Un viaje en diligencia
Las diligencias ofrecían un servicio regular entre poblaciones. Revolucionaron el transporte de viajeros, al ofrecer un servicio en coche (góndola) similar a la posta, es decir, con cambio periódico de animales de tiro y aumento notable de la velocidad diaria de recorrido (unas 30 leguas al día en 1850). El número de animales de tiro era variable, en función del tamaño de la diligencia. Las de mayor tamaño circulaban tiradas por ocho o más mulas.
Es evidente que el desarrollo de las diligencias fue paralelo al de la construcción de las carreteras. Se trata de un servicio de ruedas, que no pudo ofrecerse por los pésimos caminos existentes en España hasta el siglo XIX.
Dejando al margen algunas experiencias a finales del siglo XVIII, se puede afirmar que la primera diligencia se estableció en España en 1816, entre Barcelona y Reus. La época de oro de las diligencias comprende entre 1816 y 1860, fecha a partir de la cual el ferrocarril fue relegando este tipo de servicios a trayectos secundarios. El único periodo de recesión se registró entre 1833 y 1840, cuando la guerra carlista obligó a suprimir algunas de las líneas más importantes.
El viaje en diligencia era muy caro. Normalmente se ofrecían tres tipos de billete en función de que se viajara en el interior, en la rotonda o en el cabriolé. No había que despreciar el sobrecoste de viajar en el interior, pues las carreteras del siglo XIX, que tenían la rodadura de macadán recebado con arena y carecían de riego asfáltico, desprendían mucho polvo con el paso de las caballerías de la diligencia. Precisamente este problema, que perjudicaba tanto a los viajeros, provocó la primera experiencia española de tratamiento de la rodadura de una carretera mediante un riego con alquitrán. Se llevó a cabo en 1904 entre Herrería de Incio y su balneario de aguas termales, en la provincia de Lugo. El tramo tratado fue de unos 600 m. El resultado fue positivo y estimuló la aplicación de las técnicas de riegos asfálticos para mejorar la rodadura.
En el Manual de Madrid de Mesonero Romanos, se relacionan los itinerarios, horarios, duración y coste de determinados trayectos en diligencia. A título de ejemplo, en 1831, las tarifas entre Madrid y Valencia eran de 400 reales en interior, 340 en cabriolé y 260 en rotonda. La equivalencia entre el real de vellón y el euro es prácticamente imposible de determinar; hay autores que establecen una relación entre 10 y 14 euros por real de vellón, atendiendo al coste de los salarios y de los productos fundamentales, pero este valor hay que tomarlo con muchísimas reservas. Lo que es indudable es que el servicio de las diligencias era para personas pudientes. Los extranjeros que visitaron España coincidieron en afirmar que los usuarios españoles de las diligencias eran personas muy educadas (debían esperar otra cosa), de acuerdo con la clase alta que utilizaba el servicio, similar a la de estos viajeros extranjeros.
El servicio, que duraba varios días en trayectos largos, incluía la pensión completa de los viajeros, a los que había que atender también en las paradas para efectuar los cambios de mulas. Para ello, las compañías de diligencias se esmeraron en mejorar los servicios de restauración y hospedaje de las ventas o posadas que elegían para el descanso de sus clientes. Estos establecimientos, en los que paraba la diligencia, fueron denominados “paradores”, símbolo desde entonces de establecimiento de calidad en España. Fue el arranque de la mejora de los servicios hoteleros, que tanto necesitaba el país.
La llegada de una diligencia a una población o a un parador era todo un espectáculo. Al trajín de los encargados de cambiar los animales de tiro se unía la curiosidad de todos los lugareños, escudriñando la identidad de los pudientes viajeros y en ocasiones solicitando su limosna o atención.
A partir del 1 de enero de 1925 se prohibieron los tiros de más de cuatro caballerías en reata o de seis caballerías en cualquier otro enganche. Fue el fin de los grandes carromatos y galeras y el de las grandes diligencias. El vehículo a motor se impuso definitivamente por las carreteras españolas del siglo XX.
