Sorpresa. Un automóvil
Nos vamos a ir a 1906.
Está muy avanzada la construcción de la red principal de carreteras en España. Todas estas carreteras han sido construidas pensando en los usuarios que hasta ese momento iban a tener: peatones, arrieros con recuas de mulas, carros y galeras con tracción animal y algunas diligencias. La mayor parte de estas carreteras se han caracterizado por tener un buen trazado en alzado, procurando no pasar del 6% de pendiente siempre que fuera posible, lo que se hacía pensando más en la peligrosidad de las bajadas que en el esfuerzo de las subidas. En cuanto al trazado en planta, daba igual que para conseguir una adecuada pendiente se tuvieran que trazar curvas de escaso radio: la velocidad era tan pequeña que no había problemas de derrapes o de vuelcos.
Y en estas estábamos cuando apareció el automóvil. Cierto es que buena parte de los españoles habían visto circular a los convoyes ferroviarios, con su ruidoso estrépito y su increíble velocidad, envidia de los que circulaban a una legua por hora por las carreteras. También algunos (los menos) habían visto circular algún locomóvil a vapor por la carretera, más como demostración que como medio de transporte. Por ejemplo, el locomóvil Castilla, importado por Pedro Ribera, había realizado un viaje entre Valladolid y Madrid en noviembre de 1860. El locomóvil alcanzó los 15 km/h en terreno llano, pero tardó 20 días en llegar a Madrid. Eso sí, su entrada por la puerta de Segovia convocó a cientos de madrileños curiosos. En realidad, los locomóviles fueron los antecesores de los modernos tractores agrícolas y, de hecho, fueron utilizados preferentemente para esas tareas.

Seguimos en 1906.
Habían pasado pocos años desde que Daimler fabricara su primer motor de explosión de gasolina (1883) y lo instalara en una bicicleta en 1885, creando la primera motocicleta. En ese mismo año, Karl Benz había patentado un triciclo con motor de explosión de cuatro tiempos. El desarrollo de los vehículos automóviles había comenzado. Por cierto, el primer viaje en vehículo moderno fue protagonizado por una mujer, Bertha Benz, esposa del inventor. Fue un viaje de unos 96 km entre Mannheim y Pforzheim (en la Selva Negra, donde vivía su madre). Tuvo que superar muchas dificultades, reparar ella misma el vehículo y repostar combustible (éter de petróleo) en una farmacia de Wiesloch, convirtiéndola indirectamente en la primera gasolinera de la historia. Por su parte, el primer coche español lo había desarrollado Francisco Bonet en 1890. Semejante joya histórica terminó sus días en una chatarrería. Muy propio de estos lares.


En realidad, estos monstruos amenazantes y ruidosos que iban apareciendo por las carreteras tuvieron unos comienzos difíciles. De entrada, los locomóviles a vapor eran de gran tamaño y tuvieron pronto la enemistad de las grandes compañías de diligencias. Además, su aparatosidad asustaba a la gente. En Inglaterra se llegó a dictar el decreto Red Flag Bill, de la “bandera roja”, que obligaba a los automóviles a circular a menos de 4 millas a la hora, siendo precedidos por un hombre a pie o a caballo portando una bandera roja para avisar a los demás viandantes. Estos problemas limitaron inicialmente el desarrollo de estos automóviles. No obstante, como ha sucedido en otras ocasiones en el mundo del motor, el impulso y la mejora de los vehículos vinieron de la mano de la organización de carreras. La primera de ellas tuvo lugar entre París y Rouen el 22 de julio de 1894. En 1903 se organizó la de París a Madrid, que no llegó a pasar de Burdeos (ya que solo hasta esa ciudad la carrera ya llevaba el trágico balance de diez muertos).

