Salteadores
Antes del desarrollo del ferrocarril y del automóvil, el viajero tenía que caminar largas distancias por campo abierto o atravesar zonas boscosas o montañosas, despacio e indefenso. Cada día, con suerte, podía recorrer unas siete leguas, algo menos de 40 km, a una velocidad de una legua por hora. No existía más refugio que las poblaciones que podía encontrar y las sufridas ventas, que a pesar de su mala fama tantas vidas salvaron en el pasado. Ese viajero era fácil presa de bandoleros, salteadores, malhechores, ladrones o como se les quiera denominar. Además, hay que tener en cuenta la existencia de periodos de inestabilidad política en España, como sucedió en buena parte del siglo XIX después de la guerra de la Independencia y en especial con motivo de las guerras carlistas.
La palabra bandolero proviene de banda o cuadrilla. Era el caso más común: el de un líder que actuaba con una serie de secuaces a sus órdenes, que conocía perfectamente el territorio y que tenía los suficientes contactos con terceros como para conocer las casas de dueños ricos y los movimientos de personas por los caminos. La mayor parte de los bandoleros surgieron de desertores y guerrilleros después de la guerra de la Independencia o de las guerras carlistas, de gente que se “echó al monte” por razones de deshonor o por rencillas locales y de pobres desesperados, jornaleros o pastores. El fenómeno fue general y se dio en toda España, sin perjuicio de manifestarse con mayor insistencia en zonas deprimidas económica y socialmente y en épocas de guerras o inestabilidad política, en las que el bandolero contaba incluso con el apoyo del campesinado, dando lugar a las conocidas historias del bandido generoso y cortés, necesitado de echarse al monte en contra de su voluntad.
Buena parte de los asaltos se daban a personas que volvían de ferias o de llevar a cabo tratos comerciales importantes. Los malhechores tenían la necesaria información y esperaban a los incautos viajeros en zonas que a veces eran muy concretas y conocidas. En general, las bandas tuvieron un radio de acción que podríamos denominar comarcal. Su declive comenzó en 1844, con motivo de la creación del cuerpo de la guardia civil. Se suele hacer coincidir el final del bandolerismo a gran escala en 1907, con motivo de la muerte del Pernales, si bien, aunque modificando las estrategias y el entorno, el hecho de robar al viajero no tiene fin y lo podemos observar hoy día incluso en las autovías.
Abundante tesoro (lingüístico) a costa del ladrón
Como suele suceder con las cosas negativas, los sinónimos de la palabra ladrón que el diccionario ofrece son numerosos, y más teniendo en cuenta las variedades americanas. Estas son algunas de estas joyas lingüísticas: ratero, ladronzuelo, bandido, atracador, maleante, cleptómano, carterista, descuidero, cuatrero, pifas, punga, tamal, tamarindo, lépero, caco, mangante o chorizo, y si nos centramos en el personal que se dedica a robar con cierta fuerza en descampados y caminos, se puede ampliar la lista con bandolero, malhechor, forajido o saqueador, amén de la que considero que viene muy bien al caso que nos ocupa: salteador.
La mejor manera de sentir en primera persona el riesgo y el miedo de los caminantes frente a la incertidumbre que provocaba circular por determinadas zonas de España es conocer los testimonios que nos dejaron los que relataron sus viajes antes de la llegada del ferrocarril y del automóvil. En este artículo se va a reproducir un buen número de citas de esta gente tan atrevida.
Cuando viajar no era un placer
La realidad es que en España no viajaba nadie que no tuviera necesidad de hacerlo. Las sendas, cañadas y los escasos caminos carreteros eran recorridos por profesionales (arrieros, valijeros, correos, postillones, cosarios y ganaderos). El resto de ese escaso tránsito la completarían los peregrinos, los “turistas” o aventureros (muchos de ellos extranjeros, que fueron en general los que dejaron escritas sus experiencias) y aquellas personas que tenían necesidad de efectuar el viaje, como algunos funcionarios, soldados o viajeros necesitados de efectuar gestiones importantes. Mover la casa, es decir, trasladar el domicilio de una familia a otra localidad, era la aventura de su vida para esa familia.
En 1835, George Borrow viajó por España con el objetivo de vender biblias. Llegado a Finisterre, fue sometido a un interrogatorio por el alcalde y los vecinos, que sospechaban de él, llegando a acusarle de ser un carlista infiltrado. En un momento determinado, el alcalde le interrogó por la razón por la cual había subido a una montaña próxima a la población: “¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! ¡Disparate! Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subiría en un día como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro”. Un buen resumen del horizonte vital de la mayor parte de la población española.
El gran observador J. Towsend incidió en el poco tráfico por los caminos del siglo XVIII cuando escribió en 1786, cerca de Grajanejos: “Pasamos muy cerca de tres cruces, colocadas en la reunión de cuatro caminos. En un país donde tan pocas personas viajan, un ladrón tiene muy poca probabilidad de tropezar con pasajeros, a no ser allí donde dos caminos se cruzan”.
En 1840, Théophile Gautier viaja de Madrid a Toledo y nos muestra el sentimiento de aventura que para muchos era salir de casa, llegando a dejar escrito su testamento ante la incertidumbre de poder regresar sano y salvo: “Se va a ella o bien en calesa o bien en una pequeña diligencia que sale dos veces por semana. Corrientemente se prefiere este segundo medio como más seguro, porque a esta parte de los montes, como antes en Francia, se suele hacer el testamento cuando se va a emprender el más mínimo viaje. Este terror a los bandoleros debe ser exagerado porque, en una muy larga peregrinación por las provincias consideradas como las más peligrosas, jamás hemos visto nada que pueda justificar tal pánico. Sin embargo, este temor añade mucho al placer, os mantiene en alerta y os preserva del aburrimiento: os creéis estar haciendo una acción heroica y desplegáis un valor sobrehumano…. Un viaje en diligencia, la cosa más vulgar del universo, se convierte en una aventura, en una auténtica expedición. Salís, es cierto, pero no estáis seguros de llegar o de volver. Y eso significa algo en una civilización tan avanzada como la de los tiempos modernos, en este prosaico y desventurado año 1840”.
Más adelante, Gautier desarrolla su colección de miedos: «Un viaje por España sigue siendo una empresa peligrosa y fabulosa. Hay que exponerse, tener ánimo, paciencia y fuerza; uno pone en peligro a cada paso su vida; las privaciones de todo tipo, la ausencia de las cosas más indispensables para la vida, el peligro de ir por caminos realmente intransitables para cualquier persona menos para los conductores de mulas andaluces, un calor infernal, un sol capaz de haceros estallar el cráneo, son los más pequeños inconvenientes, porque tenéis además los facciosos, los ladrones y los hospederos, auténticos bandidos, cuya honradez está en relación con el número de carabinas que lleváis con vosotros. El peligro os rodea, os sigue, va por delante de vosotros. Constantemente estáis oyendo cuchichear alrededor de vosotros historias terribles y misteriosas: ¡Ayer los bandidos han cenado en esta posada; una caravana ha sido secuestrada y llevada al monte por los bandidos para obtener un rescate; Palillos está preparando una emboscada en tal lugar por el que tenéis que pasar!. En todo esto hay sin duda mucha exageración. Sin embargo, por muy incrédulo que uno sea, hay que conceder un cierto crédito, cuando en cada esquina del camino uno se encuentra con cruces de madera cargadas de inscripciones de este estilo: Aquí mataron a un hombre; aquí murió de mano airada, y otras por el estilo”.
