bandera roja para los nuevos locomóviles ligeros, de menos de 3 toneladas de peso. El límite de velocidad en el Reino Unido se estableció entonces en unos 22 km/h. Por cierto, antes de la derogación de la ley se registró la primera multa por exceso de velocidad. El suceso tuvo lugar el 28 de enero de 1896 y el multado fue Walter Arnold, uno de los primeros concesionarios de automóviles Benz y también constructor de motores. Su infracción fue circular por zona urbana nada menos que a 13 km/h, muy por encima de los 3 km/h que permitía la ley. El policía que le detuvo tuvo que perseguirlo montado en bicicleta. Hay que señalar que los vehículos automóviles, en esa época, podían alcanzar los 20 km/h.
En España, la primera norma que trató sobre la velocidad máxima fue una Real Orden de 31 de julio de 1897, que aprovechó una solicitud de concesión de transporte de viajeros para imponer una serie de condiciones al concesionario. La limitación de la velocidad la dejaba en manos el ingeniero jefe de la provincia: “el Ingeniero Jefe, teniendo en cuenta las condiciones de la carretera y las de resistencia de las obras, aceptará o negará la autorización, dictando, en el primer caso, las prescripciones de velocidad, en frenado y demás que deberán observarse en la circulación de los vehículos motores en los diversos trozos o secciones”. La Orden no se olvidó de los problemas que causaban estos primeros vehículos: “los vehículos motores no producirán humo, ni ruido especial que pueda espantar a las caballerías de los vehículos ordinarios”.
El 17 de septiembre de 1900 se aprobó el primer Reglamento para el servicio de coches automóviles por las carreteras. Fue la primera vez que se limitó genéricamente la velocidad: “El dueño de un automóvil aislado y de servicio […] en ningún caso excederá la velocidad de 28 kilómetros por hora, aproximándose a ella solamente en terreno llano y despoblado donde el tránsito sea limitado. En las travesías de los pueblos se reducirá por regla general al máximo de 12 kilómetros por hora, pero en los sitios estrechos, en las curvas de pequeño radio, enfrente de las bocacalles y en el cruce con tranvías, se moderará la marcha lo necesario para evitar accidentes”. Estos límites se bajaban a 25 y 10 km/h, respectivamente, para vehículos aislados de servicio público, y a 15 km/h para los denominados “trenes”, es decir, automóviles que remolcaran a otros vehículos. La vigilancia de todas estas normas se dejaba en manos del personal afecto a la conservación de las carreteras. Así fue hasta 1959.
La responsabilidad del conductor quedó clara en el artículo 14: “La velocidad de la marcha se disminuirá hasta suspender por completo el movimiento, siempre que pueda temerse algún accidente, desorden o dificultad de circulación”.
Las carreras por vías públicas.
No se limitaba la velocidad en las carreras automovilísticas. La primera de ellas tuvo lugar entre París y Rouen el 22 de julio de 1894. En 1903 se organizó la de París a Madrid, que no llegó a pasar de Burdeos (ya que solo hasta esa ciudad la carrera ya llevaba el trágico balance de diez muertos). Eso sí, para tan singular acontecimiento se habían suspendido excepcionalmente las limitaciones que establecía el Reglamento del año 1900, mediante un Real Decreto “ad hoc”.
El reglamento de 1900 tuvo vigencia hasta el 23 de julio de 1918, cuando se aprobó el “Reglamento para la circulación de vehículos de motor mecánico por las vías públicas de España”. En su artículo 17 se incluyó de nuevo algo muy común en casi todos los reglamentos, como es la asignación de la responsabilidad de la conducción a los conductores: «En todo momento los conductores de automóviles y motociclos deberán ser dueños en absoluto del movimiento del vehículo y estarán obligados a moderar la marcha, y si preciso fuera, a detenerla al aproximarse a los animales de tiro y de silla que diesen muestras de espanto, así como también cuantas veces sea conveniente para seguridad de las personas y cosas situadas en las vías por que circulen”.