La caravana automovilística Barcelona – Madrid de 1906
No se tenía el cuerpo para muchas carreras. De ese modo, en 1906 una serie de aficionados al automóvil plantearon realizar una caravana automovilística desde Barcelona hasta Madrid, pasando por Lleida, Zaragoza, Calatayud y Guadalajara. El objetivo era llegar a la boda de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg prevista para el día 31 de mayo de 1906.
La crónica de esta caravana apareció publicada en un número de la revista Los Deportes de Barcelona, el 9 de junio de 1906.
Tal como muchos años después sucedería, cuando por una carretera iba a circular la Vuelta ciclista a España, se dieron órdenes a las distintas jefaturas de carreteras para que los camineros se esmeraran especialmente en mantener bien conservados los tramos por los que iba a pasar la caravana. No obstante, existían varios problemas: la posibilidad de atropellar a algunos lugareños, el cruce con carros y los espantadizos animales o algo tan simple hoy día como que la carretera estuviera despejada de obstáculos. En ese sentido, es muy interesante el bando que se colocó en los pueblos por los que iba a pasar la caravana, que fue publicado por el periódico El Globo de Madrid el 20 de mayo de ese año de 1906. Es tan curioso ese bando que vale la pena reproducirlo:
“La caravana automovilista llevará a Madrid, del 26 de Mayo al 3 de Junio, una expedición numerosa por la carretera de Madrid a Francia por la Junquera, en el trayecto comprendido entre Barcelona y Madrid a la ida, y al regreso por la misma hasta Lérida, y desde esta ciudad a Tarragona y Barcelona.
La circulación será, pues, intensa… Aun cuando la caravana automovilista no sea una carrera de velocidad y sí una expedición de turismo, es indispensable que habitantes y automovilistas observen escrupulosamente las recomendaciones siguientes, y que todo el mundo haga prueba de la mejor voluntad, para que las regiones que en su viaje recorre se acostumbren a esta clase de expediciones y reporten el beneficio material y moral que tienen derecho unos y otros a esperar del automovilismo.
Recomendaciones a los habitantes:
Los días, anteriormente indicados, en que pasarán los excursionistas de la caravana:
1.- Cuidad de vuestros niños: no los dejéis, bajo ningún pretexto, solos en la carretera.
2.- No dejéis los rebaños, los animales, las vacas, los cerdos, los corderos, sobre todo los perros, libres en la carretera.
3.- Desembarazad la carretera de leña, carros, montones de paja y haces, que pueden ser impedimento a la circulación.
4.- Guiando vuestros vehículos, guardad siempre la derecha, y si no la guardáis, tomadla en seguida al primer aviso de los automóviles. Se ruega a los conductores aguanten sus caballos o mulas, especialmente por el bocado y no desde el asiento de varas.
5.- En las revueltas redoblad la vigilancia, porque un automóvil, sin veros, puede echarse sobre vosotros involuntariamente.
6.- Aun cuando los concurrentes de la caravana no han de circular de noche, no circuléis nunca sin luz, por los otros automóviles, que independientemente pueden hacerlo; no dejéis vuestros carros abandonados en medio de la carretera.
7.- Respetad las señales de seguridad que pueda haber en el camino, y sed todo lo complacientes que podáis con los automovilistas de la caravana, y con todos en general, á fin de que lleven la mejor impresión de la hospitalidad de las comarcas que han de atravesar.
Recomendaciones a los chauffeurs:
1.- Tened una extrema prudencia; no tratéis de pararos jamás en las bajadas; usad de la bocina, especialmente en las revueltas; pero no la uséis en la proximidad de los animales, para no asustarlos; observad bien los accidentes de la carretera.
2.- Deteneos si encontráis entorpecimientos en el camino; no probéis de pasar a pesar de todo.
3.- Disminuid la velocidad para atravesar los pueblos y todas las aglomeraciones.
Acordaos de que la caravana automovilista es una expedición de turismo y no una carrera de velocidad. Sed prudentes.
La Comisión organizadora de la caravana automovilista”.
El bando es un anticipo del cambio que iba a sufrir la circulación por las carreteras durante los años siguientes: nada de animales sueltos por la carretera, nada de acopiar leñas u objetos o aparcar carros en medio de la carretera, llevar luz si se circula por la noche… y circular por la derecha en los casos de cruce con otros carros o automóviles.
La caravana fue un éxito. De manera entusiasta, así lo contaba la citada revista Los Deportes: “El éxito es el gran paso que han dado el automovilismo y el turismo, hermanando, convenciendo y haciendo simpático el automóvil a través de las carreteras españolas y de ciudades, pueblos y lugares que antes eran sus iracundos enemigos; los que ayer maldecían el paso de un automóvil, achuchaban los perros y les echaban piedras, hoy miraban con agrado el paso de la caravana; las piedras se convertían en flores y las imprecaciones y maldiciones, en frases de agrado y cortesía”. Pasa a continuación a exponer los recibimientos en los ayuntamientos de las principales ciudades y continúa relatando la expectación que la caravana despertaba a su paso por los pueblos: “En la rápida marcha de los automóviles en plena carretera se divisaban constantemente masas negruzcas que al cruzarlas aplaudían, alargaban los brazos con la bota o el jarro… la guardia civil y peones camineros apostados a los lados de la carretera saludando militarmente, alcaldes y guardias cuidando el despeje del tránsito en los pueblos; se puede decir que la caravana ha hecho el recorrido triunfalmente hasta llegar a Guadalajara”.