Gautier, a pesar de todo lo que escribe, acaba atemorizado ante cualquier persona que se encuentra en una senda o en un camino. La soledad en medio de la nada da para alcanzar esos sentimientos. Lo que se reproduce a continuación lo escribe cerca de Jerez: «Con frecuencia se encuentran rateros, es decir, campesinos que, sin ser bandoleros profesionales, no dejan pasar la ocasión cuando ésta se presenta, y ceden al placer de desvalijar al viajero solitario. Estos rateros son más de temer que los verdaderos bandidos, que proceden con la regularidad de una tropa organizada, sometida a un jefe, y ahorran a los viajeros tener que pasar por un nuevo asalto en otro camino. Por otra parte, a nadie se le ocurre ofrecer resistencia a una banda de veinte o veinticinco hombres a caballo, bien equipados y armados hasta los dientes; y en cambio, si se lucha con dos rateros, se corre el riesgo de caer muerto o de salir mal herido. Y además, el ratero es quizá ese boyero que pasa, ese labrador que os saluda, ese muchacho desarrapado y bronceado que duerme o aparenta dormir bajo una débil franja de sombra en cualquier rincón de un barranco, o tal vez vuestro propio cochero que os está conduciendo a una emboscada. No se sabe, el peligro está en todas partes y en ninguna«.
El riesgo de ser robado no se limitaba solamente a los caminos. Las ventas y posadas también cobijaban delincuencia. Towsend advierte ya en 1786 que “una dificultad que experimentan los viajeros en España, para cerrar la puerta de sus habitaciones, procede de que es raro encontrar cerraduras en las posadas que no están en las ciudades o pueblos; por eso, las personas que se propongan recorrer España harán bien en procurarse cerraduras portátiles, que se ponen y quitan fácilmente”. Towsend era de la opinión de que no se debía dormir solo en una habitación de una venta o posada. De todos modos, que en una venta hubiera cuartos era algo excepcional.
Estrategias del viajero
¿Y qué se podía hacer para evitar ser presa de los salteadores?. Varias eran las estrategias:
1.- Esconder las monedas y las joyas
Fue una de las estrategias más comunes. Al fin y al cabo, el viajero de largo recorrido necesitaba llevar sus posibles encima o en su equipaje. Fue habitual llevar monedas cosidas en jubones, en la ropa interior o incluso en los zapatos.
“Aparecieron algunos ladrones… Me zarandearon bien, y también mi hatillo y mi jubón, con tanta violencia que pensaba que no saldría vivo; pero la gracia de Dios fue mi guarda porque tenía ochenta monedas húngaras de oro cosidas en las plantas de las calzas que llevaba y encima llevaba puestas las medias y los zapatos gastados, por lo que era difícil imaginar que miraran viendo mis zapatos y la facilidad con que caminaba” (anónimo polaco, 1595).
2.- Disfrazarse o teatralizar
La apariencia del viajero era un dato que podía orientar a los salteadores sobre la conveniencia de actuar o no. Los disfraces (generalmente de harapiento o de soldado o peregrino pobre) fueron variados y abundantes. Otros acompañaron esa estratagema con una buena actuación teatral, consistente en hacerse pasar por sordomudo, por enfermo o incluso por pobre de solemnidad, llegando a obtener en este caso limosna de los propios ladrones. Veamos algunos testimonios:
“Durante mucho tiempo, no quise creer en los bandoleros de España, en el presente no puedo dudar de ello, ateniéndome al testimonio de una víctima conocida. Mi compañero de viaje, el alemán, me contó que yendo en la diligencia de Málaga a Granada, el vehículo fue detenido por una banda de diez hombres a caballo, quienes, con la pistola en la mano, les rogaron a los viajeros muy civilmente que descendieran y que abriesen tanto sus bolsillos como sus baúles para darles el contenido. La resistencia fue imposible; los desgraciados viajeros fueron sorprendidos durante el sueño y desarmados; fue necesario cumplir la orden, si bien todo se hizo con perfecta gracia por parte de los señores bandidos. Se llevaron bolsos, relojes y trajes y acompañaron la operación con todas las fórmulas de educación que permite la lengua. Añadamos que estos señores eran de tal modo caballeros que no robaron un alfiler a las dos damas que estaban en el cupé y ni siquiera las hicieron bajar del coche; después extremaron su delicadeza hasta dejar a cada uno de los viajeros algunos duros para que así pudiesen continuar su ruta.
El alemán usó una treta que le salió muy bien: Se hizo el enfermo, apenas movió su cuerpo y logró así ocultar 1.200 francos en oro que estaban en un bolsillo. El suceso tuvo lugar de una manera tan natural dado que el mayoral, el zagal, todo se detuvo con tan absoluta sumisión, que los viajeros se quedaron convencidos de que aquellos hombres estaban de acuerdo con los bandoleros y debían tener su parte en el botín” (Paseos por España 1849-1850, de Joséphine de Brinckmann).
Un libro muy interesante es “Viajes y viajeros en la Europa Moderna”, de Antoni Maczak. Ofrece muchos testimonios de viajeros por Europa central en los siglos XVI y XVII. He aquí varios testimonios de viajeros asaltados:
“Fynes Moryson vendió previsoramente su caballo cuando se dirigió de Estrasburgo a París. Entonces se puso en camino a pie con su criado y vestido modestamente, como un pobre”. A pesar de eso no se libró, y acabó perdiendo su espada y su jubón, donde llevaba cosidas varias monedas de oro.
Sastrow, de vuelta de Roma, donde había ido como peregrino, ”cosió sus monedas de oro al cuello de su camisa… llevaba muy poco equipaje… todo para pasar por un soldado católico que iba con prisas a su lugar de concentración. Pasado el tiempo, sin embargo, hasta eso resultaba arriesgado y Sastrow comenzó a hacerse pasar por sordomudo, con gran eficacia”.
“Cuando se acercaba a Baden se encontró con dos harapientos armados. Él no tenía un aspecto mejor que ellos… (no sabían que tenía monedas de oro cosidas a su jubón)… Coyrat rápidamente decidió lo que tenía que hacer… se quitó cortésmente el sombrero y extendió la mano pidiendo limosna elocuente y humildemente a los amenazadores ladrones mientras balbuceaba algunas palabras en latín. La estratagema funcionó perfectamente. Totalmente desconcertados, le dieron a Coyrat unas monedas pequeñas”.
3.- Esconderse
Para caminantes en alerta permanente, esconderse ante cualquier posible peligro que viniera por el camino era también una opción, siempre que hubiera posibilidad de ello, claro.
José Antonio Adell y Celedonio García, en su libro de Historias de bandoleros aragoneses, relatan una historia muy curiosa, cuando el ganadero Josetón regresaba hacia las montañas desde Sabiñánigo, en cuya feria había vendido algunos animales. Al llegar a Monrepós el miedo se le apoderó por la presencia en esa zona del bandido apodado Chichón de Nueno. Estando junto a un copudo roble, “no muy lejos se oían galopar dos caballos. El señor Josetón no lo pensó y en pocos segundos se encaramó en el roble bajo el cual estaba, y en cuya espesa copa sería imposible que le sorprendieran. […] Al fin pudo ver dos jinetes (que no eran otros sino Chichón de Nueno y su hombre de confianza) que llegaban bajo el mismo roble, echaban pie a tierra provistos de un pico y una pala, y atando los caballos a un roble próximo volvieron bajo el árbol donde el señor Josetón esperaba su última hora.