En cuanto a la velocidad, no se establecieron límites como en 1900, salvo en el caso de vehículos remolcados (12 km/h en estos casos). Sí que se insistió en la moderación de la velocidad en determinadas circunstancias: “Al llegar a los recodos bruscos y cruces con otros caminos deberán moderar la marcha de sus vehículos en tal forma que puedan detenerlos en un espacio de cinco metros”. “La velocidad de la marcha de los automóviles y motocicletas se reducirá cuando sea necesario, siempre que su presencia pudiera ocasionar algún desorden o entorpecer la circulación, y no podrá exceder de la equivalente al paso de hombre en los parajes estrechos o muy frecuentados”.
El parque de automóviles iba en aumento, y el 16 de junio de 1926 se aprobó un nuevo Reglamento, que llevó el mismo título que el de 1918. De entrada, dejó en manos de los gobernadores civiles la señalización de los límites máximos de velocidad en las travesías. Por otra parte, se limitó la velocidad para los casos de convoyes de más de tres vehículos (a 12 km/h) y para vehículos cuyo peso total en carga excediera de 3.000 kg. Para los demás casos (vehículos ligeros, fuera de travesías) no estableció limitación genérica.
El Reglamento de 1928. Las primeras señales de limitación de velocidad.
Dos años después, el 17 de julio de 1928 se aprobó el interesante y completísimo Reglamento de Circulación Urbana e Interurbana, con nada menos que 203 artículos que regularon la circulación de personas, vehículos de tracción animal, bicicletas, ciclomotores, automóviles y tranvías, estableciendo las primeras normas modernas de circulación.
Respecto a la velocidad de los automóviles ligeros, se optó por no establecer un límite genérico. “La velocidad de los vehículos automóviles deberá ser tal que sus conductores puedan cumplir en todo instante, sin incertidumbre y con facilidad, la totalidad de las prescripciones de este Reglamento”. Se optó por esta fórmula, regulando acto seguido los casos en los que se debería reducir la velocidad: en las aglomeraciones de cualquier clase, en los caminos con viviendas próximas a los bordes, al acercarse a hatos, rebaños, recuas o animales de tiro, silla o de carga que dieran muestras de espanto, en las zonas de vías públicas que presentaran curvas, descensos, cruces, bifurcaciones, estrechamientos y pasos a nivel, en los tramos con visibilidad reducida, en los cruces con otros vehículos efectuados por la noche, cuando el afirmado o la superficie de rodadura se halle mojado, en mal estado de conservación o de limpieza, en casos de niebla densa o copiosa lluvia, al anochecer, etc.
En algunos de estos casos se fijó la velocidad máxima: “En las bifurcaciones y en los cruces con otros caminos cuya visibilidad sea prácticamente nula, la velocidad no podrá ser superior a 50 kilómetros por hora cien metros antes de dichos lugares, debiéndose reducir en dicha distancia hasta los 15 kilómetros por hora”. “En los cambios de rasante que oculten rápidamente la continuación de la carretera la velocidad no será superior a 50 kilómetros por hora”. “En las curvas muy pronunciadas en las que la visibilidad no sea completa, la velocidad no será superior a 50 kilómetros por hora desde cien metros antes del punto de entrada de la curva, debiéndose reducir a menos de 40 km/h en el momento de iniciar el cambio de dirección”.
También estableció la distancia de parada del vehículo en función de la velocidad: “la velocidad de los automóviles no excederá de aquella que, con toda seguridad, permita la parada en un espacio de tantas veces diez metros como número de caballos de vapor figuren en el correspondiente permiso de circulación, sin que pueda exceder aquel espacio de 150 metros”.
Uno de los méritos de este Reglamento de 1928 fue la inclusión de varios tipos de señales específicas. Una de ellas fue, precisamente, la de limitación de velocidad, que en sus inicios fue circular, con disco azul y letras blancas indicativas de esa velocidad máxima, que debería expresarse en km/h.
Un Código para 40 años.
El 19 de septiembre de 1934 se aprobó el “Código de Circulación”, basado en el de 1928 y con mayor número de artículos. Para los vehículos ligeros no se estableció una velocidad genérica máxima, ya que de nuevo, después de cargar la responsabilidad sobre los conductores, se limitó a citar una serie de casos en los que éstos debían moderar la velocidad, similares a los que recogía el anterior Reglamento de 1928.
Este Reglamento dejó en manos de los ingenieros Jefes de Obras Públicas la limitación de las velocidades máximas de los vehículos de distinta índole.