Un belga, en automóvil por España en 1906
Más allá del entusiasmo de los automovilistas de la caravana, la realidad en 1906 era bastante distinta. La experiencia de los automovilistas solitarios que se decidían a circular por España, más allá de sus paseos por el entorno de las grandes ciudades, tenía mucho de aventura y de riesgo. Eran considerados enemigos por los lugareños y en especial por los arrieros, sufrían como cualquier otro viajero las inclemencias del tiempo y las dificultades para encontrar alojamiento y maldecían del mal estado de algunos tramos de camino o de carretera.
La realidad es que en 1906 había pocos automóviles en España. La matriculación de vehículos había comenzado en 1900. Oficialmente, a finales de 1905 estaban matriculados solo 268 automóviles, si bien es cierto que muchos circulaban pero no tenían su matrícula (por ejemplo, hasta 1907 no se matricularon los primeros vehículos en Madrid o Barcelona…). Ahora bien, lo de viajar por tramos interurbanos era otra historia.
En 1906, Eugène Ghislain Alfred Demolder publicó un libro en el que contó sus impresiones de un viaje por España en automóvil (“L’Espagne en auto. Impressions de voyage”). Demolder tenía 44 años y era un destacado escritor belga, bastante irónico y algo prepotente, al menos según se deja entrever al leer la crónica de su interesante viaje. Su calidad poética es innegable. Para muestra, la frase con la que describió el agua que bebió en Granada: “El agua, por otra parte exquisita, viene de la montaña, que la entrega pura, cristalina: un vino que los ángeles fabricarían sobre las cimas frías de la sierra con uvas de granizo”.

No he encontrado en su libro mención del tipo de automóvil que utilizó, aunque sí que dejó escritas sus bondades: “Auto encantador: docilidad de perro apaleado, flexibilidad de serpiente, velocidad del rayo y, además, silencio y discreción. Treinta caballos. El fabricante se encargó de ello. El coche es cómodo, alegre, diáfano, bien acolchado: un pequeño salón que se mueve. Cerrado, para protegerse de los chaparrones de Castilla o de los rayos abrasadores de Andalucía. Además, las ventanas elevadas protegerán del frío de las mesetas burgalesas, y bajadas provocarán refrescantes corrientes de aire en Sevilla”. Más adelante se ufana de su poder, como cuando asciende Guadarrama: “¡La más fuerte subida del viaje! El auto da todas sus fuerzas ¡Realmente trepa por una escalera! Es valiente, porque pesa 2000 kilos y nos eleva a nosotros y a nuestras maletas”.
En 1906, algunos modelos se podían ajustar a esta descripción, uno de ellos un Renault como el que se reproduce en la imagen que sigue. Bien pudo ser el automóvil protagonista de esta historia.