Chichón de Nueno se dirigió a su acompañante y le preguntó mirando hacia arriba. ¿Subes tú o subo yo? El señor Josetón no esperó más y con palabras entrecortadas contestó: No… no suban… yo … yo… bajaré.
Oír esto los bandidos y dar un salto sobre los caballos que partieron al galope, fue obra de un instante. El señor Josetón tuvo que pellizcarse, pues creía que soñaba […] bajó del árbol […] y cuando al marchar alzó la vista para dar las gracias a aquel roble que salvó su vida, quedó petrificado: de una fuerte rama pendía el cadáver de un hombre con el rostro desfigurado por la terrible mueca de la horca”.
Para poder prevenir la presencia de malhechores en las inmediaciones, lo necesario era poder verlos desde lejos. Thomás Fernández de Mesa, autor del primer tratado sobre carreteras en España (1755), se quejaba de los caminos a baja cota rodeados de muros para delimitar las propiedades colindantes, y proponía que las nuevas carreteras estuvieran elevadas sobre el terreno natural y sin obstáculos laterales: “En un camino hondo, y cual suelen ser todos los de este reino, sumamente incomodado y perjudicial, porque los altos márgenes y muros que forman a un lado y otro los campos impiden la vista al caminante […] Fuera de que embarazado con tales parapetos no puede explorar ni prevenir a sus contrarios y ladrones, antes bien los mismos márgenes son como fortalezas donde puede defenderse y ofender el malhechor. Un solo hombre, puesto arriba, armado con las villanas armas de las piedras, es capaz de rendir e injuriar a muchos pasajeros bien pertrechados y cargados de todas armas, pues el que está en lo alto, con solo doblar el cuerpo, puede burlar el tiro, pero los que están debajo quedan al descubierto, sin saber si les conviene pasar adelante o atrás, o asaltar y subir, porque no puede ver cuántos le esperan”.
4.- Dar rodeos
Es lógico que el miedo aumentara en caminos que tenían que atravesar zonas boscosas. Hay que tener en cuenta que antes del siglo XX eran muchos los tramos con estas características, ya que la superficie forestada era mayor que ahora.
A título de ejemplo, el diccionario de Pascual Madoz, a mediados del siglo XIX, al tratar sobre el camino real entre Zaragoza y Valencia, en su tramo entre Albentosa y la venta de la Jaquesa, recomendaba abandonar el citado camino principal para resguardarse en la venta del Chopo (que se encontraba en el entonces camino de Rubielos de Mora a la venta de la Jaquesa, hoy carretera N-234), evitando un bosque de encinas que aún existe, por el que pasaba el camino real.
5.- Alquilar la compañía de un guía o arriero
Fue la solución más habitual para viajar por territorios poco conocidos o arriesgados. Muchos de los viajeros extranjeros que llegaron a España optaron por contratar arrieros o guías para que les acompañaran en su viaje. Algunos eran recomendados porque garantizaban en cierto modo la seguridad durante el viaje. Eran más caros, pero no tenían otra varita mágica que estar conchabados con los salteadores de la zona.
Uno de estos arrieros “seguros”, quizá el más famoso, fue Pepe Lanza. Fue citado por Gautier en 1840 y por Joséphine de Brinckmann al final de esa misma década. Ambos tuvieron claro el negocio del famoso Lanza. Comenzaremos por el testimonio de la valiente Joséphine:
“En espera de ello, señora, sed prudente y guardaos mucho de decir jamás demasiado alto cuál es el día de vuestra partida en tanto que viajéis por el sur de España. El hombre que así me hablaba era un funcionario público, más apropiado que cualquiera para saber la verdad de estas cosas. Como yo no quería en absoluto ir a Granada con la diligencia y le había consultado sobre qué carretera tomar menos peligrosa y más agradable, me aconsejó ir por Vélez-Málaga y Alhama y, sobre todo, tomar como guía a Pepe Lanza.
Con él, me dijo, no tenéis necesidad de escolta; Lanza es muy bien conocido por los ladrones de estas comarcas; él les hace pequeños servicios en la ciudad, les paga un tributo anual para que ellos le dejen pasar en paz y ellos le son fieles a su palabra. Desde hace cuarenta años que va a Granada con sus mulas una vez a la semana, nunca ha sido robado y es ciertamente el único arriero de toda Andalucía que puede decir tal cosa…
Salgo mañana para Granada, querido hermano, con el famoso Lanza, el cual responde de mí con su cabeza… Parto sin inquietud y sin escolta, pues Lanza es un buen mozo, que a pesar de sus sesenta años, tiene estatura para guerrear contra los gigantes. Espero, pues, escribirte desde Granada”.
Gautier, por su parte, conoció de primera mano el funcionamiento del negocio, pues en su viaje llegó a toparse con salteadores:
«No hay diligencia para ir de Granada a Málaga, y los únicos medios de transporte son las galeras o las mulas. Escogimos las mulas como más seguras y más rápidas, porque debíamos coger los atajos por las Alpujarras, para poder llegar por la mañana y tener tiempo para ir a la corrida.
Nuestros amigos de Granada nos indicaron un cosario llamado Lanza, un mocetón de buen aspecto y que además tenía muy buenas relaciones con los bandidos. Eso podrá parecer una recomendación bastante mediocre, pero no resulta lo mismo a este lado de los Pirineos. Los conductores de mulas y de galeras conocen a los ladrones, negocian con ellos, y mediante un canon de tanto por cabeza de viajero o por convoy, según las condiciones, obtienen el paso libre sin ser detenidos.
Estos arreglos son cumplidos por una y otra parte con una escrupulosa honradez, si esta palabra puede ser aplicada a tales transacciones. Cuando el jefe de la tropa que trabaja en esa parte del camino se retira acogiéndose a un indulto, o por otro motivo cualquiera, cede a otro su negocio y su clientela, cuida mucho de presentar oficialmente a su sucesor los cosarios que le pagan su contribución negra, para no ser molestados por inadvertencia. De esta manera, los viajeros están seguros de no ser despojados, y los ladrones evitan el riesgo de un ataque que muchas veces podría resultar peligroso. Cada cual saca su propio provecho.
Una noche, entre Alhama y Vélez, nuestro cosario se había quedado dormido sobre el cuello de su mula, al final de la fila, cuando de repente unos gritos agudos lo despertaron. Ve entonces brillar unos trabucos al borde del camino. No cabe duda, el convoy iba a ser atacado. Extremadamente sorprendido, se baja de su caballería, levanta con la mano las bocas de los trabucos y da su nombre. ¡Ah, perdón, señor Lanza!, dicen los bandoleros, confusos por su equivocación, no le habíamos reconocido. Somos gente honrada, incapaces de hacer tamaña falta de delicadeza, tenemos el suficiente honor como para no quitarle ni un solo cigarro puro.
Si por estos caminos no se va con un hombre conocido en aquellos ambientes, hay que llevar detrás una escolta numerosa y armada hasta los dientes; y eso cuesta mucho dinero y ofrece menos seguridad, porque corrientemente los escopeteros son ladrones retirados”.