La diligencia estaba dirigida por un mayoral, con el que colaboraban un delantero y el zagal, auténtico atleta que efectuaba buena parte del recorrido corriendo. El delantero también tenía su mérito, pues normalmente no era sustituido en todo el viaje. El irónico escritor y viajero Richard Ford nos describía así a los responsables de la diligencia, en la década de 1830 («Las cosas de España», Turner, 1988, pp. 77-79): “Toda esta guarnecida arca de Noé está colocada bajo el mando del mayoral, o conductor que, como todo español investido de autoridad, es un déspota y, sin embargo, como ellos, asequible a la influencia conciliadora del soborno”. El zagal “va corriendo al lado del coche, coge piedras para tirarlas a las mulas, ata y desata nudos y derrocha un caudal de resuellos y juramentos desde que emprende el trabajo hasta que lo deja […] Alguna vez se le permite que suba al pescante y se siente junto al mayoral”.
Muchas diligencias tenían la estructura de un coche de colleras, con tiros largos, lo que a muchos viajeros les daba la impresión de cierto descontrol por estar alejado el coche de la recua de mulas o caballos. Los “tiros largos” se consideraban relacionados con coches elegantes, derivando en la actual expresión “ir de tiros largos”, que significa vestir de gala o hacerlo con lujo y esmero.
Así continúa Richard Ford contando el difícil proceso de conducir una diligencia: “Aparejar los seis animales es una operación difícil; primeramente se colocan todos los arreos en el suelo y luego va llevándose cada mula o caballo a su sitio y poniéndole los arneses correspondientes. La salida es una cosa muy importante, y como ocurre con nuestros correos, atrae a todos los desocupados de los alrededores. Cuando el tiro está enganchado, el mayoral toma todo el manejo de riendas en sus manos, el zagal se llena de piedras la faja, y los mozos de la venta enarbolan sus estacas; a una señal convenida cae sobre el tiro una lluvia de palos, silbidos y juramentos que le hacen arrancar y, una vez en movimiento, sigue adelante balanceando el coche sobre rodadas tan profundas como los perjuicios de la rutina, con su lanza, que sube y baja como un barco en un mar revuelto, y continúa con un paso vivo, haciendo unas veinticinco o treinta millas diarias”.
“Cuando hay un mal paso se le advierte a los animales del tiro llamándoles por sus nombres y gritándoles ¡arre, arre!, alternando con ¡firme, firme! Los nombres de las mulas o caballos son siempre sonoros y de varias sílabas, acentuando la última, que siempre se alarga y se pronuncia con un énfasis particular: ¡Capitanaaa, Bandoleraaa, Generalaaaa, Valerosaaaa!, todos estos nombres los gritan a voz en cuello y, seguramente, debe ser un magnífico ejercicio para los pulmones, al mismo tiempo que útil para ahuyentar a los cuervos del campo. El tiro lleva muchas veces más de seis animales y nunca menos predominando las hembras; generalmente suele ir un macho que hace el número siete y que se llama «el macho» por antonomasia; […] invariablemente se le coloca en el sitio de más trabajo y de peor trato, lo cual merece, pues el macho es infinitamente más torpe y más vicioso que la mula”.
“Guiar un coche de colleras es una ciencia especial, y en las diligencias se siguen sus reglas. […] El arte no está precisamente en manejar las riendas, sino en la apropiada modulación de la voz, pues el ganado se maneja llamando a cada animal por su nombre, pronunciando siempre muy deprisa las primeras sílabas: El macho, que es el más castigado, es el único que no tiene nombre propio; repiten la palabra varias veces seguidas, con objeto de hacerla más larga: ¡macho, macho, machooo!, comenzando por ser una semicorchea para ir in crescendo hasta llegar a una breve y componer al fin entre todas la palabra polisílaba”.
Las empinadas cuestas de algunos de los caminos del siglo XIX se hacían costosas para toda la recua de mulas. En determinados puertos de montaña, el servicio de la diligencia precisaba reforzar el tiro con bueyes, como si de una segunda locomotora se tratase.
Quizá uno de los relatos más completos y personales de un viaje en diligencia por España es el de Henry Lionnet, en 1896 («La España desconocida», Cátedra, 2002, pp. 92-94). Hay que tener en cuenta que en la fecha en la que escribe, el ferrocarril ya ofrecía sus buenos servicios en muchas líneas, por lo que el relato no está exento de comparación con ese otro medio mucho más avanzado y cómodo. Hay que hacer notar que en España muchos de los viajes en diligencia se hacían de noche, para evitar los calores veraniegos durante el día. Esto añadía más mérito a la conducción, al hacerlo a la luz de unos farolillos:
“Una vez decidida mi partida de Alcoy, me advierten que es prudente reservar con antelación el asiento de la diligencia, mejor durante el día. Me dirijo a la oficina a las dos; me dicen que todo está completo, todo, excepto la banqueta de arriba.