Por supuesto, la conducción y la mecánica del automóvil estuvo a cargo de su chófer, de nombre Mario. También nos dejó descrita su imagen: “Nuestro mecánico Mario regresa a su puesto, bien resguardado, detrás del volante, las palancas y las manivelas y el pie en el freno: despertar repentino del carburador, la bujía, el pistón, las válvulas, el agitador. Una especie de llamada dolorosa a la vida: y el coche sale cantando… Mario tiene su ropa de cuero negro y su gorra, y sus grandes gafas oscuras: un verdadero sello. Mario está ahí, delante de nosotros, atento a los surcos, las piedras, los canalones, con la mirada fija en la pista, entre los dos faros de cobre, que avanzan como cascos de torneo o faroles apagados”.
Sorpresa e indignación: un automóvil
A lo largo del libro, Demolder describe una serie de episodios en los que la relación con arrieros y lugareños es, cuanto menos, muy tensa.
De entrada, se encuentra con unas obras. Evidentemente, sin señal alguna. ¿Para qué, si hasta entonces solo circulaban carros y mulas? Hasta la Instrucción de 1939 no se estableció una señal específica para prevenir del peligro por obras. En 1906 bastaban los gritos de los operarios: “Y el descenso es por lindos bosques frescos, hacia Vitoria, ¡el camino excelente! Hay obreros reparándolo. Al vernos, su jefe alza los brazos, lanza gritos guturales, nos hace recomendaciones españolas que no entendemos. ¡Ah! ¡Sí! ¡Vamos demasiado deprisa según esas gentes! ¡Sin embargo, treinta a la hora! ¿Es demasiado?”
El cruce con mulas o animales de tiro provocaba siempre algún incidente. He aquí varios de ellos ocurridos cerca de Vitoria:
“Y un castellano con el sombrero puntiagudo bordeado de terciopelo, con borla de seda detiene, en cuanto nos ve, su galera de ruedas enteras, en la que palos hincados sostienen una red de cuerdas hinchada de legumbres y de leños. Se lanza hacia su mula, le tapa sus ojos con su gorro para ocultar el auto, agita los cascabeles con el fin de ahogar el ruido de la máquina que avanza… La mula, sorprendida por las maneras de su dueño, se encabrita un poco y el buen castellano, agarrando su sólido garrote, comienza a apalearla. Singular manera de acostumbrar al animal a los autos: en lo sucesivo, los creerá coches del diablo.
Avanzamos lentamente. Otro lugareño, al vernos, soltando la capa de muestra que llevaba puesta sobre el hombro, huye con su mula a través de los campos de centeno, que patea salvajemente y como el primero, inflige a su montura la más resonante de las tundas de palos.
Más lejos un maragato, con cinturón de cuero y anchos gregüescos, salta de su coche hacia su freno y se abre de piernas sobre la arcilla.
¡Despacio, Mario!
El maragato se endereza, nos mira pasar, furibundo, pero su mula, a la que ha agarrado de sus largas orejas y a la que no ha podido castigar, no se mueve… Las mujeres, sentadas sobre el trasero de un pollino cargado de paja cortada y sujeta por unos cordales, saltan despavoridas, tiran de las bridas del animal que se obstina en cruzarse en la carretera”.
En Venta de Baños siguen los problemas: “Los campesinos, saliendo de sus pobres casuchas de adobes, nos miran con desconfianza. En el campo, poca gente. De tiempo en tiempo un carro tirado por mulas y siempre la misma escena violenta del conductor saltando a las orejas de los animales, que se asustan, y nuestro paso ante el gesto huraño de lugareños encolerizados… Los burros son más flemáticos. Al ver el vehículo que marcha solo, esos sabios se preguntan sin duda si es únicamente para distraerlos y ocuparlos para lo que su amo los engancha desde hace años, y se sienten molestos. En cuanto a los perros, innumerables y feroces, se lanzan desde el fondo de las cabañas, desde el fondo de los campos, ladrando con furor para devorar, con peligro de su existencia, el caucho calentado por el rodamiento”.

Un caballo asustadizo huye cerca de la Sierra de Guadarrama: “En medio de esta región un caballo atado a una gruesa estaca se encabrita al vernos; rompe su brida y galopa espantado a través de la landa pedregosa, como escapado de un combate”.
En ocasiones, lo mejor era detener el vehículo para evitar asustar a los animales. Esto le sucedió en Despeñaperros: “Subimos a lo largo del parapeto de piedra. El silencio es profundo, la soledad completa… ¡Cascabeles! Un convoy de carros tirados por mulas. ¡Nos detenemos! Nos ocultamos lo más posible, extinguiendo todo ruido de máquina. Las mulas pasan tranquilas, seguras de sus pasos y los conductores acostados en sus vehículos nos miran espantados”.