En otras ocasiones, los guías eran simplemente antiguos bandidos o contrabandistas reconvertidos, que seguían manteniendo sus contactos con salteadores “en activo”. Sigamos con el viaje de Joséphine, ahora por Andalucía, donde le acompañó su guía Bernabé:
“Me trajeron un guía que me había sido recomendado como hombre intrépido, en caso de malos tropiezos, y además muy ventajosamente conocido por los rateros de aquellas comarcas, que no le deseaban más que el bien, y Bernabé es un verdadero ejemplar de guía y de andaluz. Antiguo contrabandista, tiene el talante guerrero y jovial y se consuela cantando de haber sido obligado a renunciar a su oficio que tanto quería y que le reportaba tan buenas pesetas, para hacerse simplemente arriero. Bernabé quiere ser también un verdadero caballero; no cesa de rodearme de atenciones y de homenajes llamándome su merced (vuestra gracia). Pero, por una de esas rarezas que se encuentran generalmente entre los españoles, el respeto no excluye una cierta familiaridad que no es de mi gusto, y la conversación de Bernabé hubiese tomado un cariz muy poco caballeresco si no le hubiese llamado al orden muy pronto. Por lo demás, es un excelente guía; sabe de memoria todos los senderos de Andalucía; es infatigable y perfectamente exacto. Voy a tomarlo también para mis excursiones hasta Málaga.
Al regreso, tuve la ventaja de encontrarme en los desfiladeros frente a frente con una celebridad de las comarcas, que desde hace mucho tiempo escapa a las persecuciones de la guardia civil. Al ver a aquel personaje sentado en una piedra al borde del sendero, con el brazo apoyado en una carabina armada y haciendo un movimiento casi amenazador ante nuestra llegada, me puse a pensar de inmediato que mi bolso, ya tan ligero, iba aún a aligerarse más, y le confesé a Bernabé mi sorpresa de que pasásemos sin embargo tan tranquilamente. ¡Ah, señora!, me dijo, este hombre es el famoso ladrón Mella; no os ha hecho nada porque él me conoce y me desea todo el bien; además sabe que antes de causaros algún mal, tendría que mantener conmigo una dura lucha. Comprendes que, después de lo sucedido, estuviera yo muy contenta de haber visto a aquella celebridad del bandidaje y sobre todo de salir de aquel encuentro sin dejarme nada. Mientras hacía mis reflexiones sobre las costumbres primitivas de aquel país, sobre las relaciones singulares que parecen existir entre los hombres honrados y los bandoleros, la conversación de Bernabé continuó asombrándome: Ved señora, me dijo, este lugar a la derecha del sendero; pues bien, hace dos meses fusilaron aquí a otro gran ladrón, muy amigo mío. ¿Cómo?, dije yo, ¿erais amigo de un ladrón, de un bandido, vos que sois un hombre honrado?. Señora, en verdad digo que era mi amigo porque un hombre que jamás me había hecho daño pudiendo hacérmelo y que siempre me ha dejado hacer tranquilamente mi pequeño comercio de contrabando, debo mirarlo como a un amigo; así, os podéis fiar de mí para ir a todos los sitios que queráis; Bernabé es demasiado conocido para que ningún ladrón piense en atacar a los viajeros que se confían a él.
Comencé a pensar que podía haber algo de verdad en lo que me contaron en Cádiz: Que había en Andalucía ciertos arrieros, muy ventajosamente conocidos por los bandidos de las comarcas, que les hacían servicios, encargos en las ciudades y que les pagaban un ligero tributo. Entonces, en estas condiciones, estos arrieros y los escasos viajeros que se aventuran en el interior de las provincias bajo su conducción, pueden en efecto hacerlo con la esperanza muy fundada de no dejar allí ni su bolsa ni su vida”.
6.- Armarse (con armas, además de valor)
Estos casos como el de Pepe Lanza o el de Bernabé fueron extremos. Los viajeros de los siglos XVIII y XIX citaron numerosos casos de guías absolutamente honrados, que cumplieron con su cometido. Joséphine de Brinckmann relata un viaje nocturno con su guía José, eso sí, bien armados por si las moscas…
“Cuando Moreno hubo descansado, así como su compañera y José, y los tres tuvieron el estómago más satisfecho que el mío, nos pusimos de nuevo en marcha. Eran las nueve. La noche era magnífica aunque un poco fresca, la luna comenzaba a asomar y daba otro aspecto a aquella naturaleza que me había parecido tan triste por la mañana. Atravesamos un bosque de pinos cuyos recodos conocía José afortunadamente. Este hombre conoce perfectamente su provincia, pues nos encontramos tanto con los caminos como con los senderos poco visibles y con frecuencia vamos campo traviesa. En el silencio de la noche y la soledad del bosque, confieso que las historias de bandoleros me volvían a la mente; sin embargo, me sentía muy fuerte y dispuesta a la resistencia y aunque sin dar crédito alguno a los relatos de viajeros, me puse a la defensiva. Mis dos buenas pistolas de Lepage estaban dispuestas a cumplir su deber; José tenía su carabina bien cargada y su navaja tenía longitud para atravesar al bandido más grueso. Yo marchaba con tranquilidad, pero observando el campo a mi alrededor. José me decía con frecuencia: Señora, no tenga miedo, no hay malas gentes en nuestra vieja Castilla, y además estáis confiada a un español y ello quiere decir que os defenderé hasta la muerte.
Nos acercábamos a Segovia y nos encontramos en medio de masas de rocas que bordeaban el camino a cada lado. Te confieso que hice serias reflexiones al ver descender a José de la mula, descolgar su carabina que estaba en la silla y armarla, siempre sin decir palabra; yo escuchaba, miraba por todos los lados y no veía nada, no escuchaba nada, por lo tanto pensé que José debía tener razones para ponerse a la defensiva. A la pregunta que le hice cuando pensé que no había nada que temer, José me respondió que era por precaución, puesto que si allí había algunos vagabundos, algunos malhechores, se esconderían en los huecos de las rocas”.
En otras ocasiones el viajero practicaba la autodefensa o se unía a su armada compañía:
«Normalmente, en una jornada de viaje se llega hasta Carmona. Debido al mal estado del camino sólo pudimos hacer la mitad y llegar a esta venta. Aproximadamente una legua antes nos encontramos con un coche de franceses que iban muy bien armados. Nos dijeron que deberíamos tener cuidado, pues habían visto cuatro jinetes que no se habían atrevido a atacarlos. Ya el día antes, cuando volcamos, unos muleros nos habían dicho lo mismo. Gropius y Achard, que viajaban con nosotros, se bajaron, nos armaron con pistolas y sables y marcharon al lado de los soldados que nos acompañaban. El lugar es muy propicio para semejantes ataques de bandoleros, dado que solo hay plantaciones de olivos a ambos lados. Para colmo, era un día muy lluvioso y ventoso que incluso empeoró a la caída de la tarde. Por suerte no ocurrió nada” (Wilhelm von Humboldt, 1800).