Para los vehículos pesados sí que se estableciron límites de velocidad genéricos, actualizando los valores publicados en 1926: 80 km/h para los de peso comprendido entre 3.501 y 4.500 kg; 60 km/h para los de peso entre 4.501 y 8.000 kg y 40 km/h para los más pesados.
La señal de limitación de velocidad se adecuó a la del Convenio de Ginebra, que España había ratificado el 5 de abril de 1933. La velocidad debía expresarse en km/h, “con cifras de color negro inscritas en la parte central”.
El reglamento de 1934 tuvo una vigencia de 40 años. Destaca dentro de este periodo la Ley 47/1959, de 30 de julio, que estableció la competencia en materia de tráfico en el Ministerio de Gobernación y encomendó las funciones de vigilancia a la guardia civil. Fue un cambio significativo. Esta asignación de competencias ha llegado hasta hoy.
Las limitaciones genéricas reaparecen con la crisis del petróleo.
La antesala para la inclusión de velocidades máximas genéricas en las carreteras españolas (costumbre que también ha llegado hasta hoy) fue el Decreto 951/1974 de 5 de abril. La justificación fue doble, por un lado el incremento notable de accidentes de tráfico, relacionado con el notable incremento del tráfico de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, y por otra la crisis del petróleo originada en 1973, que obligaba a dictar medidas de ahorro de combustible (precisamente, en el mismo Boletín Oficial en el que se publicó el Decreto apareció la Orden para adelantar la hora legal en relación con la solar).
Vaivenes.
El Decreto fue desarrollado por la Orden de 6 de abril de 1974, estableciéndose las siguientes velocidades genéricas máximas: en autopistas, 130 km/h (autobuses y camiones, 100 km/h); en autovías y carreteras con arcén de 1,50 m, 110 km/h; en el resto de carreteras, 90 km/h. Por cierto, estas velocidades podían incrementarse en 20 km/h para efectuar adelantamientos. Para las travesías y vías urbanas se estableció la limitación de 60 km/h.
La velocidad de 130 km/h ha sido la máxima que se ha permitido en España.
Duró muy poco, ya que el Decreto de 11 de octubre de 1976 provocó un cambio de criterio radical, rebajando la velocidad máxima en autopistas y carreteras con arcén de 1,50 m a 100 km/h (autobuses 90 km/h y camiones 80 km/h). Para el resto de carreteras se mantuvo el límite de 90 km/h para los automóviles y se estableció 80 km/h para autobuses y 70 km/h para camiones. Se mantuvo la limitación de 60 km/h en las travesías y vías urbanas. Tan drástica disminución de valores se justificó por la necesidad de ahorrar carburante.
Cuatro años duraron estos límites. El 17 de enero de 1980 volvieron a modificarse. “Se ha propuesto después de considerar que las especiales características de las autopistas permiten circular en estas vías a mayores velocidades que en el resto de carreteras, sin pérdida de seguridad y sin que afecte desfavorablemente al consumo de energía, dada la posibilidad de realizar una conducción uniforme”. La velocidad máxima en autopistas aumentó hasta los 120 km/h, manteniéndose la limitación en el resto de carreteras.
Las autovías, como las autopistas.
El Plan General de Carreteras 1984/1991 impulsó la construcción de muchos tramos de autovía. Si bien al principio se dieron muchos casos de construcción de otra calzada paralela a la antigua carretera convencional, la calidad de las características y del trazado de las autovías fue en aumento, hasta ser muy parecidas a las autopistas. Por eso, el Real Decreto 13/1992, de 17 de enero, equiparó las velocidades máximas que ya tenían las autopistas (en función del tipo de vehículo) a las autovías.
Este Real Decreto provocó otra modificación importante, que ha llegado hasta hoy: en las vías urbanas y travesías se limitó la velocidad a 50 km/h, por razones de seguridad.
El Real Decreto 1428/2003, de 21 de noviembre aprobó un nuevo Reglamento General de Circulación. Mantuvo por lo general las velocidades genéricas máximas que ya existían.
Quita y pon.