No solamente se asustaban los animales. A veces también los humanos huían de esos intrusos demoníacos que aparecían en la carretera. Cerca de Baena, Demolder nos cuenta que “las diligencias cargadas hasta la boca como las viejas escopetas ruedan hacia la estación, muy alejada. Al vernos se detienen. Con riesgo de perder el tren, los viajeros se tiran de la imperial y del cupé y huyen arrastrando maletas y paquetes a través de los campos; después miran llegar al auto haciendo gestos desesperados. ¡Oh, la bestia espantable! Algunos, sin embargo, se aventuran más cerca de la carretera, con la actitud temerosa y desconfiada… Las mulas permanecen inmóviles, a pesar de los esfuerzos del conductor desamparado, que les sacude los bocados. Las gentes nos contemplan”.
Al atravesar las poblaciones, a la curiosidad se sumaba a veces la indignación de los vecinos, tan tranquilos hasta entonces. En Miajadas se produce, incluso, un intento de motín: “Un carretero tuerto empuja sus mulas asustadas en una calle llena de campesinos salidos para ver el auto. Nos detenemos. El rústico irritado gesticula, arenga a los indígenas con el látigo al aire, lívido. Excitados por ese canalla las mujeres nos insultan. Un motín se acentúa hasta el fondo de las callejuelas, de las que desembocan lugareños de cara poco tranquilizadora. Ante esas amenazas, nuestro mecánico hace sonar la bocina, hace sonar los engranajes: arrancamos entre dos filas de puños tendidos. El carretero se precipita creyendo detener la máquina como un caballo al galope. Nos hemos salvado”.
Claro que lo del motín no es nada si se compara con la que organizó un campesino cerca de Venta de Baños. Parece una escena del lejano Oeste, incluido el desenfundado de un revólver: “Un campesino, escoltado por dos burros, lanza con una violencia loca su garrote hacia el auto: el palo toca de plano la parte de atrás; no rompe nada. No habíamos rozado a ninguno de sus animales. Patinamos en las piedras y el barro. Los burros habían agitado las orejas, nada más. El español se encarnizó. Aprovechando nuestra lentitud para defendernos contra las rodadas innumerables, nos arroja piedras con una mano vigorosa. Saltamos fuera del coche. El tal había recogido ya su garrote y nos amenazaba. Era un hombre de unos cincuenta años, chaparrudo, sólido, un grueso granjero. Se burlaba. Le reclamamos su palo. Lo alzó sobre nosotros. Pero el cañón de un revólver le determinó. Nos entregó el garrote, como una espada después de un cuerpo a cuerpo, de todos modos después de que el cañón le fue puesto bajo la nariz”.
Normalmente los incidentes finalizaban con el susto de animales y lugareños. No obstante, alguna vez llegaban más lejos, provocando algún accidente. Esto sucedió cerca de Talavera de la Reina: “Hay momentos en los que uno no se atreve a avanzar. Y mirad, allá lejos cuatro de esos animales reacios están enganchados en un vehículo inmenso, muy cargado y cubierto con un toldo. Al vernos, alzan las orejas. El auto se detiene. Hay allí cinco o seis campesinos alrededor de las mulas. A menudo hemos visto desenganchar; estos tiran de las crines, de las narices, los bocados, luego nos hacen señales para que avancemos. Obedecemos con precaución. Las mulas excitadas, espantadas, retroceden. El auto vuelve a detenerse. Las mulas continúan retrocediendo y todos, con el carro y los hombres, que ejecutan en vano trabajos de trapecistas sobre las varas y alrededor de los frenos, ruedan al pie del talud. Los españoles están verdes de terror, su coche se inclina, los animales se caen en agujeros. Es un prodigio el que no haya gentes muertas”.