En todo caso, era imprescindible no despistarse nunca en zona boscosa. En 1786, J. Towsend recorrió el antiguo camino de ruedas entre Madrid y Zaragoza. Cerca de Anchuela (Guadalajara) dejó escrito lo siguiente: “En todo el camino sobre esas montañas desiertas y en sus valles adyacentes no se presenta ningún objeto para recrear al viajero fatigado; no había allí ninguna casa, ningún árbol, excepto la sabina, el enebro y una especie de cedro especial de esta comarca; pero de tiempo en tiempo algunas cruces venían a recordarle que era mortal. En cuanto a nosotros, teníamos bien poca cosa que temer, porque íbamos bien armados, excepto en los momentos en que preferíamos andar y dejábamos al coche detrás de nosotros; pero algunos oficiales que pasaban por ese camino, encontrándose a alguna distancia de su coche en el que, sin sospechar peligro, habíanse dejado sus espadas fueron, en el momento en que entraban en un bosque, atacados y despojados por los ladrones, que se escaparon inmediatamente hacia lo más frondoso del bosque”. Un tiempo después, cerca de Villacastín, el mismo viajero escribió: “Cargamos nuestras pistolas en Villacastín, antes de atravesar un bosque de encinas, famoso por los ladrones y lleno de cruces fúnebres. Desgraciadamente mi conductor tomó la delantera y perdimos de vista al otro coche, que nos seguía. Habíamos escalado la montaña y estábamos en el sitio más frondoso del bosque, cuando a cierta distancia, a nuestra derecha, vimos dos individuos con mosquetes que cruzaban rápidamente el camino para venir a nuestro encuentro; pronto nos hubieron alcanzado y el conductor se detuvo. Eran dos mendigos que exigen dinero a todos los viajeros, bajo el pretexto de protegerlos contra los ladrones. Según lo que nos dijeron, son de una familia que recibió de Felipe V la comisión de guardar ese paso peligroso”. Ingenuamente, prosigue Towsend “pero seguramente si estuviesen empleados por el Gobierno llevarían algún uniforme o por lo menos tendrían algunas señales para distinguirlos de los ladrones”.
7.- Alquilar una escolta
En muchas ocasiones, algunos viajeros pudientes contrataron escopeteros o soldados como escolta. En el caso de no poder hacerlo, no faltaron los caminantes que se unieron a grupos de arrieros con sus recuas de mulas para ir más seguros con gente que iba armada. El alquiler de servicios de seguridad no excluyó a soldados del ejército ni a la guardia civil, como veremos en algunos testimonios.
“El coronel ordenó a uno de sus soldados, armado con un fusil y un sable, que nos acompañara a Granada […] debido a que este camino atraviesa montañas apenas habitadas y por las que a menudo viajábamos hasta treinta millas sin ver un alma o una casa. […] En algunas ocasiones ocurre que bandas de entre doce y veinte bandidos atacan a los viajeros. […] En ocasiones, los viajeros permanecen una semana o más en una ciudad, esperando la oportunidad de reunirse con otros carruajes y escoltas que vayan en la misma dirección, así que con frecuencia llega a Granada una partida de catorce o quince coches formando una especie de caravana” (Twiss, 1773).
“Llegamos al fin de esa aburrida mañana a una casa aislada o venta, en la cual nos vimos obligados a preparar nuestra comida. Hallamos allí un grupo de soldados que allí se habían estacionado para proteger ese país y perseguir a los ladrones, acostumbrados a considerar esa parte de Aragón, como estando abandonada a ellos, con una entera libertad de robar a los que se atreven a atravesarla. Los soldados reconocieron a nuestro coronel y nos ofrecieron escoltarnos en nuestro camino; pero como éramos cuatro, tres de ellos oficiales bien armados, creímos que era inútil aceptar su ofrecimiento” (J. Towsend, cerca de Candasnos, 1786).
«A medida que avanzábamos el paisaje se hacía cada vez más árido y más desértico; y no dejamos de experimentar un sentimiento de satisfacción interior cuando vimos en un puente de piedra los cinco cazadores a caballo que debían servirnos de escolta, porque hace falta escolta para ir de Madrid a Toledo” (Gautier, 1840).
“Durante el camino, don Guzmán me mostró un lugar donde la semana pasada a unos pobres arrieros les robaron sus mulos y todo lo que llevaban. Recibí un consejo que estoy muy dispuesta a seguir: el no viajar por la provincia de Málaga sin escolta, dado que hay un peligro real, al menos al adentrarse en el interior, como yo hago… Por orden del comandante de Algeciras, el de la plaza de Ronda me da una escolta de dos lanceros para atravesar estas comarcas que son, según la expresión de Bernabé, muy malsanas” (Joséphine de Brinckmann, 1849-1850).
En Orihuela, la misma escritora tuvo compañía de la propia guardia civil: “A la mitad, más o menos, del camino de Orihuela mis guardias civiles descendieron de la tartana para así velar mejor por mí, decían ellos. Hay en estas comarcas un famoso bandido llamado Ornero, al que persiguen continuadamente sin lograr alcanzarlo; la guardia civil tiene la orden de fusilarlo en el acto.»
Hay muchos testimonios de la contratación de una escolta de soldados, generalmente previa solicitud al comandante. La paga de los soldados era escasa, y en algunas zonas se complementaba con el servicio de escolta.
“Algunos dicen que el único medio para erradicar el bandidaje en España sería hacer responsables a las aldeas. Pero dada la gran distancia que existe entre éstas (entre Perelló y Cambrils, por ejemplo, hay 7 leguas sin ninguna población) esto resultaría muy difícil…. Nosotros tomamos dos soldados de infantería en Valencia y aquí hasta Hospitalet tomamos otro de a caballo” (Wilhelm von Humboldt, 1800).
«Debíamos comer y dormir en Ocaña para esperar allí el correo real y aprovechar su escolta, juntándonos con él, porque íbamos a entrar en La Mancha, infestada entonces por las bandas de los Palillos, los Polichinelas y otra gente «honrada» con la que más vale no encontrarse. Paramos en una posada de buen aspecto, con un patio de columnas cubierto con un magnífico tendido, cuya tela, lo mismo cuando estaba doblada que cuando estaba desplegada, formaba dibujos y simetrías según el grado de transparencia… … Después de cenar, mi compañero Eugenio y yo… subimos de nuevo a nuestras habitaciones, bastante entristecidos y preocupados por las diferentes historias de ladrones que habíamos oído relatar en la mesa y que, entendidas a medias, nos parecían de lo más terrible.
Tuvimos que esperar hasta las dos de la tarde la llegada del correo real, porque no habría sido prudente ponernos en camino sin él. Teníamos además una escolta especial de cuatro hombres a caballo armados con trabucos, pistolas y grandes sables. Eran unos hombretones de alta estatura, con unas caras características enmarcadas en unas enormes patillas negras, con sombrero puntiagudo, anchos cinturones rojos, calzones de terciopelo y polainas de cuero, que tenían más aspecto de bandoleros que de guardias, y que era muy acertado llevar consigo, por miedo a encontrarse con bandidos de verdad.