La velocidad máxima permitida desde el año 1992 en autovías y autopistas ha llegado hasta hoy, salvo durante unos meses del año 2011. El Real Decreto 303/2011, de 4 de marzo, modificó el Reglamento para rebajar a 110 km/h la velocidad máxima. La justificación fue, nuevamente, el ahorro de energía, en un periodo de crisis económica profunda: “la coyuntura internacional y la evolución del precio del petróleo ponen de manifiesto la necesidad de adoptar medidas encaminadas a la reducción del consumo de combustible. En este sentido, el mayor porcentaje de consumo de petróleo se encuentra en el sector del transporte. Y es aquí donde diferentes estudios e investigaciones indican que la reducción de la velocidad de circulación de los vehículos en autopistas y autovías disminuye considerablemente el consumo de combustible”.
La simple disminución de la velocidad máxima permitida motivó el cambio de cientos de señales en las autovías y autopistas españolas. Fue una dura tarea que hubo que volver a repetir cuatro meses después, esta vez en sentido contrario, pues en julio de 2011 se dejó sin efecto el Real Decreto 303/2011 y se volvió al límite de 120 km/h.
Carreteras a 90 km/h.
El último de los cambios (por ahora) de los límites genéricos de velocidad afectó a las carreteras convencionales. El Real Decreto 1514/2018, de 28 de diciembre, rebajó a 90 km/h la velocidad máxima en todas ellas, independientemente de que tuvieran o no arcén o de que su trazado estuviera o no acondicionado según los criterios actuales. De nuevo, los equipos de conservación tuvieron que modificar cientos de señales en las carreteras españolas.
En esta ocasión el criterio seguido fue de seguridad vial. Se consideró que la red de autovías cubría las necesidades básicas para los desplazamientos importantes de larga distancia, mientras que la red de carreteras convencionales era el complemento de esas vías de alta capacidad, y por ello deberían destinarse a cubrir los desplazamientos más cortos, en los que no era necesario circular a mayor velocidad. En cierto modo, es verdad que la red de autovías españolas es ahora muy importante, pero también es cierto que todavía quedan vastos espacios del territorio nacional que todavía no disfrutan de esas envidiables vías. En estos casos, llueve sobre mojado: a la carencia de infraestructuras se añade un aumento en el tiempo de viaje entre sus pueblos y ciudades.
Epílogo: las consecuencias de un cambio sencillo en una norma legal.
Como suele suceder, lo que inocentemente parece una cosa sencilla, como es el cambio de la limitación de velocidad en las carreteras convencionales en un breve párrafo legal, afecta a la aplicación de multitud de normas, algunas de ellas relacionadas también con la seguridad vial.
Por ejemplo, ¿ofrece mayor seguridad la medida de rebajar la limitación de 100 km/h a 90 km/h en las carreteras convencionales con arcén? Después de leer lo que comentaré a continuación, se puede afirmar que sí… siempre que las características de las carreteras sigan siendo las propias para una velocidad de 100 km/h.
Me explico. Hoy día, las características de una carretera deben seguir una serie de normas técnicas, y muchas de ellas (la mayoría) están relacionadas con la velocidad. Por ejemplo, de la velocidad depende la distancia y visibilidad de decisión (Norma de Trazado), el balizamiento de curvas, el diseño de los lechos de frenado, la visibilidad de parada, etc. Y hay dos casos muy significativos:
La limitación del adelantamiento está regulada por la Norma 8.2-IC, que fija la visibilidad necesaria para no prohibir el adelantamiento en función de la velocidad. Si ésta es de 100 km/h, la exigencia de visibilidad para no prohibir el adelantamiento es de 250 m. Para 90 km/h esa distancia baja a 205 m. Si se adecúa la señalización de la carretera a la nueva velocidad establecida por el decreto, habría que modificar, en puridad, todas las señales de prohibición de adelantamiento, y disponer de menor visibilidad para permitir el adelantamiento, por lo que no habría aumento de la seguridad vial, dejando al margen la descomunal tarea de modificar señales verticales y marcas viales.
La visibilidad de cruce también depende de la velocidad. A 90 km/h la exigencia es menor, por lo que podrían darse casos en los que se pudiera permitir el giro a la izquierda cuando antes, para 100 km/h, no lo estaba. Este tipo de giros constituyen uno de los mayores peligros de seguridad en las carreteras convencionales.
En resumen, menos mal que los ingenieros responsables de la explotación de las carreteras no han modificado nada más que las señales de limitación de velocidad. De otro modo, no estaría tan claro que la medida resultara más segura.
De todos modos, bueno es recordar los anuncios y máximas de la Dirección General de Tráfico para que la prudencia sea compañera en todos nuestros viajes.