Un espectáculo
Para muchos, ver un automóvil era todo un espectáculo en 1906, incluso en ciudades en las que ya había algunos. Demolder nos relata su salida de Madrid: “Son las cinco de la mañana. Madrid se despierta. Los curiosos, ya numerosos, se detienen alrededor de nuestro coche. Desde la frontera, salvo algunos pequeños cupés en las calles de Madrid, solo hemos encontrado un auto en el campo. Por eso el español, intrigado, toca los neumáticos como si examinase las corvas de una mula; acurrucado, mira bajo la máquina como si quisiera ver la teta de una vaca; acaricia la carrocería, echa ojeadas francamente indiscretas en el coche. Algunos se las dan de enterados: -Lo menos… cien caballos-. El español exagera siempre. –Treinta caballos-. ¿Cuántos kilómetros por hora? ¿Ciento veinte? –En Francia podemos hacer 80, si queremos. Pero, Dios mío, sobre vuestras carreteras, una media de 25-”.
En el relato anterior deja clara la rareza de cruzarse en las carreteras españolas con otro automóvil. Desde la frontera francesa hasta Madrid solo se habían cruzado con uno.
En Navalmoral de la Mata siguen rodeados de curiosos, esta vez mientras se hacen con gasolina: “Tomamos gasolina en casa de un farmacéutico. Una multitud nos rodea. Con trabajo nos podemos acercar al auto. Nos ahogan”. Y en Olmedo la gente lo toma en ambiente festivo: “Es día de fiesta. Todos los campesinos se pasean sobre las carreteras de Castilla. El auto es aclamado o gritado. Algunos bromistas hacen como que nos esperan con gestos de banderilleros ante el toro, otros de asaltarnos, de ponerse a través de la carretera… No sería el alcohol el que hace a los mozos estúpidos. Pero esas pantomimas divierten a las mujeres y las hacen reír”.
Repostar aceite o gasolina es una onerosa aventura en esa época: “Cerca de Olmedo nos detenemos para verter en el depósito del aceite el necesario, un aceite negro, malo –pez viscosa-. Mario parece como si echase veneno al motor.. Y es caro, como la gasolina, que alcanza en España un precio exorbitante”.

Por calles estrechas…
Llegar con el coche a una fonda dentro de una ciudad podía ser una aventura cuando las calles eran excesivamente estrechas, y más si el guía quería presumir de acompañar a un automóvil y daba los debidos rodeos para presumir ante sus amistades. En Córdoba les pasó algo parecido: “El auto se mete por el puente; pasa bajo el arco de triunfo. Lo dejamos, con el chófer, cerca de la columna del arcángel Rafael… y alcanzamos el hotel, conducidos por un chiquillo… Esta vez el joven cordobés tostado nos condujo a pie por callejuelas embrolladas, pavimentadas con piedras de punta; las paredes de yeso, de una cegadora limpieza, las ventanas pequeñas y raras, guarnecidas de una reja de hierro forjado… Llegamos al gran hotel Suizo… Mario entra exasperado, furioso, sudando, gritando, refunfuñando. Un guía que le han enviado le ha traído por calles en donde al auto le costaba vencer mil dificultades para pasar. ¡El infierno durante veinte minutos! Los neumáticos rozaban las paredes. Si un estrechamiento de la callejuela hubiese impedido avanzar, retroceder habría sido imposible. Hubiera sido necesario desmontar el coche”.

Esos firmes tan horribles para los neumáticos…
Las carreteras de comienzos del siglo XX no estaban hechas para la velocidad. El barro, las irregularidades del pavimento y las piedras sueltas eran un peligro, incluso a bajas velocidades. Era común en el siglo XIX que cuando se reponía el macadán en alguna carretera o se construía su firme se compactara con el paso de los carros y de los animales. Incluso hay textos técnicos que recomendaban obligar a pasar por la zona que se quería compactar, poniendo obstáculos en el resto de la calzada. Algo de esto le sucedió a Demolder entre Trujillo y Navalmoral:
“Al principio la carretera está bien, pero pronto la hallamos llena de piedras y los camineros, avisados, han puesto en los bordes grandes piedras que nos obligan a seguir por las ingratas rodadas y a tener que machacar la grava. ¡Qué martirio para los neumáticos! Se ven entregados a un despellejamiento vivo”.
La simpatía por los camineros no era muy grande, a causa de sus reparaciones a base de macadán o grava suelta: “La carretera entre Alcaudete y Córdoba no es muy accidentada. En un país lleno de protuberancias, largas subidas poco pendientes, largas bajadas bastante lentas. Pero, propicio al comienzo, el camino se convierte poco a poco en singularmente pedregoso. Se diría que los camineros lo han reparado a golpes de honda, desde lejos, para no molestarse. Hay partes difícilmente transitables donde las piedras ruedan bajo los neumáticos. Para cubrir los hondos carriles han extendido alfombras de guijarros. Hacemos cinco kilómetros a la hora, con la angustia de ver estallar los neumáticos”.
A Mario, el chófer, le preocupaban especialmente las piedras puntiagudas, que podían dañar los neumáticos. También las zonas deslizantes, a causa del barro. Demolder escribe cerca de Aranjuez: “Nos deslizamos sobre piedras redondas que usan abundantemente el caucho pero no lo muerden. Derrapamos, es verdad, el coche baila. ¡Qué pesadilla! Y como hemos metido las dos ruedas de la izquierda en el barro, ¡crac!, para evitar el monstruoso montón pedregoso, ¡crac!, he aquí que se han deslizado en la cuneta, una cuneta un poco profunda. El auto se inclina como una cometa que va a caer de cabeza. Mario sudando, desesperado… impone al coche un movimiento violento, decisivo, ¡nos salva! Y… el auto vuelve al centro de la carretera que, entre sus guijarros, profiere amenazas como entre dientes. De este modo hicimos veinte kilómetros por lo menos, por llano, en primera velocidad”.