Veinte soldados amontonados en una galera seguían el correo real. Una galera es una carreta sin suspensión, de dos o cuatro ruedas. Una red de esparto sirve de fondo. Esta descripción sucinta os hará juzgar de la postura que en que tenían que ir estos pobres desgraciados, obligados a mantenerse en pie y a agarrarse con las manos a los adrales para no caer los unos sobre los otros. Añadid a esto una velocidad de cuatro leguas a la hora, un calor sofocante, un sol que caía de lleno perpendicularmente, y estaréis de acuerdo en que se requiere un fondo de un buen humor heroico para encontrar esta situación divertida. Sin embargo, estos pobres soldados, apenas cubiertos con unos jirones de uniforme, el vientre vacío y sin otra cosa para beber más que el agua caliente que llevaban en la cantimplora, sacudidos como ratas en una ratonera, no hicieron más que reír a carcajadas y cantar durante todo el camino. La sobriedad y la paciencia de los españoles para aguantar el cansancio es algo realmente prodigioso… Estos soldados carecían de pan y de calzado, pero en cambio tenían una guitarra» (Théophile Gautier, 1840).
En Europa también abundó la picaresca. El relato siguiente se dio en Abbeville, al norte de Francia, y no tiene nada que envidiar a las estrategias de nuestro Pepe Lanza:
“Le di las gracias y acepté su propuesta (efectuada por el comandante de un puesto, la propuesta era pagar a cada soldado una moneda de oro). Al día siguiente me envió diez soldados bien armados, y cuando ya habíamos avanzado unas cuatro leguas y subíamos una colina, uno de ellos me dijo “señora, mire pero no tema”. Todos se acercaron a una tropa de caballería de unos cincuenta o más, que montaba buenos caballos y que después de un intercambio de palabras se retiró de nuevo a los bosques. Cuando llegamos a lo alto de la colina le pregunté cómo era posible que se hubieran vuelto tantos hombres bien armados, teniendo tan pocos en contra; cuando lo oyó se echó a reír y dijo: Señora, somos todos de la misma compañía y estamos acuartelados en esta ciudad. La verdad es que nuestra paga es escasa y nos vemos obligados a ayudarnos unos a otros de esta manera. Pero tenemos la norma de que si una parte de nosotros escolta a alguien, el resto de la compañía no los molesta nunca y los deja pasar libremente” (Lady Fanshwave).
8.- Viajar con poco dinero: las letras de cambio
La mejor estrategia fue llevar poco dinero encima, pero poder conseguirlo en determinadas ciudades durante el viaje. El gran invento mercantil fue la letra de cambio, que ya aparece en Italia en el siglo XII y en los reinos de la península Ibérica algo después. El funcionamiento es muy sencillo y se basa en un contrato entre cambistas, comerciantes o banqueros residentes en ciudades distintas. El viajero que iba a iniciar un viaje entregaba una cantidad de dinero en su ciudad a un comerciante o banquero, que libra la letra de cambio por un importe determinado de dinero para ser pagado en otra ciudad por otro comerciante o banquero que mantiene relación comercial con el primero o es su corresponsal. La letra de cambio era el documento que reconocía la entrega de la cantidad al librador, que prometía reintegrarla en la otra ciudad. Antiguamente, el librador emitía además una carta y la enviaba a su corresponsal en la ciudad de destino ordenando el pago. En esta carta solía describir también alguna característica física del viajero, asunto importante para aumentar la seguridad. Con este sistema se obtenía además moneda de curso legal en el destino, si bien menguando la cantidad a causa de las comisiones del cambio.
La letra de cambio ofrecía más seguridad al viajero, pues los salteadores buscaban dinero o joyas, no un documento que era ilegible para la mayoría de ellos.
«Nuestros hosteleros tenían aspecto ligeramente de patibularios, aunque desde hace ya tiempo no le dábamos importancia, acostumbrados como estábamos a fisonomías más o menos hoscas. Sin embargo, un fragmento de su conversación que pudimos captar nos reveló que sus sentimientos se correspondían con su físico. Preguntaban al escopetero, creyendo que no entendíamos el español, si no cabría dar un golpe contra nosotros, yendo a esperarnos unas leguas más allá. El antiguo asociado de José María les contestó de manera perfectamente noble y majestuosa: no lo consentiré, pues estos jóvenes señores vienen conmigo; y además, como piensan que podrían ser robados, no llevan encima más que el dinero estrictamente necesario para el viaje, y lo demás en letras de cambio negociables en Sevilla» (Théophile Gautier en La Carlota, 1840).
“Me alejé de París sin pena, gozaba de buena salud y tenía heno en mis botas, es decir, un centenar de luises en el bolsillo y una letra de cambio de ocho mil libras sobre Burdeos. Llegado a esta última ciudad, cambié mi letra de cambio por otra del mismo valor sobre Madrid” (J. Casanova, 1767).
De todos modos, la opinión sobre la elevada comisión que se quedaban los banqueros fue expresada claramente por Victorio Alfieri hacia 1770, a pesar de que a un banquero francés afincado en Barcelona, le había regalado previamente su caballo: “Y aquí, para definir y demostrar cuál sea el corazón de un publicano, añadiré un caso particular. Habiéndome sobrado como unas trescientas doblas de oro de España que, según las severísimas pesquisas que se hacen en la aduana de la frontera al salir de España, difícilmente hubiera podido sacar, por ser cosa prohibida, requerí al susodicho banquero, después de haberle regalado el caballo, que me diese una letra de aquella suma pagable en Montpellier, por donde me tocaba pasar. Y él, para testimoniarme su agradecimiento, recibidas mis doblas contantes y sonantes, me extendió una letra con todo el máximo rigor del cambio que se hacía en aquella semana, de modo que después en Montpellier, descontada la suma en luises, me encontré con menos de un siete por ciento de lo que hubiera llevado mis doblas efectivas. Mas no necesitaba de modo alguno haber experimentado esta cortesía banqueresca para formar mi opinión sobre esta clase de gente, que siempre me ha parecido de las más viles y pésimas del mundo social”.
La memoria en los caminos: horcas y cruces
Lo de hacer testamento antes de salir no era muy descabellado. El viajero iba a ver durante su viaje cruces y horcas que le iban a devolver a una cruda realidad. No todos los fallecidos en los caminos fueron asesinados por salteadores o maleantes, ni mucho menos. Los accidentes, enfermedades, insolaciones, falta de agua (o ahogamientos por exceso de ella) o las congelaciones fueron la causa de la mayor parte de muertes. No obstante, a los viajeros les impresionaba la presencia del religioso pero tétrico recuerdo junto al camino.
“Una vez montado en el carruaje, pasé por los pueblos de Concud y de Caudé. Encontré varias crucecitas plantadas a lo largo del camino; se colocan en estos lugares para indicar a los viajeros que alguno ha muerto o ha sido asesinado en ese lugar. No cabe equivocación, estas cruces son la marca de algún homicidio allí cometido. Una vez colocadas, los habitantes las cuidan y las perpetúan para obligar a los transeúntes a rezar por el descanso del alma del difunto, cuyo nombre está escrito rudimentariamente en los brazos de la cruz. Si se encuentra en un rincón del bosque o en un camino importante el cuerpo de un hombre asesinado, se planta una cruz en el lugar en señal de misericordia. Esta cruz pide al samaritano una lágrima por un desdichado y al viajero una oración por su hermano” (J. Branet, 1797).
“En Cataluña los caminos se miden por horas, de tal manera que tres horas hacen dos leguas. En el trayecto de ayer y en los días anteriores vimos con frecuencia, al igual que en Andalucía y Granada, muchas cruces en los caminos, cruces que se habían plantado allí donde había muerto gente. Aquí la mayoría de ellas tenían la inscripción «aquí murió», varias de ellas «aquí se ahogó»… y frecuentemente «aquí mataron». Una inscripción de esta última especie la encontré directamente fijada en el muro de una aldea» (Wilhelm von Humboldt, “1800).