Este contratiempo me contraría infinitamente, así que vuelvo a la carga:
- ¿Cómo es esa banqueta?
- Está arriba
- Ya le he entendido, ¿pero bajo techo?
- Por supuesto.
- Entonces, si llueve, está uno a cubierto.
- Perfectamente.
- Hecho, me quedo con la banqueta. ¿A qué hora salimos?
- A las diez de la noche.
A las nueve y media me presento en la oficina de la diligencia. La gente que allí espera, entre los bultos, tiene un aire tristón. La perspectiva de la noche que nos espera no es nada halagadora. Llega la diligencia, enganchada a sus ocho mulas cascabeleras. Una gran linterna situada sobre la cabeza del cochero hace resplandecer los collares de las mulas. Me dejan una escalerilla, subo y me deslizo bajo el toldo y, entonces, detrás de un gran panel de cuero, enciendo una cerilla y empiezo a darme cuenta de la situación.
Estoy solo, completamente solo.
Va a estar usted mejor que abajo, me dice el conductor.
Y me lo creo sin dificultad, porque los de abajo están amontonados como sardinas en lata, y a los de delante les da el viento en la nariz. Al menos estoy solo. Al fondo, detrás de mí, hay unas maletas bien amarradas. En la parte delantera, además del panel de cuero, hay una especie de cortinillas, también de cuero, que ajustan de tal modo que se puede cerrar el toldo casi por todas partes. Me quito el sombrero y lo sustituyo por un gorro, me envuelvo en un viejo gabán y me tumbo en el banco.
La diligencia se pone en marcha primero con suavidad, pero enseguida me doy cuenta de que, en esa posición horizontal, la cabeza me da con las paredes a cada bache. Hay que pensar otra cosa; me vuelvo a sentar. El viento, que se cuela por las juntas, no tiene nada de agradable. Me protejo las orejas con un pañuelo. El cochero grita ¡arre, arre! ¡muuuula! ¡che!, y gritará así, sin parar, durante siete horas.
Me gusta el espectáculo de las mulas iluminadas por el reflector, que está justo debajo de mí.
¡Arre, arre! ¡muuuula! ¡che!.
¡Ah!, ¡Si pudiera encontrar una posición!
Llevábamos ya galopando así una hora cuando la diligencia se paró en un pueblo grande. Estaban dando las once. El pueblo, todo negro, sólo estaba iluminado por las pequeñas lamparillas que ardían delante de las Santas Vírgenes.
Un viajero levanta el toldo, ¡Un rival!
- Vamos a pasar una noche incómoda -, me dice.
Algo de eso ya sabía yo.
Enciende también una cerilla, investiga los lugares, y hace sus preparativos de combate mientras la diligencia emprende de nuevo el camino.
¡La una de la mañana! Parada y cambio de mulas.
Se vuelve a levantar el toldo: Sube al asalto un tercer viajero, fusil en mano, seguido de un campesino. Esto es ya demasiado, no cabemos. Convencemos al campesino de que con tres estamos al completo, de que en el banco no caben más viajeros y de que estaría muy mal con nosotros. En definitiva, logramos que se siente fuera del panel de cuero, con las piernas replegadas encima del reflector.
Lanzamos un suspiro de alivio que, por desgracia, dura poco. El viento le corta la cara y hételo aquí otra vez. Ahora la lucha es por la banqueta, en la que el pobre hombre no consigue sentarse más que de un lado, y así hasta las cuatro de la mañana.
Amanecía cuando entramos en Játiva. El conductor gritaba como al menos un millón de veces antes: ¡arre, arre! ¡muuuula! ¡che!. Bajamos uno tras otro del toldo mientras la gente, que había estado apretujada en el interior, presentaba un aspecto igualmente digno de lástima.
En un taller de reparaciones, que por fortuna había allí, vi un tonel de agua. ¡Metí en él con gran placer la cara y las manos! Cuando uno ha pasado por esto, puede entender mejor la belleza del futuro ferrocarril, aunque es justo añadir que desde un número infinito de años hay tres en construcción”.
El más célebre de los delanteros de diligencia es Bismarck, el personaje de La Regenta de Clarín, que tiene el privilegio de ser el primer personaje que aparece y al que se describe en la novela: «un pillo ilustre de Vetusta … de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según en Vetusta se llamaba a los de su condición».
Muchas gracias por su comentario.
Carlos Casas Nagore