Incidencias varias
En Bailén sufren uno de los pinchazos de su ruta: “¡Un pinchazo! Y sobre la carretera felizmente sombreada se agrupan pronto en torno al cambio de rueda segadores con sombrero de paja, vestidos de blanco, con unas especies de delantales de tela hendidos por el medio y sujetos a cada lado delas piernas. Gastan bromas, se burlan de nosotros, pero buenos muchachos ofrecen a Mario, el mecánico, su ayuda”.
Peor lo pasan cerca de Vitoria, cuando una tremenda tormenta les sorprende en medio de la nada: “El aguacero se extiende, coge todo el cielo. Llueve. Mario baja el cristal grande, ante él, y se encierra. La lluvia se duplica, furiosa ciega el cristal. Una corriente amarilla corre en oleadas sobre la carretera. Nos detenemos en un torrente. Aquello corta, azota, golpea, chorrea, inunda. ¡Estamos bajo una catarata! ¡El techo del coche va a hundirse! El turbión se aplaca. Comienzan a verse de nuevo las colinas a través de las laminitas del aguacero. Respiramos. ¡Ah, qué lavado! Ahora aquello gluglutea, hierve, se traga, se gargariza. El agua huye por toneles bajo nuestras ruedas. ¡Adelante, Mario, despacio! ¡Navegamos! Ha llovido tanto que el cárter está lleno de agua y es preciso abrir la espita. Sin embargo, el suelo ha absorbido pronto su caldo viscoso. Pero ¡ay, avanzamos por una arcilla pegajosa: flan, melaza, papilla arenosa, encáustica, queso blando! La carretera española se transforma así al menor chaparrón. Chapoteamos en esa liga viscosa durante dos horas”.

Cuando se cruza un animal en la carretera hay que tener precaución. Claro que no siempre es con un toro: “En medio de un pueblo, de pronto… un toro grande con largos y afilados cuernos. ¡Diablo! Nos mira, sorprendido como al entrar en la plaza tumultuosa. ¡Momento crítico! Los indígenas, sorprendidos, están inmovilizados. Por fortuna Mario no tiene afición alguna a la tauromaquia. El auto se desliza sutilmente entre una carreta y la bestia temible, que era necesario rozar, después se larga, feliz y respirando a plenos pulmones. Pero a la salida del pueblo… una manada de cerdos negros. Gruñen, hasta bajo las ruedas, luego se escapan alegres”.
Lo que no sufrieron fue la pérdida del camino, o al menos no relató nada al respecto. Es curiosa la alegría que le produjo a Demolder encontrar una señal de orientación, probablemente una de las definidas en 1861: “En lo alto de una pendiente, un poste, uno de los raros postes de España. Este poste solitario y destrozado, indicando el camino de Sevilla, nos regocija como una linda bandera azotando el azul”.

Era 1906. Hacía poco tiempo que se había iniciado en las carreteras la difícil convivencia entre automóviles y vehículos con tracción animal. Sin embargo, esta convivencia iba a durar mucho tiempo. Según Uriol Salcedo, en el año 1957, el ya importante número de automóviles que circulaban por España todavía convivían con un millón de carros…