“A un lado del camino veíanse cruces de madera, para señalar el sitio donde algún desgraciado viajero había perdido la vida. Los pasajeros miran como un acto de piedad el arrojar una piedra sobre esa especie de monumento, para mostrar, según algunos, que aborrecen y detestan al asesino, o según otros, para cubrir las cenizas del muerto” (J. Towsend, por los Monegros, camino de Zaragoza, 1786).
Nuestro conocido Théophile Gautier dejó también unas citas en 1840 sobre estos hitos del camino:
«A la vuelta de un puente muy a propósito para una emboscada de bandoleros, vimos una pequeña columna con una cruz: era el monumento elevado a la memoria de un pobrecillo que había acabado sus días en esta estrecha garganta, «por causa de mano airada» (en Santa María de las Nieves).
«Íbamos a través de un verdadero camposanto. Las cruces por muertos asesinados aumentaban de una manera que producía terror. En algunos sitios se llegaban a contar hasta tres e incluso cuatro en un espacio de menos de cien pasos. Aquello no era un camino, sino un cementerio… Varios de estos siniestros monumentos llevaban fechas ya antiguas; pero lo cierto es que mantienen la imaginación del viajero siempre despierta, y al menor ruido le hacen estar atento y ojo avizor, impidiendo así que se pueda aburrir un solo momento. En cada recodo del camino, basta que aparezca una roca de forma sospechosa o un grupo cualquiera de árboles para que uno se diga: quizá por ahí anda escondido algún bandolero que me puede estar apuntando y que va a hacer de mí el pretexto de una nueva cruz para edificación de los que pasen por aquí y de los futuros viajeros”.
No solo eran cruces lo que el viajero encontraba por los caminos. Hubo épocas en las que los restos de delincuentes ejecutados se expusieron a la vista de todos. Nos lo dice Gautier: «No lejos de esta venta, a la derecha del camino, se alzaban unos pilares donde estaban expuestas tres o cuatro cabezas de malhechores, espectáculo siempre tranquilizador y que prueba que se está en un país civilizado» (En Valdepeñas).
Por su parte, el cronista y arquero real Henrique Cock relató en 1586 que “a dieciséis de abril, uno de los bandoleros que se había hallado en el despojar de los cortesanos que iban a Montserrat, por sentencia condenado a muerte, cortadas primero las orejas al rollo, fue degollado en un cadalsillo a manera de puerco y después cortado en cuatro partes y puesto en camino público, dio ejemplo a otros”. Es difícil dilucidar quién era más salvaje…
Más memoria: toponimia de la delincuencia
En la geografía española se mantienen un buen número de topónimos relativos a ladrones y bandoleros. Son un recuerdo de avatares desagradables de caminantes y vecinos de los pueblos próximos, que permanece en nuestros mapas.
Muy común es el barranco de los Ladrones (Huete, Villagordo del Cabriel, Villel, Villanueva, Purujosa, Alhama de Granada o Tarancón), sin menospreciar la cueva de los Ladrones (Purujosa, Bicorp, Los Tojos, Sena de Luna, Camarasa o La Morera de Montsant) o el arroyo de los Ladrones (Boadilla del Monte, Viso del Marqués o Cantalojas). Por supuesto, no puede faltar el camino de los Ladrones (Alcázar de San Juan, Alesanco, Brihuega, Herencia, Pedrosa de Duero, Población de Campos, San Asensio, Denia, Almassora o Castellón) o la más modesta senda de los Ladrones (Oliva o Sagunto). Existe un Vallejo de los Ladrones (Lezuza), una Piedra de los Ladrones (Vara de Rey), un Puig Ladrones (Lanaja), la Cuesta de los Ladrones (Erandio), el Coll de Ladrones (Canfranc), varios parajes con el nombre de Ladrones (Alcañiz, Arcicóllar o Barcarrota) y hasta un puente de los Ladrones (Erandio) y un lago (Espot).
La toponimia no se olvida tampoco de los bandoleros. Tienen su camino (Freginals), sus cuevas (Pajaroncillo, Olocau o Bolulla) y sus parajes (El Hoyo de Pinares, Las Valeras o San Andrés del Rey).
A título de ejemplo, el barranco de los Ladrones de Villel desemboca en el río Turia en una zona en la que cualquiera que circulara por el camino no tenía escapatoria, al discurrir dicho camino paralelo al río por un lado y a unas escarpadas laderas por el otro.
La lucha contra los salteadores: la Santa Hermandad, los Migueletes, la Guardia Civil… y los peones camineros.
Una creación muy importante de los Reyes Católicos en materia de caminos fue la constitución de la Santa Hermandad (en Castilla en 1476 y en Aragón en 1487) para garantizar la seguridad de los caminos y despoblados. Se trató de uno de los primeros cuerpos policiales de Europa, antecedente de la actual Guardia Civil. La Santa Hermandad fue disuelta en 1834.
Estos soldados se distinguían por su uniforme: un chaleco de piel hasta la cintura y unos faldones que no pasaban de la cadera. El chaleco dejaba al descubierto las mangas de la camisa, que eran verdes. Popularmente eran conocidos como cuadrilleros, porque iban en cuadrillas (cuatro soldados), o mangas verdes, porque el color verde de sus mangas los identificaba de inmediato (de ahí viene el dicho “a buenas horas, mangas verdes”, cuando alguien llega tarde a alguna cita o su presencia ya no es imprescindible).
Los cuadrilleros de la Santa Hermandad eran sostenidos por los concejos, pero era una institución oficial ligada a la monarquía. Por eso, la desobediencia a la Santa Hermandad era considerada como una falta a la autoridad real. Don Quijote se las ve con los cuadrilleros en algunas escenas. En una ocasión, cuando tratan de detenerle por haber liberado a los galeotes, coge por la garganta a un cuadrillero y a punto está de estrangularlo. En el Quijote muestra Cervantes su poca confianza en esta justicia oficial.
Al margen de los cuadrilleros de la Santa Hermandad, la preocupación de las autoridades por la inseguridad de los caminos viene de antiguo. Los Migueletes nacieron durante la guerra de Sucesión y evolucionaron en el siglo XIX como cuerpo destinado a la vigilancia rural, en especial de los caminos, contra la presencia de bandoleros. Así los describió Richard Ford en la década de 1830: “son la versión moderna de la Hermandad que constituía la antigua policía rural armada de España. Van a pie, como una especie de gendarmería desmontada, y están sometidos a la jurisdicción militar. Sus miembros son jóvenes escogidos y sumamente activos y van vestidos con una mezcla de estilos que es mitad uniforme y mitad traje de majo. Sus polainas son negras en lugar de amarillas y sus chaquetas azules bordeadas de rojo. Están bien armados con una escopeta corta y la canana o cinta en torno al vientre en el que se guardan los cartuchos […] llevan también una espada, una cuerda para atar a los presos y una sola pistola metida en la faja”. Continúa Ford informando que era habitual que el indulto de algún ladrón llevara la condición de alistarse como miguelete, o sea, “poner a un ladrón contra un ladrón”.
He aquí dos testimonios anteriores a la creación de la guardia civil:
«El camino hasta el col, desde la venta de la Platera, es desierto y espantoso. Se pasa un desfiladero largo, rodeado de montañas. El desfiladero, el desierto de todo este terreno y los arbustos con los que están cubiertos éste y la montaña, hacen esta jornada de viaje muy peligrosa para el viajero a causa de los asaltos. De hecho ocurren muchos cada año en todas las estaciones del año. El Gobierno intenta poner fin a esta inseguridad mediante patrullas y tanto en la venta de la Platera como en Hospitalet hay partidas de caballeros que en parte sirven de escolta a los viajeros, en parte están constantemente patrullando. Bien es verdad que estas patrullas solo ayudan allá donde están. Los jinetes mismos dicen que ellos nunca ven a los ladrones«. (Wilhelm von Humboldt, 1800).
«A partir de Cacín el camino se hizo horriblemente malo. Nuestras mulas tenían piedras hasta la panza produciendo con las pezuñas cantidad de chispas. Subíamos, bajábamos, caminando al borde de precipicios, trazando zigzags y diagonales, porque ya estábamos en las Alpujarras, inaccesibles soledades, montañas escarpadas y ariscas… En un recodo del camino tuvimos un instante de gran temor, pues, gracias a los resplandores de la luna, pudimos ver siete hombres vestidos con largos mantos, el sombrero puntiagudo en la cabeza, el trabuco al hombro, inmóviles en medio del camino. La aventura que estábamos esperando desde hacía mucho tiempo se presentaba con todo el romanticismo posible. Desgraciadamente, los bandidos nos saludaron muy cortésmente con un respetuoso ¡Vayan ustedes con Dios! Eran precisamente lo contrario de ladrones, pues se trataba de miqueletes. ¡Oh, amarga decepción para dos jóvenes viajeros entusiastas que muy a gusto habrían pagado una aventura con el precio de sus equipajes!» (Gautier, 1840).
Heredero de las competencias de la Santa Hermandad, que había sido disuelta en 1834, fue creado el cuerpo de la Guardia Civil mediante un Real Decreto de 28 de marzo de 1844. La organización del cuerpo fue encargada al II duque de Ahumada (Francisco Javier Girón y Ezpeleta de las Casas y Enrile), que era mariscal de campo e inspector general militar. El 20 de diciembre de 1845 aprobó la Cartilla del Guardia Civil que, con alguna pequeña modificación posterior, ha llegado hasta hoy como Reglamento para el Servicio de la Guardia Civil. En su indumentaria destacó desde el principio la adopción del sombrero de tres picos, de origen francés: el tricornio. El principal objetivo de la creación del cuerpo de la Guardia Civil fue intentar resolver al grave problema de la seguridad en el ámbito rural, que incluía, lógicamente, la de los caminos. De hecho, la primera intervención destacable tuvo lugar en Navalcarnero, el 12 de septiembre de 1844, al evitar el asalto a la diligencia de Extremadura.
La lucha contra el bandolerismo fue el principal objetivo de la guardia civil en el siglo XIX. Se puede afirmar que a finales de ese siglo estaba controlado.
“Lo que es completamente cierto es que de los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo, y que hoy los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles, nombre que se da a un cuerpo de tropas reclutadas entre los mejores individuos del ejército, y encargados de velar por la seguridad de los caminos. Los civiles, cuyos uniformes se parecen a los de nuestros gendarmes, van siempre por parejas. Se les considera mucho en todas partes, a causa de los valiosos servicios que prestan al país” (Charles Davillier, 1862).
“Andalucía se ha llenado de salteadores de caminos. Estos hombres, habituados a una vida de aventuras, no pueden sujetarse al trabajo, a una vida regular, y se hacen ladrones. En los caminos o en los desfiladeros de las montañas hay que estar alerta y no ir más que acompañado. La guardia civil les combate duramente y ha destruido a muchos de ellos” (Joséphine de Brinckmann, 1849-1850).
Colaboradores de la guardia civil en los caminos fueron los peones camineros, que estuvieron armados hasta el reglamento de 1903. Lógicamente, su presencia en las nuevas carreteras era continua y bien distribuida. Desde 1790 los peones camineros tuvieron la consideración de guarda jurado, con la autoridad correspondiente.
“No olvidemos colocar a su lado (de la guardia civil) a los peones camineros, que llevan en su sombrero una gran placa de cobre indicadora de su profesión. Además del azadón y de la pala, van armados de una escopeta para mantener a raya a los rateros” (Charles Davillier, 1862).
Los Reglamentos del siglo XIX obligaban al caminero a vigilar el cumplimiento de las normas de policía de carreteras y a colaborar con las autoridades en la detención de malhechores:
“El peón caminero que hallare en el camino alguna persona sospechosa deberá exigirle el pasaporte, y de no tenerle la conducirá al pueblo de su jurisdicción o a las casas de postas o posadas públicas inmediatas, dando parte al alcalde para que se haga cargo de la persona detenida… Lo mismo hará con la persona o personas que encontrase delinquiendo” (Reglamento de 1842).
“El peón capataz pasará aviso a los Alcaldes de los pueblos inmediatos o guardia civil cuando aparezcan malhechores en la línea de su trozo, dando las noticias que tenga acerca de su número y de la dirección que hayan tomado” (Reglamento de 1867).
Síndrome de Estocolmo
De Gautier se han reproducido muchas citas relacionadas con los salteadores (eran una auténtica obsesión para este viajero escritor). Tanto abundó en sus citas que al final parece como que adquiriera el síndrome de Estocolmo. Pobres bandidos, que “trabajaban” en territorios pobres…
«Viendo tan miserables chabolas, uno se llega a compadecer de los ladrones obligados a vivir del robo en un país donde en diez leguas a la redonda no se encontraría nada para preparar un huevo pasado por agua. Los recursos que pueden proporcionar los asaltos a las diligencias y a los convoyes de galeras son realmente insuficientes; y estos pobres bandoleros que andan por La Mancha deben a menudo contentarse para su cena con un puñado de esas bellotas dulces que harían las delicias de Sancho Panza… La venta en la que paramos para vaciar dos o tres jarras de agua fresca se preciaba también ella de haber alojado al inmortal héroe de Cervantes…» (Gautier, 1840).
Y como este artículo se escribe desde Teruel, bueno es terminar contagiado del síndrome rememorando a tres de los bandoleros que actuaron en esta despoblada provincia. Aprovecho para añadir que la práctica totalidad de salteadores llevaban su mote o apodo, cuya mención era terrorífica en el territorio de sus acciones. No desmerecen los motes de estos tres turolenses: el Greñicas, el Floro y Mediaoreja.
Muy interesante y variada la colección de testimonios de los viajeros.
Si se quisiera ver más del fenómeno, no está mal la obra (de fines del XIX) «El bandolerismo: Estudio social y memorias históricas», de Julián Zugasti.
De todas las formas, esos eran los bandoleros “honrados” que, al menos, se jugaban la vida con su “trabajo”.
Pero, alrededor de los caminos, no han desaparecido los bandidos, y ahora seguimos viendo y oyendo muchas referencias en periódicos, radios y televisiones. Claro, que, en lugar de arrastrarse por los campos, como el pobre Pernales hasta caer en la sierra de Alcaraz acompañado por el Niño del Arahal, ahora ocupan despachos ilustres o viajan en deportivos de lujo.